Recordar como viví aquel 24 de marzo de 1976 me remite a un ejercicio de dolorosa sinceridad.
Tenía 25 años. Cuatro años antes, durante la anterior dictadura, en 1972, bajo el gobierno de Lanusse, había conocido la mirada gélida del jefe de Policía Agustín Feced, durante un interrogatorio que terminó en tortura.
Después, en 1975, dinamitaron mi casa, en medio de la ordalía desatada por la “Triple A” durante el gobierno de Isabel Perón. Un costo muy alto por la militancia juvenil universitaria y en los gremios de la carne y metalúrgico.
Luego vino el golpe. Ese 24 de marzo no alcanzaba a imaginar la magnitud de lo que se venía. Teniendo en cuenta lo que había padecido, y que en cinco años había tenido que cambiar cuatro veces de domicilio, el golpe no me pareció un cambio tan significativo.
Trabajaba como tipógrafo en el diario Crónica, donde desde el comienzo del año 1976 escuchaba a los periodistas apostando con displicencia sobre qué día caía el gobierno. Era un tópico cotidiano en un contexto marcado por el sonido de los tiroteos nocturnos, los allanamientos legales o no tanto, algún que otro atentado y la sangre matizando las noticias políticas.
Lo de las apuestas no era una actitud cínica, o, si lo era, sólo se puede calificar hoy por los hechos posteriores. La violencia como método de resolución de las diferencias políticas era la costumbre de la época; el desenlace casi un resultado lógico: los militares, con el apoyo de un sector amplio de la población, se hicieron con el poder.
Mi vivencia en aquel momento no difería mucho de la sensación generalizada de la mayoría. El relato de lo que pasé no intenta hacer un exaltación de una supuesta valentía personal que, confieso, no poseía. Sólo sentía que estaba cumpliendo con un compromiso generacional, como tantos otros jóvenes. Era el signo de esos tiempos.
El concepto de “derechos humanos” no tenía el valor que tiene hoy. La democracia había fracasado estrepitosamente y no quedaban liderazgos con capacidad para hacerse cargo de una salida institucional, porque, seamos sinceros, tampoco la palabra “democracia” se valoraba en toda su magnitud.
Lo que sobrevino superó cualquier otra experiencia anterior. El terrorismo de Estado se transformó en un sistema de gobierno, destinado a imponer a sangre y fuego el viejo sueño de disciplinar a 25 millones de argentinos al esquema agroexportador, proveedor de materias primas para el mundo desarrollado.
Fue un aprendizaje feroz, que dejó una marca indeleble en la sociedad argentina, aunque algunas conductas políticas posteriores nos hagan dudar. Es cierto que la democracia se valora de otro modo, pero los intereses que promovieron aquel golpe cívico militar volvieron a hacerse cargo del poder político por vía electoral en tres oportunidades: 1989, 1999 y 2015.
Aun así el “Nunca más” se plasma cada 24 de marzo en las demostraciones de repudio a aquel golpe de Estado. No sólo porque cada año son más importantes, sino porque el largo, trabajoso y zigzagueante proceso de restañar las heridas aplicando la justicia a los responsables, aunque parcial, es lo suficientemente contundente como para obturar cualquier fantasía de legitimar la violencia como método de acción política. Argentina seguirá siendo un país democrático, por suerte, aunque duela.
¿Cómo vivo el 24 de marzo de 2022? No quisiera darle demasiado vuelo a ciertas actitudes reprochables de la coalición de gobierno, responsable de mantener viva la llama de los derechos humanos, por sobre cualquier otra consideración.
No sé cuánta relevancia tienen las especulaciones respecto a si se van a presentar unidos o no en los actos del 24 de marzo. En todo caso, haber permitido que se deslicen versiones en torno a la cuestión los empequeñece a todos. Hay cosas con las que no se juega.
Por mi parte marcharé como todos los 24 de marzo. Recordaré a los amigos que no están y me sentiré reconfortado al ver allí a tantos jóvenes que no necesitan entender cabalmente la génesis de aquel horroroso desenlace.
Les sobra con saber perfectamente lo que no quieren. Y le dan sentido al concepto de derechos humanos, incluso ampliándolo. Y van por más. La lucha puede ser larga, quizás eterna, pero ellos corren menos riesgos de equivocarse.