El fiscal Mauro Blanco tuvo que armarse de paciencia. El miércoles, los integrantes de la Comisión de Acuerdos de la Legislatura provincial lo hicieron esperar un buen rato antes de escuchar su descargo por las acusaciones que recibió por mal desempeño en la ciudad de Venado Tuerto. Otro fiscal, el rosarino Adrián Spelta, afronta una investigación similar. “Tienen que renunciar”, dijo el senador justicialista Alcides Calvo.
La investigación de los legisladores sobre Blanco y Spelta, en abril, surgió después de que se pusiera bajo la lupa al entonces fiscal regional de Rosario, Patricio Serjal. Y su repentina activación coincidió también con el escándalo que terminó por dejar preso a Serjal, el martes, y al fiscal Gustavo Ponce Asahad, la semana anterior. La política santafesina tiene sus tiempos.
El mismo día en que Blanco daba sus explicaciones sobre las escuchas que lo registraron en diálogo con un vendedor de drogas, los senadores del Nuevo Espacio Santafesino pidieron además a la Comisión de Acuerdos que revise la actuación del fiscal Martín Castellano, de Rafaela, en una causa por juego clandestino.
Los senadores se manifestaron preocupados por la “inacción” del fiscal Castellano —ágil, sin embargo, para detener a ocho personas involucradas en una oscura trama de juego ilegal y amenazas en otro resonante caso de la semana— y consideraron que “reviste hechos de gravedad”. Dos de ellos, Joaquín Gramajo y Rubén Pirola, no parecieron igualmente preocupados por investigar a Serjal en noviembre de 2019, cuando omitieron su firma en la admisión de la denuncia presentada por la entonces diputada Alicia Gutiérrez.

Los frutos del árbol envenenado
El martes, Serjal defendió su inocencia y se presentó como víctima de un complot cuyo objetivo habría sido su defenestración. “Una camita política”, en términos de uno de sus defensores. Serjal dijo que en noviembre de 2019 el fiscal general de la provincia, Jorge Baclini, le sugirió que renunciara ante el cambio político del gobierno provincial y que de inmediato sufrió una campaña de desprestigio, como llamó a la denuncia por una llamativa coincidencia: la orden de archivar una causa contra el concesionario Auto Rosario al mismo tiempo que ultimaba los detalles para llevarse dos autos cero kilómetro del mismo negocio.
La defensa de Serjal parece difícil de creer pero su misma inverosimilitud es reveladora en otro sentido, el de la trama que lo sostuvo. Contra lo que ahora pretende, su actuación no afectó a los poderosos, sino más bien lo contrario, como muestra su gestión para hacer zafar a los principales involucrados en la megaestafa inmobiliaria descubierta en 2016. Y difícilmente pudo haberse visto en peligro con el cambio político en la provincia, cuando la Asamblea Legislativa aprobó su designación con 49 votos a favor y 8 abstenciones, en abril de 2017 y él mismo, ya en funciones, cerró una causa tan sensible como la investigación contra cuatro senadores provinciales del justicialismo por desvío de fondos y enriquecimiento ilícito.
Con el escándalo salen a la luz defectos que estaban a la vista desde el principio: la falta de experiencia y las dudas en torno a la trayectoria de Serjal —en meteórico ascenso desde una unidad de flagrancia, derecho de piso para los recién llegados, hasta ponerse al mando de 80 fiscales— y su escaso tiempo de residencia en la ciudad, del mismo modo que la ineptitud manifiesta de Ponce Asahad para el cargo de fiscal. El problema no fue entonces de la Justicia sino de la política y de quienes lo eligieron. Y volvió a ser responsabilidad de la política el sueño que empezó a dormir la denuncia de Alicia Gutiérrez contra Serjal.
El diputado Carlos del Frade tuvo más que un tropiezo para llevar adelante la investigación contra el ex fiscal: “Me bicicletearon con la constitución de la Comisión de Acuerdos. No libraron ninguno de los 28 oficios que pedí”, dijo. Y el 6 de mayo, cuando presentó un informe preliminar, no observó demasiado interés de los legisladores, al punto que no pudo terminar de formular la acusación.
Serjal pudo sentirse seguro por el apoyo político con que fue ungido fiscal y por la virtual ratificación de ese respaldo que pudo notar cuando la causa en su contra se demoraba en formalidades. Según la imputación fiscal, una semana antes de que quedara expuesto por la compra de los autos, en el Hotel Etoile de Buenos Aires, le pidió a Leonardo Peiti, el capitalista de juego legal e ilegal, que hiciera números y mejorara el pago mensual por la protección que recibía de las investigaciones por juego clandestino.

El ex fiscal pecó por exceso de confianza, como indica su gestión para que le retribuyeran viáticos de ese viaje. Su traslado a Buenos Aires el 13 de noviembre fue un “viaje de joda”, la necesidad de “cortar la semana” para aflojar el estrés. Pero la joda, como se dice, le salió cara, ya que él mismo termina por aportar pruebas en su contra, en este caso por peculado.
Ponce Asahad parece igualmente confiado en la seguridad del arreglo cuando recibe la mensualidad a la vista de un testigo —en siete ocasiones— y también cuando le dice al capitalista que le haga un pago en euros, porque tiene que viajar a Roma y, claro está, necesita manejarse con esa moneda. Ese podría ser un hilo para seguir las coimas: el viaje a Europa del fiscal que perseguía a los infractores de la cuarentena y los amenazaba con responder con su patrimonio y su libertad.
Sarna con gusto
El escándalo tiene un motivo de interés adicional. Ya no se trata de jóvenes violentos que habitan en barrios periféricos, ni de curtidos presidiarios que maquinan sus planes en la oscuridad de un calabozo, sino de funcionarios y empresarios que se manifiestan indignados y califican de barbaridades las imputaciones en su contra.
La investigación de los fiscales Schiappa Pietra, Edery, Iribarren y Paolicelli expone una típica práctica mafiosa.
La protección como la que contrató Peiti implica una sociedad en la que dos partes se necesitan y deben cubrirse, pero que al mismo tiempo es extremadamente frágil porque no está sostenida más que en el beneficio económico. A diferencia de los antiguos códigos del hampa, no hay ninguna lealtad —en todo caso hay temor, como el que inspiran Los Monos—, y enfrentados a un problema, como se ve en las respuestas de Serjal y Ponce Asahad, rige el principio del sálvese quien pueda: nadie responde por nadie y cada uno tiene que arreglarse por su cuenta.
El punto débil de esa estrategia es que cada uno de los acusados no puede defenderse sin complicar de una u otra manera a los otros: Serjal dice que no recibió dinero, lo que hace patente la situación de Ponce Asahad; y cuando afirma que no estaba en su oficina el día en que Peiti recibió información de la fiscalía, Ponce Asahad le tira el fardo a su empleado Nelson Ugolini. La protección con que creyó contar Peiti no parece más que un castillo de naipes.

Peiti pareció encontrarse una y otra vez en la situación de entregar algo a cambio para salvar sus negocios. Apuntó a otros empresarios, cuando lo extorsionaron Los Monos; probablemente pasó datos sobre el juego clandestino, si le hizo caso al comisario de la PDI Víctor Martínez que le rogó “al menos un positivo”, para que la imagen policial no palideciera ante tantos hechos negativos; y por último, “lamentablemente” según dijo, entregó a Serjal y Ponce Asahad y se convirtió en imputado colaborador de la Justicia. Como en los juegos motivacionales del coaching empresarial, para él pudo tratarse de ver a quién arrojaba al agua para que el barco no se hundiera y, en última instancia, para no terminar en una celda de Piñero, lo que interpretaba como una ruina para sus intereses.
La eventual relación de Peiti con Martínez, por otra parte, es materia de investigación y puede descubrir otro aspecto de la historia: el infractor de la ley aparece como el que digita finalmente el objeto de la acción policial y convierte al encargado de perseguirlo en su colaborador, lo absorbe como parte de sus gastos operativos.
Habituado a hacer cuentas, Peiti habría registrado las condiciones de explotación de los casinos clandestinos en un manuscrito de puño y letra que circuló esta semana: el escrito discrimina un tarifario por sala de “30 K” mensuales, distribuidos equitativamente entre distintas fuerzas de seguridad y un personaje consignado bajo el enigmático nombre “Sarna”.
El empresario del juego parece haberse tomado con buen humor el pago de coimas, como muestra el apodo que le puso a Ponce, “Aldo Lape”, una broma sobre la calva del fiscal. “Sarna” parece aludir a alguien que pica fuerte y de hecho se lleva una buena tajada del reparto, según el manuscrito.

Llamada local
El 30 de junio, Ponce Asahad le advirtió a Peiti que tenía los teléfonos pinchados. El capitalista no se deshizo de todos sus celulares: al menos uno quedó en manos de su secretaria. Y entre los registros de la línea, el 16 de julio ingresó una llamada del ex diputado justicialista Darío Scataglini, asesor del presidente del Partido Justicialista provincial, Ricardo Olivera.
Scataglini demostró cierta familiaridad con Peiti: “Necesitaría hablar con Leo”, le dijo a la secretaria. Dejó un número y dijo que llamaba “de parte del senador (Armando) Traferri”.
Ricardo Olivera desafectó a Scataglini cuando trascendió la escucha y se desentendió de su nombramiento, que atribuyó a un sector del peronismo al que no identificó, y a la recomendación de un juez al que tampoco identificó, como si Scataglini fuera un recién llegado a la política y no un dirigente que integra listas del peronismo de la provincia desde hace más de diez años. El senador Traferri, uno de los firmantes del pedido de investigación del fiscal Castellano, no hizo declaraciones al respecto.
En 2017, cuando dos fiscales iniciaron la causa por desvío de fondos y enriquecimiento ilícito que sepultó Serjal, los senadores provinciales respondieron prácticamente en bloque con una denuncia burda contra sus investigadores. Tres años después, en otro escenario pero con los mismos actores, la política y la justicia santafesinas vuelven a dirimir sus posiciones.