“La gente no se hace amiga porque sí”. La voz de Serrat resuena ante el silencio expectante del teatro y arranca un aplauso, aunque acaso no haya sido la voz sino el brillo de los ojos, la sonrisa, la forma en que se revuelve en la silla, como si tuviera hormigas en los pantalones. Quizás fue un recuerdo inesperado, alguna picardía que hicieron juntos, que le irrumpe sin pedir permiso en la memoria y que ahí, sentadito con la espalda derecha, la camisa de jean recién planchada, el pelo peinado con esmero, ante toda esa gente no puede ni debería contar.
Habla del Negro, así lo nombra él, ni Roberto ni Fontanarrosa, le dice el Negro a secas. Habla de una bandera que alzaron ambos, uno desde muy chiquito, en Rosario, y el otro más tarde, pero con la misma convicción: se queja de que levantar a los niños de madrugada para llevarlos a la escuela, más en invierno, es una crueldad innecesaria, que debería ser abolida de un plumazo, y va más allá, cuenta que él, también muy chiquito, “soñaba en un mundo en el que fuera al colegio con la cama a cuestas, bien abrigado, porque en algunas escuelas desgraciadamente se pasa un frío del demonio”.
Habla con Sacheri, Eduardo, el autor del libro que inspiró “El secreto de sus ojos”, la última película argentina que ganó el Oscar. Están sentados en una mesa del bar El Cairo, que no es la de los galanes, pero vale igual. Los escoltan dos Mendietas, desgarbados, orejones, atentos. Están en el justo medio del escenario del teatro El Círculo, el mismo donde cantó Caruso —Enrico, no Eduardo, a no confundirse—, el mismo donde el Negro hizo su legendaria defensa de las malas palabras en el Congreso de la Lengua y recordó aquello de “eso no se hace, eso no se dice, eso no se toca” de los “Locos bajitos” de su amigo Serrat, que ahora lo recuerda acodado en un bar de Barcelona “barbudo, melenudo, negro, silencioso y en la suya” y se anima a más: “Era bastante feo, pero daba el pego” (1).
Era el 13 de junio de 1982, una precisión que ni Serrat ni nadie tendría sobre cuándo se hizo amigo de sus amigos, aun a los más entrañables, los que acompañarán hasta el final, de no haber ido ese día al Camp Nou invitado por el Flaco Menotti, haberse sentado en el banco de suplentes y haber visto a la selección argentina perder ante Bélgica por 1 a 0 con Maradona y Kempes en la cancha, y después haber ido a ahogar las penas a un bar repleto de argentinos sumidos en una desazón lógica y exagerada también, como son las desazones de los argentinos, las futboleras y las políticas por qué no. Entre ellos estaba el Negro, cabizbajo como los demás —serio, callado, reticente—, aunque seguramente hubiera estado igual si el resultado hubiera sido otro.
“Nos presentamos mutuamente y empezamos a conversar y nunca más dejamos de conversar”, cuenta Serrat al tiempo que encoge los hombros, abre las manos, con esa expresión universal de “como no podía ser de otra manera”. “Así lo conocí y desde entonces siempre nos hemos visto cada vez que yo he vuelto a Argentina y en ocasiones en las que no he venido a Rosario, cosa que para él era un desplazamiento de larga distancia”, se ufana orgulloso, algo que Sacheri subraya como “un privilegio”: Serrat ha sido de los pocos por los que el Negro dejó su Rosario querida para ir a visitarlo.
“El último viaje que Gabriela y el Negro hicieron a Madrid almorzamos con mi esposa y Jorge (Valdano), en un encuentro que tuvo mucho de adiós. Creo que fue Jorge quien dijo que el fútbol es la menos importante entre todas las cosas importantes”, cuenta Serrat y tiene que parar y tomar aire antes de volver a hablar.
Se escuda detrás de la excusa de hablar del fútbol, que era la pasión del Negro y la suya también para no quebrarse, una pasión que Sacheri, futbolero como el Serrat, como el Negro, definió tan bien: “Un tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar: no puede cambiar de pasión”.
“Hasta el año 83 no regresé a la Argentina por razones de sobra conocidas por mis contemporáneos y los que no las conocen bien valdría que estudiaran historia para que se enteraran que significó el año 1983 para la Argentina”, hace memoria Serrat, y su evocación —la recuperación de la democracia— provoca un aplauso cerrado.
Y sigue: “El primer lugar al que fuimos a tocar fuera de Buenos Aires fue a Rosario y a la primera persona que fui a ver fue al Negro. Vivía en Alberdi, en la casa que visité en múltiples ocasiones, donde pudimos disfrutar de nuestra relación y de algún asado muy bueno, por cierto, que no hizo el Negro nunca; tenía un vecino al que lo dedicaban a estos quehaceres”. Ahora la platea estalla en carcajadas.
La cola
El Negro decía, vaya uno a saber si era cierto, que sólo dos veces su mujer (2) lo despertó antes de las diez de la mañana: una fue cuando le dijo que habían invadido las Malvinas y la otra para decirle que Maradona había firmado para Newell’s. “Dos catástrofes”, se lamentó, pero eran tres, lo habían hecho levantarse temprano, algo que odiaba desde su más tierna edad. Lo recuerda Sacheri y lo avala Serrat: “Ahora que estoy jubilado, no cuenten conmigo hasta después de la siesta”, y levantando el dedito, como le gusta a las maestras cuando tienen que poner orden y a algún ex presidente también, exclama: “No estoy jodiendo, ¡eh!, y lo digo por si alguno tiene alguna ocurrencia al respecto…”.
La platea ríe, los palcos, la tertulia y hasta el paraíso también, ríe y calla, no sea cosa que Serrat se entere que para poder estar ahí, para conseguir una entrada para la función, han tenido que levantarse temprano, muy temprano, y hacer la cola en la boletería del teatro porque cualquier cosa vale, hasta semejante sacrificio, para no perderse la oportunidad de ver a su ídolo. Sí, así nomás, su ídolo, esa persona “amada o admirada con exaltación”, como bien dice la RAE, que es lo que es Serrat para los que madrugaron, mal que les pesara, para escucharlo, no cantar esta vez sino hablar de su amigo rosarino.
El Negro —Fontanarrosa, Roberto—, que el 26 de noviembre hubiera cumplido 80 años y su ciudad, en la que eligió vivir a contracorriente, y sus amigos, Serrat, los galanes, y sus mujeres, le rindieron homenaje con un festival que llenó las calles del centro de Inodoros —Pereyra—, Mendietas, Boogies, Eulogias y ¡Qué los parió!. Y de libros, dibujos y anécdotas, que tuvieron como protagonistas al Negro y a Serrat, en El Cairo, en las largas madrugadas del Sunderland, el viejo restaurante del puerto y en el río —el Paraná, al que el Negro le escapaba como el gaucho a la luz mala— que alguna vez navegaron en un crucero sin rumbo.
Tres horas antes de que se entregaran y en minutos agotaran las entradas —gratis, a razón de dos por persona—, frente al teatro, por calle Laprida, que es muy agitada pero a esa hora estaba desierta, la cola llegaba hasta Mendoza y poco a poco le dio la vuelta y abrazó la esquina, el teatro y más allá. “Yo vivo acá cerca, salí a hacer un mandado y cuando vi que ya había gente esperando me quedé”, cuenta Mabel, que está entre los primeros de la fila como en la primaria, y confiesa: “Tengo una tarjeta de Serrat, me la mandó por correo, firmada. Mis hijos me cargan, me dicen que estoy enamorada de Serrat, que me tendría que haber casado con él y no con su padre”. Hace un silencio y vuelve a la carga: “Capaz que tienen razón, pero me divorcié tarde…”. Lo dice y le brillan los ojos, pícaros.
Carmen, que llevó un almohadón hecho con pedazos de telas de distintos colores cosidas a mano, se sienta en las escalinatas de la puerta principal del teatro, se acomoda el pelo y recuerda las veces que vio a Serrat en vivo —”todas”, asegura, pero exagera, seguro—. La ponen a prueba, le preguntan si lo vio en el baile de Carnaval de 1970 en Gimnasia y Esgrima. “Y en Central, porque esa noche cantó en los dos clubes”, se ufanó con mirada glacial detrás de sus anteojos de grueso marco de carey. “Vino de Buenos Aires manejando su propio auto y paró en el Hotel Riviera, me enteré después si no lo hubiera ido a buscar”, asegura y aclara: “Todavía era soltera”. Lo dice como al pasar, pero es una declaración de principios, no hay dudas, con la que quiere claramente diferenciarse de Mabel.
La espera se hace larga, larguísima. Una chica, que vive en una pensión por Buenos Aires, atrás del teatro, llevó el termo y el mate, pero se queja porque cuando vio que se había empezado a armar la cola salió corriendo y se olvidó la yerba. Otra, con una remera negra de Guns N’Roses, campera de jean y zapatillas de running lee una novela de la colección “Grandes maestros del suspenso” de Emecé.
También quiere diferenciarse: “Es un policial, a mí si no hay muertos las novelas no me interesan”, responde ante la pregunta inocente de Miryam, que se sentó a su lado y que por decir algo le preguntó qué estaba leyendo. Ella pensó y lo dijo que si estaba ahí seguramente estaría leyendo una novela romántica, pero no, nada que ver. Un muchacho trae cuatro vasos térmicos que fue a buscar al bar de enfrente y les sirve café a sus “partners in crime”. Matan el tiempo.
Meet and Greet
Serrat llegó un par de días antes de la presentación en El Círculo y se refugió en un hotel de Puerto Norte. No se quedó encerrado, como hacen los famosos que se quejan de la fama y de las efusividades de sus fans que a fin de cuentas son los que los han hecho famosos y ricos. O mejor, ricos y famosos, como la novela de Natalia Oreiro. Salió y mucho, fue a ver a Tini, la primera mujer del Negro, con quien trabó una entrañable amistad en los tiempos en que visitaba la casa de calle Agrelo al 2000, en el borroso límite entre La Florida y Alberdi, comía ricos asados que el Negro nunca hacía, veía los partidos de fútbol por televisión y escuchaba llorar al niño —Franco, el hijo de Tini y el Negro—, inquieto. El propio Negro lo tranquilizó: “Es mi hijo que cuando se despertó y abrió los ojos y vio que estaba en Rosario arrancó a llorar y no para”.
“Tenía un concepto muy curioso del mundo que lo arropaba, qué él amaba, al que era incapaz de renunciar y que, sin embargo, era capaz de situar con su sentido del humor en un nivel cariñosamente superado, él iba más allá”, Serrat habla de la ironía del Negro, de su humor, que hoy, en este mundo dominado por el pensamiento “políticamente correcto” y la cultura de la cancelación, daría más de una urticaria.
Cuenta la anécdota en un Meet and Greet (3) con un puñado de periodistas rosarinos —¿ensobrados?— y la volverá a contar después en El Círculo. Le gusta la anécdota, disfruta cuando la cuenta, considera, y no le hace falta decirlo, que revela una verdad del Negro, una verdad que los que lo conocen saben, y en Rosario lo conocen todos, pero que no está demás recordar. Y el encuentro se trata de eso, de recordar al Negro, sus cosas, sus historias, sus ocurrencias. Sus alegrías y sus dolores. “Cuando estaba muy enfermo, el último año de su vida, en una de las últimas visitas que hizo a Madrid nos juntamos para almorzar con él —recuerda Serrat en la charla que transcurre sin sobresaltos en un salón luminoso con vista al Paraná—, contaba que él no podía llorar, que se guardaba todas las emociones y esto para mí fue uno de los grandes detonantes de su enfermedad, esta incapacidad que tenía de disgustar al prójimo”.
“No sabía decir no, no sabía de situaciones dolorosas, las situaciones dolorosas se las comía, empujado por esta bondad que tenía. No quería joder a nadie”, cuenta con un dejo de fastidio, como si hubiera querido que las cosas fueran distintas, que el Negro no se hubiera tragado sus broncas, sus amarguras, sus secretos, que hubiera sabido decir que no. Pero no sabía o no quería o no podía hacerlo y lo prueban los incontables Inodoros, Mendinetas, Boogies, que dibujó apurado en la mesa de El Cairo con un globito en el que garrapateaba con la letra de imprenta aprendida a los ponchazos en las clases de Dibujo Técnico en la secundaria un ¡feliz cumpleaños Menganito o Sultanita! y que cuelgan de un imán en la puerta blanca de una heladera ronroneante o con chinches en el corcho de un estudio que abrió con sed de gloria y hoy sobrevive a duras penas.
Habla a media voz, como si le costara dejar salir las palabras, pero sin una pizca de tristeza. “Fuimos grandes amigos, lo echo mucho de menos y me alegra que la ciudad se haya movilizado en este reconocimiento que se le hace en su memoria, como una catarsis para todos los que le quisimos y recordar su figura y con ella a la ciudad, esa ciudad que encierra las razones, los referentes, los argumentos del Negro, ciudad de la que no salió nunca más que para ir a los partidos internacionales de la selección”, recuerda sereno y, en un esfuerzo por explicar su sentimiento, se planta: “No he encontrado nadie en la vida que haya mostrado públicamente alguna rabia o algún rencor por el Negro, al contrario, estaría bien que apareciera alguno para que supieras dónde hay un hijo de puta”.
Habla mientras escribe una dedicatoria en la tapa del vinilo “Mediterráneo” que Roberto Caferra, uno de los periodistas elegidos para participar del encuentro, llevó bajo el brazo y cuando nadie lo esperaba, menos que menos Serrat, sacó a relucir e hizo el pedido, más propio de un fan que de un profesional. “Para Roberto, desde el Mediterráneo al río, con alegría Serrat, Rosario 2024”. La travesura, fuera de protocolo, fue celebrada por Serrat que accedió al pedido como hacía el Negro cuando le pedían sus Inodoros, sus Mendietas, sus Boogies, con una sonrisa y buena disposición, amable, generoso, sin sospechar siquiera que ese mismo periodista (4) estuvo a punto de hacerse de la gorra con visera con la leyenda de “New Yok” con la que había salido a caminar a la vera del río la tarde anterior y en el apuro por volver a sus cosas dejó olvidada sobre una repisa. Y si no lo hizo fue porque el asistente de Serrat llegó a las corridas al salón y la rescató cuando estaba a punto de llevársela de recuerdo.
Las redes
Fontanarrosa murió el 19 de julio de 2007, tras padecer 4 años de esclerosis lateral amiotrófica (ELA), enfermedad que paulatinamente le fue limitando la movilidad y que, pese a ello, mantuvo vivo su romance con Rosario, la ciudad y su gente. “La fidelidad del Negro con Rosario solo es equiparable con la de los rosarinos con el Negro”, lo dice Serrat y se le quiebra la voz, un aplauso cerrado que brota de la platea de El Círculo lo ayuda a salir del paso, a evitar con elegancia el mal trago.
“Acá es normal lo que voy a contar, pero en Barcelona, cuando voy por la calle y me paran los argentinos y me dicen: somos de Rosario, muy amigos del Negro…”, cuenta con una sonrisa cómplice, y remata: “Oiga, si tuviera que contar cuántos habitantes tiene Rosario en función de los que me han dicho eso, esta ciudad sería Nueva York”.
Y parece que es así nomás, Rosario es Rosario, no Nueva York —hay que aclararlo, aunque no haga falta—, pero que en la ciudad no hay quien no se crea amigo del Negro no cabe duda, si hasta los hinchas de Newell’s fueron a su despedida con la camiseta roja y negra y eso que el Negro siempre fue el más hincha de Central entre los hinchas de Central. “El Negro ha llegado a conquistarlos a todos y eso me hace muy feliz, me hace muy feliz haber sido amigo del Negro, seguir siendo fiel a su recuerdo y a su memoria y a su ejemplo. Me hace extraordinariamente feliz saber que en un mundo tan volátil, tan frágil, donde todo pasa con tanta facilidad, todo se olvida rápidamente, la memoria del Negro siga viva en esa ciudad y en los corazones de su gente. Esto resulta muy estimulante”.
Y es así nomás, en Rosario todos somos muy amigos del Negro, aunque lo hayamos visto de lejos en la tribuna del Gigante o husmeando la mesa de novedades de Ross o repantingado en una silla de El Cairo, la mirada perdida, gesto adusto y un café humeante esperándolo mansamente. La visita de Serrat para celebrar el cumpleaños 80 del Negro, porque a eso fue a lo que vino y eso fue lo que hizo, un homenaje a la amistad que, como decía Borges, no necesita frecuencia (el amor, sí). “Eran grandes amigos, desde mucho antes de que el Negro me conociera, mucho antes”, cuenta Gabriela Mahy, la segunda esposa del Negro, parada en la explanada del Centro Cultural “Roberto Fontanarrosa”, donde se concentran las actividades del festival que rinde homenaje al escritor, dibujante, historietista y humorista sinónimo de la Rosario bohemia, cultural y llena de esperanza que explotó con la primavera democrática y que la violencia narco sumió en una angustia tenebrosa.
Está apurada, en un rato la plaza se va a llenar de gente, en minutos nomás, se abrirán las puertas de la muestra que repasa la vida y la obra del Negro, fotos, viñetas, libros, músicas, instalaciones que recrearán sus creaciones más queridas, el gaucho Inodoro Pereyra y su inseparable perro orejón y mordaz Mendieta, la Eulogia, su mujer, y Boogie, el Aceitoso, un sicario filoso como la hoja de una hoja de afeitar e impensable en la Rosario del nuevo milenio donde la muerte no es broma. Está apurada, pero se toma un respiro, piensa y dice: “En el último viaje que hicimos a España, Juan —el Negro, sus amigos, los galanes, así llaman a Serrat, no Joan, Juan, como si fuera uno de ellos, un rosarino más— lo vino a ver a la habitación, él estaba acostado, no podía salir, y cuando llegó le dije: los dejo para que charlen, y ellos, los dos, me dijeron que me quedara”, cuenta y la mirada se le nubla: “El Negro me lo había dicho, con Juan nunca estuvieron solos”.
Gaby no quiere hablar, no en ese momento, está con mil cosas, el festival, Juan —Serrat, Joan Manuel, que se vino a Rosario por un par de días solo para festejar los 80 años del Negro, anduvo de acá para allá, dio un par de notas, una a Clarín, que fue media partner del evento —la hizo Susana Reinoso, periodista de larga experiencia —, y la otra, una chiquilina, una tal Lucía —Fernández Cívico, en Linkedin, que es la red profesional más confiable, se autopercibe “voice talent” y “teachar”, vaya uno a saber qué quiere decir—, que le grabó una entrevista en video, sin cubo, sin mostrar su cara bonita y que publicaron todos los medios, desde los dinosaurios, La Capital, que vaya uno a saber si van a desaparecer, y los otros, que son tantos que nombrarlos llevaría una vida.
Dio una nota más, a la gente de prensa de Central y que se publicó en las redes sociales del club y se viralizó a la velocidad de un rayo, en la que, cuando le preguntaron si el Negro lo había hecho canalla, confesó: “Yo iba a donde me llevaba él, él me decía ‘vamos aquí’ y yo iba, él me decía ‘este es el cuadro’ y yo era”. Pero esa es otra historia, que no viene a cuento. La que más se vio, por fuerza de insistencia, fue la que le hizo Lucía, en la que Serrat dijo, respirando con dificultad, que “en los casi 20 años en los que el Negro nos dejó, no lo he sentido lejos nunca, en ningún momento”.
“Lucía”, repite nostálgico uno de los marineros que aquella primavera del 97 —él mismo asegura que fue ése año, esa primavera, cuando, después de cambiarse de ropa en el “Dexter”, el crucero del Zorro Milicich, que era la nave insignia de los galanes, pero que no daba el piné para llevar de paseo por el río al Negro y a Juan, partieron en el “Atlántico”, una embarcación más robusta y segura, y enfilaron para el Puntazo —ya no existe, se lo llevaron puesto el puente Rosario-Victoria y las crecidas y bajantes bipolares a las que sometieron al bajo delta del Paraná las represas de Brasil—, recorrieron el Paraná Viejo y se dejaron llevar por la corriente, la conversación amable en cubierta y la bebida. El capitán, Miguelito Vicari, mantuvo el timón firme, a pesar de que al caer la tarde —y eso que el río estaba planchado— el barco se movía peligrosamente.
Estaban todos tomando sol en cubierta, todos, menos el Negro, que le tenía un odio visceral al bronceado caribe, al Sapolán Ferrini y ni que hablar a las quemaduras que te dejan la piel roja, ampollas, dolores, solo porque no se tuvo el cuidado de ir a la playa o al río con gorro, remera y protector +100, el único aprobado por la FDA para exponerse a los rayos letales que deja filtrar el maligno agujero de ozono que amenaza al planeta. El Capitán Vicari había puesto la radio, AM, LT3 Radio Cerealista, donde los fines de semana pinchaba discos Lorenzati —Gustavo, el primer locutor de la FM rosarina— y como se conocían de Silent lo bancaba a muerte. No había Spotify ni celulares y los otros DJ, los buenos —mejor es no dar nombres, algunos ya no están y otros fueron maliciosamente tildados de mufas— no eran de la banda, ergo, no existían. La música era aburrida, mal que le pesara a “Lorenzo”, como apodaban en aquellos tiempos a Lorenzatti —aseguraban— por su asombroso parecido con Lorenzo Lamas, aunque lo confundían con otro Lamas —Fernando—, que nada que ver.
En la radio sonó “Lucía”, la de “la más bella historia de amor que tuve y tendré”, y el Negro y Juan se miraron sorprendidos. El Zorro, al que le gustaba leer el horóscopo de La Capital porque le daba letra para el levante, el Pitufo Fernández y el capitán Vicari se miraron aún más sorprendidos. Nadie lo dijo, pero en el ambiente se respiraba la idea de que “Lucía”, la canción que pasaba la radio justo en ese momento, era una señal, un llamado del cielo. Se hizo un silencio tenso, el río contuvo la respiración, el cielo, diáfano, quedó quieto, paralizado, como si le hubieran sacado una foto que no esperaba y que había inmortalizado ese momento, legendario, para siempre jamás. El moroso andar del Atlántico, que navegaba mansamente, dejó escuchar cómo el casco de madera acariciaba el río, como le gustaba decir a Saer, color chocolate. El Negro estalló en una carcajada sonora, estridente. Una broma del destino.
—¿La viste a Gaby? —me pregunta el Pitufo Fernández (5) cuando abandono la plaza caminando sin ver, abatido por las palabras de Gaby, las de Serrat, que está convencido de que la enfermedad del Negro fue producto de su obstinación por tragar sus broncas, las suyas, y una catarata en las redes sociales desde que se supo que este 2024 cumpliría 80 años, el 26 de noviembre, que no había sido nunca antes una fecha festiva ni mucho menos —al Negro no le gustaban los festejos, salvo los de los goles de su Central querido.
—Anda por ahí, a las corridas —señaló la explanada de la plaza Montenegro, donde se levanta el edificio del centro cultural que esta semana en el techo tiene un Mendieta inflable gigante. En el escenario, armado junto a la escalinata, una banda de chicos muy jóvenes, más jóvenes que mis hijos, que son mi medida de las cosas, tocan “En la ciudad de la furia” de Soda Stereo, pero en la versión del “Unplugged” de la MTV, con Andrea Echeverri.
Notas al pie:
(1) Engañaba, a eso se refiere Serrat cuando dice que el Negro “daba el pego”, que era feo, pero que tenía un “halo de belleza” que lo hacía interesante, aunque se empecinara en sentarse en un rincón, la boca cerrada y cara de pocos amigos, y lo hacía, eso lo sabía su gente, para mantener alejado a los pesados y poder, como le gustaba hacer cada tardecita, andar por el centro a su aire, entrar en Ross y mirar los libros sin tener que firmar ninguno ni hablar con nadie, como lo hacía cualquier hijo de vecino que no se había hecho la fama y no se había echado a dormir.
(2) Tini es Liliana Tinivella, la primera esposa de Fontanarrosa, madre de su hijo Franco. Fue ella la que le abrió a Serrat la puerta de la casa de Agrelo al 2000 la noche en la que se sentaron con el Negro a ver en la televisión la final del campeonato nacional de 1983 entre Independiente y Estudiantes de La Plata (a), mientras se escuchaba que un crío lloraba y lloraba —Franco— y nació la famosa anécdota sobre la decepción del niño al abrir los ojos y darse cuenta de que había nacido en Rosario.
(3) Cuando salen de gira, los artistas tienen compromisos de distinta índole, comerciales algunos, políticos otros y de corazón con su público y, en general, no les da el tiempo ni la energía —menos que menos las ganas— para cumplirlos. Así nacieron los Meet and Greet, que no son más que encuentros fugaces que mantienen con un puñado de invitados que por H o por B tienen la fortuna de poder encontrarse cara a cara con ellos. Suelen realizarse antes de los shows, entre bambalinas, y con un estricto protocolo de seguridad, nada de cámaras ni grabadores, la cosa queda en un saludo amable, acaso un apretón de manos, nada más. A Serrat le tocó hacerlo con los periodistas amigos de la Municipalidad, que estuvo a cargo de la organización del Festival Fontanarrosa y armó la lista.
(4) Aunque le habían advertido que no lo hiciera, Roberto Caferra (b) llevó al Meet and Greet con Serrat un vinilo de “Mediterráneo” con la secreta esperanza de que se lo dedicara, no a él, que le gusta Serrat, pero no es fanático, prefiere a Charly, a Spinetta, a Aristimuño. Quería que se lo dedicara a otro Roberto, su padre, que fue el primero que le hizo escuchar a Serrat, ese disco, en el Wincofon que cuidaba como si fuera un tesoro egipcio el padre del conductor de “Radiópolis”.
(5) El Pitufo Fernández y el Zorro Milicich eran inseparables, como Batman y Robin, como Gath y Chaves, como Ortega y Gasset, les gustaba bromear. Eran, ellos sí, parte de la legendaria Mesa de los Galanes que Fontanarrosa inmortalizó en sus cuentos de El Cairo. Fueron sus personajes y amigos del Negro, entrañables, ellos empujaron la silla de ruedas con la que entró al Gigante de Arroyito en medio del gentío que se acercaba a saludarlo aquella vez que les dijo: “¿Te das cuenta? Ya soy el Gauchito Gil” (c). Puro humor negro.
Notas al pie de las notas:
(a) La anécdota fue rescatada por José Fernández Díaz en el artículo “Risas y lágrimas” del libro “Te amaré locamente”.
(b) Después del Meet and Greet con Serrat, Caferra rescató un video de una nota que le hizo a Fontanarrosa en 2006 en la que el Negro, en silla de ruedas, le confiesa que a veces “sería más saludable reaccionar con más violencia”. Y explica: “No peleándose, sino insultando o puteando. Porque morfarse todas esas broncas hace implosión en algún momento y te pueden ocasionar problemas de salud como los míos. Este tipo de cuadros si vos rebobinás hacia atrás en la vida de los pacientes han tenido un problema jodido y pesado que no han podido expresar”.
(c) El episodio lo relata Tamara Smerling en su libro “Serrat en Argentina”.
Pequi
2 de diciembre de 2024 at 00:55
Buenisimo Indio, gracias
Flavia Dallavalle
2 de diciembre de 2024 at 07:50
Simplemente, gracias Luque. Y como se lo extraña….
Alejandro Palacios
2 de diciembre de 2024 at 09:35
El desarrollo de los hechos tal como los narras te teletransportan al lugar donde sucedieron, lo logrado es realmente espectacular. Felicitaciones indio por el efecto logrado. Un gran abrazo.