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Panorama

J. E. King: Estrategia del discurso del odio

Estrategia del discurso del odio



Por J. E. King


La dimensión de la crisis mundial a causa de la pandemia no parece tener precedentes y torna sombrío cualquier pronóstico sobre el porvenir. El desconcierto y frustración de amplias franjas de la sociedad son profundas mientras mentes perversas critican con insensible falta del sentido del bien común acerca de lo que el Estado puede y debe hacer para garantizar la vida, la salud y un mínimo de justicia social. Pero el debate iniciado entre quienes entienden la necesidad de cuidarse para también cuidar a los demás en tanto llega una vacuna choca con una confrontación con vistas a unas elecciones lejanas, si se comprende la naturaleza del tiempo.

Ya no se trata de repudiar medidas de seguridad como la ahora distorsionada cuarentena sino de quemar barbijos y arrojarlos a esa grieta que no dejan cicatrizar y riegan con odio, el peor de los inflamables. Se está en contra de toda iniciativa que provenga de un gobierno democrático.

Como si ese fuese el único rol de una oposición que vira de la exasperación a la intolerancia. Todo menos informarse, discutir, argumentar, proponer. Y quien simula hacerlo se apoya en datos falsos, tergiversados o inventados. Mentiras que convalida insensatamente. Lo leí, lo escuché, dicen moldeados por ídolos con pies de barro y medios masivos interesados. Y duele tanto egoísmo, porque no es fugaz.

Se asiste a un clima lamentable ya conocido que agobia. Basta repasar algunas tácticas y estrategias que soldaditos entrenados repiten constantemente por las dudas algo quede. Sus herramientas: desestabilización, erosión y deterioro institucional. Hay, evidentemente, una nueva ola de planteos en el tercer mundo que se basa en el ocaso económico de los poderosos que apuntan a fomentar la pérdida de la credibilidad democrática. Y, por supuesto, una lucha activa por delirantes reivindicaciones políticas para instalar títeres creados a la conveniencia del conjunto de los mercados, factores de poder especialistas en corridas bancarias, fuga de capitales, inflación y subida de precios.

Esta metodología fue planteada como golpe de Estado blando por el filósofo y reconocido politólogo estadounidense Gene Sharp (1928/2018), un singular defensor de la legalidad y la no violencia en los reclamos del poder ciudadano. Su compromiso lo llevó a participar en Israel en el entrenamiento de jóvenes activistas para organizar golpes empleando el lawfare, o sea la guerra jurídica o judicial que busca la desestabilización o derrocamiento de un gobierno con mecanismos legales. Se lo consideró entonces como alternativa del golpe militar, muy utilizado en los 90, pero descartado debido a su perdido prestigio. Su ensayo, criticado por algunos estudiosos del tema y titulado De la Dictadura a la Democracia, describe nada menos que ciento noventa y ocho métodos para derrocar gobiernos dictatoriales mediante los denominados golpes suaves.

Curiosamente, no pareció imaginar que fervorosos adictos al pensamiento único se apropiarían de su idea dándole un sentido inverso. La estrategia se resume en cinco pasos y cualquier intención de compararlos a tácticas actuales es absolutamente deliberada.

En primer lugar se promueven acciones para generar y promocionar un clima de malestar en la sociedad, destacando noticias de corrupción, intrigas o divulgación de falsos rumores como manipulaciones con el sagrado dios dólar y amenazas de corralitos que no llegan.

En segundo término se desarrollan intensas campañas en defensa de la libertad individual, prensa, derechos humanos e individuales acompañados de acusaciones de totalitarismo contra el oficialismo.

El tercer punto aconseja lucha activa por reivindicaciones políticas y sociales y manipulación de lo colectivo para emprender manifestaciones y protestas en lo posible no violentas, aunque amenazando a personas e instituciones.

El cuarto punto del manual ajado ya por el uso dado por tantos conspiradores propone operaciones de guerra psicológica creando inestabilidad o esa sensación al menos. El broche final exige forzar la renuncia del presidente de turno mediante revueltas callejeras para controlar las instituciones.

A la vez se prepara el terreno para la intervención militar armada si diera lugar y amenazas de guerra civil procurando de paso el aislamiento internacional. Todo al amparo de que las acciones enunciadas fueron un recurso para enfrentar a las dictaduras. Que no es precisamente el caso de la Argentina, aunque igual se apela a raleadas marchas anti cuarentena que demuestran que el mal es materia de elección mientras que la enfermedad no lo es, y se exhiben carteles pregonando que no se quiere ser Venezuela ni sucumbir a una supuesta amenaza del comunismo como si se estuviera en la máquina del tiempo.

Queda más que evidente que esta película de los muertos vivos no es un reestreno impuesto por el covid-19. Ya se ha visto. Y se repite cada vez que surgen medidas que rozan los bolsillos de los poderosos. Como señaló el periodista Luis Bruschtein, una minoría se trasviste en una mayoría manipulada que amplifica sus reclamos para crispar controversias y enfrentamientos. Y todo para desgastar a la verdadera mayoría hasta hacerla caer por alguna farsa judicial. Sabido es que no hay tormenta peor que la duda que se pretende instalar en una sociedad atribulada y vulnerable por la sorpresiva aparición de un virus mortal en momentos en que se debatía cómo recuperar el rumbo perdido, dilapidado, en años recientes.

Y más de un ciudadano comprometido con la realidad, cualquiera sea su línea de pensamiento, se pregunta si no habrá llegado el tiempo de que el gobierno actúe con toda firmeza, recupere la energía, y no ceda en su postura poniendo en su sitio a los actores del caos. Es un tiempo delicado y peligroso el que transcurre, y al que no se puede asistir como si fuera ajeno y esperar a perderlo todo.


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