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Asesinatos seriales en la Rosario de los 70 y 80: la “guerra del cerdo” que no fue

El que llega no la olvida, dice la canción dedicada a Rosario que Fabián Gallardo compuso y grabó con otros músicos. Pero los motivos no siempre son tan idílicos como “el cielo brillante”, “la poesía” y “una luna serena que te habla al oído” que menciona “Es Rosario”. Como expuso Ciudad de pobres corazones, el álbum de Fito Páez lanzado en 1987, el crimen y la violencia institucional están anudados en las memorias. Y para el caso particular de ese tema, también los asesinatos seriales de mujeres perpetrados entre fines de los años 70 y mediados de los 80.

La secuencia comenzó el 26 de julio de 1978 e incluyó a un asesino serial que nunca fue identificado y cuyo número total de víctimas tampoco quedó determinado. Aquel día el portero del edificio de Córdoba 1882 descubrió el asesinato de una vecina del primer piso, Celina Rajmil de Jaimovich, de 68 años.

Celina Rajmil de Jaimovich había enviudado y acababa de mudarse al lugar. El portero Francisco Reyes forzó la puerta después que no respondiera a los llamados del fletero que le llevaba un lavarropas y la encontró con la cabeza destrozada a golpes. “La mujer fue salvajemente golpeada con un objeto contundente, tras lo cual el o los asesinos la llevaron hasta el baño, depositando el cadáver en la bañera”, informó el diario La Capital.

Rajmil vivía a una cuadra de la Jefatura de Policía de Rosario, y del centro clandestino de detención que todavía funcionaba en el sótano del Servicio de Informaciones. El día anterior a su muerte organizó una reunión con familiares y amigos para mostrar la nueva casa. Nadie vio al criminal y tampoco faltaron cosas de valor; la investigación puso el foco en los encargados de la mudanza, sin resultados. 

La policía que secuestraba y hacía desaparecer a militantes y activistas se declaró impotente para resolver “este difícil caso”, como expresó un comunicado, y pidió la colaboración de la ciudadanía. “Se fortalece entre los investigadores la hipótesis de que el crimen pudo haber sido consumado por un psicópata, quien tal vez nada tenía que ver con la víctima, razón por la cual su captura se torna más difícil”, afirmó La Capital. Era una manera precaria de salvar las apariencias, pero fue alentada por el periodismo.

Enviado por Clarín, Emilio Petcoff dedicó varias crónicas al crimen de Rajmil. El juez René Bazet, a cargo de la investigación, no lo recibió, pero el hijo de la mujer y los vecinos accedieron a entrevistas. El periodista aportó una teoría personal: el asesino “sufría una grave perturbación psíquica” y no tenía otro fin que matar a personas mayores, como sucedía en Diario de la guerra del cerdo, la novela de Adolfo Bioy Casares, citada en los artículos.



La noche de la bestia


El crimen parecía olvidado cuando “la Bestia”, como llamó Petcoff al asesino, dio un nuevo golpe. Sucedió en la noche del 11 de agosto de 1978, cuando María Amelia Carranza de Barraco Mármol, de 90 años, y su cuñada, Elena Barraco Mármol, de 69, fueron asesinadas en un departamento de planta baja de Rioja 2307, donde vivían.

Las víctimas eran parientes de Hugo Barraco Mármol, conocido como jefe de una División de Investigaciones de la policía rosarina que había ostentado el mérito de combatir a organizaciones mafiosas en los años 30. Pero la repercusión del doble homicidio se debió a las coincidencias con el crimen de Celina Rajmil: como en este caso, ocurrido a cinco cuadras, no hubo indicios de robo ni testigos, y las mujeres fueron muertas a golpes con algún objeto.

“En ambos casos se empleó un objeto metálico pesado, de superficie lisa y los golpes se asestaron en dirección ascendente de modo que la sangre se estrellara contra las paredes. No se preocupó el asesino por apoderarse de dinero u objetos de valor. En una vitrina, que las cuñadas Barraco Mármol cuidaban, en la sala de estar, había antigüedades de valor, una tentación para cualquier ladrón”, escribió Petcoff en otra crónica para Clarín.

María Emilia Carranza fue descubierta boca abajo en la sala de estar; Elena Barraco Mármol, vestida con ropa de dormir, yacía en la cama. El asesino había ingresado sin violencia; la puerta estaba asegurada por una cadena. La policía puso bajo la lupa a una empleada doméstica que había vivido en la casa hasta el mes de junio, pero tampoco logró mayores avances. “¿A quién abrió la puerta María Elena a altas horas de la noche? (…) Solamente el dormitorio de una de las víctimas estaba en desorden, como si el asesino se hubiera enfrascado en la búsqueda de algo muy preciso. El resto de la casa presentaba su aspecto habitual”, agregó Petcoff.

El doble homicidio se perdió de vista para la atención pública ante la falta de novedades y otros sucesos del momento. Pero los crímenes de mujeres continuaron. 


Ríos de sangre


Las crónicas policiales recuperaron “la guerra del cerdo” para narrar otro ciclo de crímenes en la década siguiente. En julio de 1986 Alicia Egle Blotta, una docente jubilada de 59 años, apareció asesinada en su casa de Álvarez Jonte 781, Arroyito. Había sido estrangulada con un cable y degollada, y según la reconstrucción de la revista ¡Esto! “yacía en el cuarto de baño, donde se había montado una especie de ‘capilla ardiente’ con velas y crucifijos, por lo cual se pensó en un asesinato ritual”. Las sectas representaban en esa época un temor colectivo y lo que hoy parece extravagante resultaba verosímil por entonces: “el asesino sería un individuo de nacionalidad paraguaya, adepto a ritos esotéricos del tipo de la secta umbanda, que acostumbraba a visitar por las noches a la víctima”.



Pero la ocurrencia quedó en el plano de las hipótesis. Lo real, en cambio, fue el cuádruple homicidio perpetrado en la tarde del 31 de enero de 1987 a dos cuadras, en una casa de dos plantas de Antelo 876. Las víctimas fueron Camila Chergo de Aparicio, de 68 años; Juana Aebiche, de 72; Antonia Aebiche, de 84 y Josefa Aebiche, de 98. Las cuatro murieron como Blotta, estranguladas con cables. La “pista” del asesino desquiciado volvió a emerger para ocultar la desorientación policial y periodística: “No hay quien descarte la posibilidad de estar enfrentando a un peligroso psicópata o a un elegido ejecutor de una secta demoníaca”, afirmó el diario La Capital.

Antes, el 31 de octubre de 1986, habían sido descubiertos los crímenes de Ángela María Cristofanetti de Barroso, de 86 años, y de su hija adoptiva Noemí Isabel Barroso, de 31. El escenario, la casa familiar de Garay 1081, en la zona sur de Rosario. No parecía faltar nada valioso, ni que las mujeres lo tuvieran, para pensar en un robo; a la desorientación sobre el motivo se agregó la ferocidad con que fueron cometidos los asesinatos, a golpes de martillo, hacha y cuchillos.

La policía detuvo a un electricista de 55 años, Eleuterio Correa, que conocía a madre e hija como asistentes a una iglesia evangélica. “Si Dios quiere que yo sea responsable de este hecho, así será”, dijo Correa, pero se retractó cuando lo llevaron ante el juez Arnaldo Martín Ayarza; el “hábil interrogatorio” y la confesión del que se jactaban los investigadores policiales no había sido más que una sesión de torturas.

El caso más resonante de la saga ocurrió a continuación, el 7 de noviembre de 1986. Ese día, en la casa de Balcarce 681, a la vuelta de la Jefatura de Policía de Rosario, fueron asesinadas Zulema Ramírez de Páez, de 80 años; su prima Josefa Páez, de 76, y la empleada doméstica Fermina Godoy, de 33 y embarazada de siete meses. La difusión del triple crimen se aceleró por la relación de Fito Páez con las víctimas —Zulema era su abuela y con Josefa habían sido figuras afectivas muy importantes en su infancia— y por la tenebrosa intervención de la policía local.

Josefa Páez fue encontrada en el patio de la casa con un balazo en la cabeza y heridas de cuchillo. Belia Zulema Ramírez yacía en el comedor con múltiples puntazos. Godoy estaba en una cama, con cortes en el cuello y un balazo en la cabeza. La brutalidad recordaba a los crímenes de Barroso y su hija, una semana antes. El juez era el mismo, pero la policía daba por cerrado el primer caso con la declaración atribuida al electricista Correa. 

Los crímenes de la calle Balcarce tampoco parecieron responder en principio a un intento de robo, aunque después se comprobó que faltaban algo de dinero y algunos objetos. La repercusión pública acentuó tanto la exigencia por el esclarecimiento como la falta de respuestas de los investigadores, reflejada en los titulares del diario Clarín entre 9 y el 11 de noviembre de 1986: “Rosario: sin pistas en el triple crimen”, “Liberan a detenidos por el triple crimen de Rosario”, “Triple crimen: no surgen pistas para la pesquisa”. Como complemento tuvo mucha publicidad una causa por torturas y adulteración de pruebas contra policías de Robos y Hurtos, entre ellos el comisario Raúl “Pato” Santa Cruz, quien solía propagandizar sus procedimientos con la ayuda de la prensa local y nacional aunque finalmente quedó asociado con el gatillo fácil.

Las sospechas se volvieron hacia las víctimas. La prensa rosarina también secundó a la policía en ese movimiento y volvieron las hipótesis sobre crímenes rituales y venganzas “satánicas” que podían ser impactantes pero no tenían ningún respaldo. En su libro Hay cosas peores que estar solo. Fito Páez y ciudad de pobres corazones, Federico Anzardi cita una crónica de La Capital como ejemplo del lenguaje policial adoptado por el periodismo: “Estaría actuando en el caso la Justicia Federal, dado que fue encontrada en la finca, escenario del sangriento suceso, picadura de marihuana, aunque no hay personas imputadas por ese hallazgo”.

Fito Páez estaba en Río de Janeiro y volvió a la ciudad para declarar ante la policía. En la conferencia de prensa que siguió al acto un periodista local le preguntó si consumía alucinógenos. Al día siguiente, 13 de noviembre, La Capital citó “una fuente responsable” de la investigación, según la cual las declaraciones de Páez “dejaron algunos puntos grises, dado que quedaron numerosos interrogantes, lo que daría lugar a un nuevo testimonio del artista”. La Justicia Federal abrió y cerró por improcedente un sumario por el hallazgo policial de marihuana; “alguien que me odia lo puso allí”, dijo el músico, que después refirió al episodio en “Ciudad de pobres corazones”:

No quiero empezar a pensar

Quién puso la yerba en el viejo cajón.


Parte de la trama criminal que atravesaba Rosario se despejó en febrero de 1987. La policía identificó a Ricardo Benítez, de 21 años, y Luis de Jesús Ramos, de 18, como autores del cuádruple homicidio de Arroyito a partir de las huellas digitales levantadas en la casa. Ambos habían trabajado como pintores en el lugar y volvieron con fines de robo, pero apenas pudieron llevarse diez australes y los cigarrillos y las cervezas del quiosco que atendían las víctimas. Benítez asumió además el asesinato de la docente Blotta.

La “guerra del cerdo” en las calles de Rosario tenía diferencias con la ficción de Bioy Casares. Necesitado quizá de estirar la extensión de la crónica, un redactor anónimo de ¡Esto! explotó esas discordancias: “Un mundo tenebroso planteaba Bioy Casares. En esas páginas los jóvenes ‘limpiaban’ de viejos a una ciudad donde corrían ríos de sangre, como ese río de sangre que corrió en el barrio Arroyito, de la ciudad de Rosario (…) Los personajes de Bioy Casares mataban gratuitamente y éstos habían asesinado por diez australes en efectivo y por algunas chafalonías. Tampoco eran personajes de Dostoievski (…) Estos dos que nos ocupan habían matado, al parecer, porque sí nomás. Porque se les brindaba la ‘oportunidad’ de ejercer las habilidades de Caín. En suma, cuesta admitir la barbaridad de estos crímenes que suenan como un insulto al mismo Dios”.



En agosto de 1987, la policía detuvo a los hermanos Walter y Carlos Manuel De Giusti como autores de los asesinatos de la calle Garay y de la calle Balcarce. Walter De Giusti era agente de policía en la subcomisaría de Pueblo Esther, después de un paso fugaz por la Escuela de Mecánica de la Armada; su hermano era menor de edad y no participó en los crímenes.

Los De Giusti habían sido vecinos de los Páez y Walter compañero de Fito Páez en la escuela Dante Alighieri y músico frustrado, según la leyenda que Federico Anzardi reelabora en su libro. Los hermanos trabajaban como plomeros y habían hecho un arreglo en la casa de la abuela de Páez. En ese momento hubo una discusión ya que los honorarios parecieron exorbitantes para las mujeres e intervinieron el músico y su tío para resolver la cuestión. Estos antecedentes abonaron especulaciones sobre un resentimiento especial por parte de Walter, quien consumó los asesinatos.

De Giusti afirmó que no recordaba los hechos, que había cometido drogado con un medicamento para tratar los síntomas del Parkinson que consumía como alucinógeno; se mostró arrepentido y se defendió entre lágrimas:

—No me pregunten a mí por qué maté a esas mujeres, porque yo mismo no lo sé. ¿A quién le voy a pedir perdón? —dijo.

El juez Ayarza encontró convincente su descargo, sostuvo que De Giusti no tenía conciencia de sus actos y lo sobreseyó. Pero la Cámara de Apelaciones no estuvo de acuerdo: De Giusti había consumido drogas el día anterior a los crímenes y el cuidado para borrar huellas y deshacerse de lo que podía involucrarlo mostraban a alguien que debía ser juzgado.



Según el expediente judicial los hermanos fueron denunciados por una travesti llamada Paola, pareja de Walter; detenida en una razzia, delató al policía porque estaba cansada de recibir golpes y amenazas de muerte. Otra versión sostuvo que el hilo conductor fueron los datos que Fito Páez le confió a Edgardo Zotto, entonces secretario de Seguridad Pública de la provincia: el nombre del bar Le Freak (Urquiza al 500), donde iban De Giusti y Paola, y la referencia sobre la discusión antes de los crímenes. Anzardi sugiere que la policía podía haber actuado antes, ya que otra travesti, identificada como Noelia, aportó información sobre los De Giusti en julio de 1987.

En agosto de 1994 el juez Benjamín Ábalos condenó a Walter De Giusti a reclusión perpetua por los cinco homicidios e impuso un régimen de internación y vigilancia sobre el hermano. En la cárcel de Coronda, donde cumplió la pena, De Giusti trabajó como plomero, escribió en una publicación de los presos y contrajo el HIV.

De Giusti siguió siendo policía, aunque retirado; recién en mayo de 1998 un decreto del gobernador Jorge Obeid ordenó su cesantía y le reclamó los haberes que había cobrado. Aparte había sido trasladado a la cárcel de Riccheri y Zeballos y tenía salidas para su tratamiento médico que se suspendieron cuando el juez Ábalos, ya jubilado, denunció un mes después que lo había visto por el centro de Rosario.

Juan Lewis hacía una pasantía del Colegio de Abogados en la cárcel y conoció a De Giusti en sus últimos días. “Tenía VIH, se estaba muriendo y no lo querían internar —recuerda el abogado y ex ministro de Justicia—. Presenté un hábeas corpus que fue rechazado, aunque después lo dejaron salir y lo internaron; se murió a los dos días”, en agosto de 1998.


El asesino sin rostro


Los crímenes de Celina Rajmil de Jaimovich, María Amelia Carranza de Barraco Mármol y Elena Barraco Mármol no fueron aclarados. Tampoco el de María del Carmen Garay, ocurrido el 8 de agosto de 1979, y al que la prensa local y nacional vinculó con la secuencia previa.

María del Carmen Garay tenía 46 años y fue asesinada en su casa de Moreno 420. La escena estaba en el radio de los crímenes anteriores: el vecindario de la Jefatura de Policía de Rosario.

Garay había enviudado y vivía sola. En los días siguientes al descubrimiento hubo versiones contradictorias sobre cómo había ocurrido el crimen. Los investigadores afirmaron finalmente que había sido golpeada con un objeto duro —como las otras víctimas— y que tenía golpes múltiples y precisos, “el rostro y cráneo masacrado”, por lo que el asesino debía ser alguien con fuerza “y con conocimientos de pugilismo” según el diario Crónica. No había indicios de robo y Garay fue encontrada en su cama.

La intervención de la sección Moralidad Pública se tradujo en el seguimiento de una supuesta pista sexual. Garay “era una mujer singularmente atractiva, que vestía con ropas juveniles y ello le daba un aspecto de poseer menos edad”, destacó Crónica; en principio hubo detenidos, entre ellos “el joven atractivo, de ojos claros y cabello oscuro y presuntamente homosexual, que muchas veces había concurrido a la vivienda de la víctima”. Nada se comprobó.

La Brigada de Homicidios tomó las riendas y presentó otro supuesto culpable: un profesor de educación física de 43 años que tenía un gimnasio por la calle Tucumán, a la vuelta de la casa de Garay. Como era habitual, el sospechoso firmó ante la policía una declaración donde se reconocía culpable y se retractó cuando declaró ante el juez Luis Giraudo.

“Si la vives no la olvidas”, dice la nueva canción dedicada a Rosario. Pero la memoria es imborrable cuando “todo se incendia y se va” y “matan a pobres corazones”.


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