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Informe

Niños, adolescentes y violencia en Rosario, más allá de las noticias

En la medianoche del 6 de marzo Hugo Silva Viera dormía en una esquina de Villa Manuelita cuando tres chicos de entre 10 y 14 años le arrojaron una botella con combustible y una mecha encendida. El hombre sufrió quemaduras en casi todo su cuerpo y murió cuatro días después en el Hospital de Emergencias. El suceso ocupó espacios en los medios y el foco estuvo puesto en los menores y en el contraste entre la magnitud del acto y la edad de los involucrados, como si en ellos se concentraran las explicaciones. Pero las respuestas apuntan a un contexto más amplio, donde el caso no pierde actualidad y se asocia con las múltiples manifestaciones de violencia que afectan a niños y adolescentes en Rosario.

Hugo Silva Viera tenía 45 años y como tantas personas que viven en la calle había dejado de ser visible para muchos de sus vecinos. La atención hacia los niños que hizo pie en el espanto y el castigo ocultó este aspecto que también forma parte del cuadro. Después del ataque Silva Viera deambuló más de tres horas hasta que una persona reparó en su estado y llamó al 911 para pedir ayuda.

En la esquina de Villa Manuelita se encontraron tres chicos atravesados por situaciones de violencia en el barrio y un adulto cuya historia de vida muestra que el pasaje a la marginalidad y a la indigencia se acelera cuando no existe contención del Estado, porque Silva Viera trabajó como estibador hasta que un accidente laboral fue el principio de su derrumbe. Pero este aspecto tampoco aparece a la vista cuando se observa el hecho.

La insistencia en que los menores no son punibles refuerza el prejuicio sobre la puerta giratoria de la Justicia —un estereotipo que funciona aunque las tasas de encarcelamiento aumentan— y las iniciativas políticas que buscan incrementar la punibilidad. El juez Alejandro Cardinale no comparte esa perspectiva: “La exigencia de la respuesta penal siempre aparece a flor de piel en estos casos. Se puede entender en la víctima, en el afectado, en el humor social, pero no ya en las autoridades. Ahí ya no hay inocencia ni error de cálculo sino una simplificación para entender los problemas. Es el ejercicio del populismo en la política criminal”.

En 2001 Cardinale ingresó como estudiante de abogacía al Juzgado de Menores número 3 de Rosario, el mismo del que hoy está a cargo. De entonces a la actualidad los niños y adolescentes de Rosario cobraron una presencia creciente como soldaditos, despachantes de drogas, campanas y sicarios, y también son víctimas de homicidios antes de antes de alcanzar la mayoría de edad, como Thiago González, asesinado el 26 de mayo a los 16 años en la zona oeste de Rosario al cabo de un año y medio en el que participó en tiroteos y en el intento de liberar a un preso en el Hospital Provincial que culminó con el crimen del policía Leoncio Bermúdez. “Tenemos que modificar nuestras herramientas conceptuales, prácticas profesionales, olvidándonos de lo que se pregona para la tribuna. Una respuesta exclusivamente jurídico penal no le va a alcanzar a nadie, ni a la víctima ni a la sociedad ni a los pibes involucrados”, plantea el juez.

Docente e investigadora de la Universidad Nacional de Rosario y de la Universidad Nacional del Litoral, Silvina Fernández cuestiona las respuestas comunes ante el problema como maneras solapadas de aliviar la conciencia social y desligarse del asunto: “marcar la responsabilidad de los padres, hablar de subjetividad en crisis o de niños y niñas arrasados, destacar la supuesta inoperancia de los organismos de protección de derechos o la escuela”. El episodio de Villa Manuelita es entonces revelador no solo de la situación de los menores en un barrio definido como una “zona caliente” de Rosario en las tormentas de ideas de los funcionarios responsables del Plan Bandera sino también de las negaciones de los adultos y de la opinión pública, y de cierta explotación política.

“El conocimiento social en términos de investigaciones empíricas sobre el problema es cada vez más amplio. Ya hace más de treinta años que se vienen desarrollando estudios sobre temas diversos y problemáticas de las infancias, desde las violencias hacia niños y niñas, la medicalización, las formas de crianza, la canasta de crianza, las políticas de protección de derechos, la cuestión penal juvenil y podemos seguir. No hay desconocimiento, lo que hay es una respuesta inmediatista o simplificada hacia esas realidades”, resalta Fernández, directora de la Escuela de Trabajo Social de la UNR.



De ladrones a narcos


En el libro De ladrones a narcos, Eugenia Cozzi expuso que a mediados de los años noventa algunos ladrones cambiaron de rubro en Rosario y se convirtieron en narcos, vinculándose al mercado local de marihuana y cocaína. El proceso se profundizó en las décadas siguientes en correlación con el aumento de la oferta y la demanda, la mayor circulación de dinero y el mercado negro de armas de fuego. Algunos sucesos recientes indicarían una continuidad en el delito narco, aunque con una iniciación más temprana de los jóvenes que hoy representan una nueva generación.

El asesinato de Gustavo Esteban Fernández, primo de Ariel “Guille” Cantero, puso al descubierto así la disputa por el narcomenudeo en un sector del barrio Godoy a pasos de la comisaría 32ª, y también que el autor del crimen era un adolescente de 16 años, hijo del narco Claudio “Morocho” Mansilla que lleva otro apellido. Las crónicas policiales también siguieron entre otros casos la trayectoria delictiva de jóvenes de la tercera generación de la familia Cantero y la historia de Zacarías Sharif Azum, hijo de una pareja vinculada con diversos delitos que a los 14 años, el 16 de abril de 2022, asesinó a balazos a una vecina de 25 que lo había retado por hacer tiros al aire. Seis meses después Azum apareció asesinado en el barrio Tiro Suizo, sin documentos y con una nota manuscrita en un bolsillo que decía “Tira tiro menor”.

El 7 de septiembre de 2019 César Oscar García, llamado el Manco, sobrevivió al ataque de cuatro integrantes de la banda de Esteban Alvarado en su negocio de Constitución al 5100, pero quedó hemipléjico y en el lugar fue asesinado un joven de 25 años. García fue por otra parte condenado como integrante de una asociación ilícita que explotaba el narcomenudeo y en noviembre de 2020 su hijo de 16 años fue detenido por un homicidio.

Evangelina Benassi refiere al estudio de Cozzi, que también observa las fluctuaciones de los jóvenes de barrios populares de Rosario entre redes de narcomenudeo y ofertas laborales precarizadas. “Los jóvenes valoran las diferentes y escasas posibilidades que les resultan accesibles y cercanas en sus realidades, y en esa jerarquización pesa el prestigio que supone obtener plata en mercados ilegalizados pero también existe una valoración negativa respecto del costo que implica participar del delito”, afirma la investigadora de la UNR y la UNL.

El riesgo va en escala creciente: exponer a la familia, tener que irse del barrio, perder la casa, perder la vida. Pero se mide con otras variables, explica Benassi: “Mientras más debilitados estén los circuitos de la escuela y el trabajo, más crece la necesidad de hacer plata en la medida de lo posible, y en ese punto los mercados ilegalizados aparecen disponibles. Estamos hablando de redes que tienen bajo grado de formalidad, que son inestables, y que no podrían compararse con el crimen organizado como el de los carteles de la droga”. 

Según el juez Cardinale, “en muchas familias, cuando el padre deja de estar presente, el hijo tiene que hacerse cargo de la situación, sea legal o ilegal. Es un mandato en algunos casos explícito, en otros tácito. También se proyectan idealizaciones: ser como un familiar adulto que está en la cárcel Piñero o como un hermano mayor al que mataron. La demanda es también funcional: los chicos son llevados a la calle para generar el sustento, tener los búnker al día y sostener el territorio con la violencia necesaria”.

Benassi agrega que los rostros más visibles del Estado en los barrios populares son los de la Policía, la Gendarmería, el Servicio Penitenciario: “Estas instituciones gestionan la manera en la que los jóvenes pobres circulan por el territorio, reordenando ingresos y egresos de lugares de detención. Las instituciones vinculadas a políticas de salud o asistencia han perdido contacto con los jóvenes que participan del narcomenudeo. La brecha se profundizó luego de la pandemia”.

Un menor identificado en los medios rosarinos como A. M., hoy de 16 años, fue señalado como autor de tres crímenes siendo no punible y, el 5 de septiembre de 2024, de la balacera contra un colectivo de la línea 146 en Abanderado Grandoli y Spiro. Este hecho fue encargado por Carlos Jesús “Pelo Duro” Fernández, un preso de Coronda con renombre en el ambiente narco, a cambio de cincuenta mil pesos.

La reserva de los nombres en la información periodística no resguarda a los menores, porque la identidad está asociada con los apodos, los nombres con que son conocidos en la calle o que les atribuyen los policías. Los apodos de niños y adolescentes involucrados en el delito suelen tener un sentido opuesto al del “cartel” que prestigia al poseedor por el perfil o la reseña de vida que traza: un menor al que se llama Soretito, otro al que se apoda Bostita, como es el caso en Rosario, comienzan a ser despojados de sus atributos de humanidad con sus alias, comienzan a ser nombrados como desperdicios, residuos sociales potencialmente destinados a la eliminación. “Desarticular el apodo es una de las formas de romper esa construcción”, apunta el juez Cardinale.

“El fenómeno parece estar ocurriendo a más temprana edad y se agudiza como resultado de un proceso acelerado de empobrecimiento –afirma Silvina Fernández-. Algo similar podemos recordar en la década del noventa donde la preocupación por la infancia se hizo extendida, por la cantidad de niños y niñas en la calle, la expansión del consumo de sustancias y los casos de gatillo fácil. Es imperioso repensar nuestras instituciones y otros espacios de socialización, servicios nuevos, que permitan hacer de soportes a las familias, especialmente a las más vulnerables”.



Armas en el set escolar


El miércoles pasado un niño de 4 años asistió al Jardín de Infantes número 65, de bulevar Seguí y Rouillón, con un arma de aire comprimido. En la ciudad de Santa Fe alumnos de 14 y 16 años protagonizaron otros casos similares el mes pasado, y en un caso la situación condujo a un allanamiento donde se incautaron una pistola 9 milímetros y una escopeta tumbera. Pero la secuencia más grave se localiza en la Escuela número 364, de Bordabehere 2243, Villa Gobernador Gálvez, donde hubo tres episodios.

“El problema no es nuevo. En general tiene que ver con chicos vinculados con grupos dedicados al narcomenudeo. A veces llevan las armas para mostrar poder, a veces porque las necesitan para transitar desde la casa a la escuela y también porque es común para ellos estar con armas”, dice Juan Pablo Casiello, Secretario General de Amsafé Rosario.

El primer episodio en la escuela de Villa Gobernador Gálvez pasó desapercibido: un alumno llevó una réplica de un arma de fuego. El segundo, el 13 de mayo, tuvo difusión después que un alumno de 15 años hiciera un disparo en la puerta. El caso no se conoció por la intervención escolar sino porque una madre alertó a una celadora después que su hija le contara por mensaje de texto que un compañero estaba armado. La versión inicial, según la madre, fue que “se trataba de una joda”. El 30 de mayo, otros dos estudiantes de 14 y 15 de la Escuela Soldado Aguirre llevaron un revólver y un elemento cortopunzante en la mochila.

Evangelina Benassi recuerda que en un trabajo de campo realizado en 2014 los jóvenes le decían frases como “si querés un arma llamá al 911” y “en el barrio es más fácil acceder a un arma que a un litro de leche”. Aquellos comentarios indicarían una especie de código de no concurrir armados a escuelas y centros de salud que ahora parece desdibujado: “Los casos actuales tienen que ser leídos en términos de un llamado de atención o una provocación respecto de la cual será importante también dilucidar si está dirigida a la escuela como institución, al grupo de pares, a los vecinos del barrio, a una expectativa de defenderse de otros. Pero a su vez es interesante analizar cómo quienes aparecen sancionando esa práctica son los propios compañeros, en cierto sentido reivindicando el acuerdo tácito”.

Las armas en las escuelas de Villa Gobernador Gálvez coinciden con otros hechos de la misma zona: nueve homicidios en lo que va del año vinculados con disputas entre bandas, el último el de Lisandro Juan Robledo el 26 de mayo. “La lógica del Ministerio de Educación es que la violencia está controlada y entonces la apuesta es minimizar los hechos y considerarlos como episodios aislados. Pero eso repercute dentro de la escuela y sobre todo entre los docentes, porque cuando sale en los medios las familias se presentan en la escuela y se quejan de no haber sido informadas, como ocurrió después de que apareció el último cartel con amenazas en la Escuela Vigil”, agrega Casiello

Benassi propone rastrear la historia de las instituciones escolares como clave y pone el ejemplo de la escuela Crisol: “Era una escuela de joyería muy tradicional ubicada en Paraguay y el río, que en la década de los 90 fue trasladada al barrio Molino Blanco. El traslado supuso un cambio rotundo en la población con la que la escuela trabajaba y también en las ofertas de su especialidad técnica que pasaron del oro, la plata o el cobre a materiales muy precarios. Desde la escuela siempre se renegó mucho del perfil de jóvenes que ahora concurren. Este caso puede ser extensible a muchas escuelas de los barrios de Rosario, en donde algunos docentes sienten que los pibes son “inabordables”, que son “impresentables” y depositan escasas expectativas en que algo de la institución tenga sentido para transformar sus vidas”.



Geni y el zepelin


“Como institución que condensa las formas que adquieren las relaciones intergeneracionales, las infancias muestran las dificultades y la complejidad de la reproducción social. Trabajar, intervenir en lo social, los servicios que deben pensarse, los recursos que deben diseñarse, requieren de conocimiento científico, sensibilidad social y una apuesta política que entienda la urgencia y la necesidad de crear estas respuestas”, dice Silvina Fernández. La coyuntura agrava la situación: “el discurso del odio y el individualismo extremo dificulta leer en términos de responsabilidades colectivas las problemáticas sociales y puntualmente respecto de las familias en condición de pobreza, y así se desplaza la responsabilidad hacia familias e individuos que a su vez cuentan cada vez con menos soportes para garantizar condiciones mínimas de vida”.

Fernández y Benassi dirigen el proyecto de investigación “Sostener la política: los acompañamientos en las políticas de infancias y juventudes. Interacciones, procesos de trabajo y burocracias”, en la UNR. “El empobrecimiento de la población infantil que se ha extendido de manera exponencial es la contracara de un embrutecimiento cruel del desamparo infantil”, sostiene la directora de la Escuela de Trabajo Social.

Alejandro Cardinale cita una canción de Chico Buarque, “Geni y el zepelin”. La canción cuenta la historia de una prostituta que era ritualmente apedreada por sus vecinos; un monstruo extraterrestre llega al lugar y la mujer es la heroína que logra contener la amenaza; una vez desaparecido el peligro, retorna la normalidad y la prostituta vuelve a ser castigada. “Con los niños pasa algo parecido, en ellos se cristalizan los males y las bondades; cuando tenemos estos hechos se hacen monstruos con ellos”, subraya el juez. Y los responsables de esas creaciones son los adultos.


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