Decir que José Baravalle, “el Pollo”, fue un militante destacado de la Juventud Universitaria Peronista durante la primera mitad de los años 70 y un dirigente de los universitarios rosarinos puede sonar extraño. Esa afirmación no falta a la verdad histórica, pero quedó aplastada bajo otro hecho más notorio: haber colaborado con la represión durante la última dictadura y en particular con la patota que actuó en el Servicio de Informaciones de la policía de Rosario. Baravalle decidió quitarse la vida el 27 de agosto de 2008, ante la inminencia de su captura después de que Interpol lo ubicara en Biella, una pequeña ciudad en la región de Piamonte. La historia tuvo así un sello trágico, pero no un final.
Antes de arrojarse al vacío desde un puente, Baravalle siguió el ritual de su acto y escribió una carta de despedida. Se conserva un fragmento, tal como fue publicado en Rosario 12: “No sé lo que ellos creen que yo sepa. Esta historia nunca terminará. Lamento mucho, pero creo que ésta es la única manera de detenerla (…). Es tremendo pasar de ser víctima a verdugo. Alguien celebrará: los verdaderos culpables. Espero ser la última víctima de tanta barbarie. ( …) Mi única culpa es que no he podido resistir la tortura. ¿Cuál es el límite humano? Pido disculpas a todos los amigos y familiares. Ya he pasado por esto, y fui absuelto. No voy a cruzar de nuevo. Me voy porque esto tiene que acabar. Adiós”. Tenía 55 años.
Baravalle había sido detenido en 1984, cuando regresó a la Argentina para asistir al funeral de su madre. Estuvo en prisión durante seis meses por denuncias de ex compañeros de militancia y de cautiverio en el Pozo de la ex Jefatura de Policía de Rosario. En 2008 debía comparecer de nuevo ante la Justicia, imputado por participar en torturas. Los suicidas suelen escribir cartas a los jueces para explicar su decisión y deslindar responsabilidades, y Baravalle se dirigió a otro tribunal, el de los ex detenidos que reclamaban información sobre desaparecidos y represores. Su descargo no fue aceptado.
Memorias de la militancia
Guillermo Martini ingresó a la militancia a través del Peronismo de Base y fue un dirigente de la Juventud Universitaria Peronista (JUP), como estudiante de Ciencias Agrarias. Los años que transcurrieron entre el derrumbe de la llamada revolución argentina y el regreso de Juan Domingo Perón, dice, “fueron una edad de oro, un período de felicidad” para la militancia. La época en que José Baravalle, estudiante de Ciencias Económicas, se incorporó a la actividad política como tantos jóvenes estudiantes y obreros.
“Muchos de nosotros veníamos de sectores con compromiso social, en mi caso relacionados con la Iglesia y con los sacerdotes del tercer mundo. Lo que predominaba era la idea de que si Cristo había muerto en la cruz, cómo no íbamos a dar la vida por lo demás. La característica que teníamos todos era un tipo de entrega con mucho de mística y de exitismo, de disponibilidad ciento por ciento para la militancia”, dice Martini, integrante de la Agrupación Civil El Periscopio, donde se reúnen ex presos políticos que estuvieron detenidos en la cárcel de Coronda.
Nacido en Rosario el 3 de enero de 1953, Baravalle compartía ese perfil. “El Pollo era un muy buen militante en su ámbito. Era un dirigente de su facultad y uno de los dirigentes de la universidad, uno de los integrantes de la conducción de la JUP Rosario, aunque también un poco inorgánico”, puntualiza Martini. “Lo recuerdo como un pibe que militaba con alegría”, dijo Hugo Papalardo entrevistado por José Maggi en 2008.
“Algunas agrupaciones que habían activado en los años previos, como el Faudi, ya habían disminuido su presencia. Entre 1970 y 1974 hubo tres jornadas importantes de movilizaciones estudiantiles en Ciencias Económicas: contra el curso de ingreso, por la masacre de Trelew y en protesta contra un decano fascista, de apellido Cortés, por lo que tomamos la facultad durante varias semanas”, cuenta Eduardo Sguiglia, que ingresó a Ciencias Económicas en 1970, “un poco antes que Baravalle”.
“En esas movilizaciones conocí al Pollo. Al principio él estaba vinculado con el radicalismo y después fue uno de los organizadores de la JUP en Ciencias Económicas. Con él y con otros teníamos largas discusiones teóricas sobre lo que había que hacer en el momento. Era simpático, agradable para discutir y en el trato personal. Todas esas discusiones generaban además lazos de amistad”, agrega Sguiglia.
La muerte de Perón y los avances de la represión cerraron ese período donde los cambios sociales parecían inminentes y abrieron el que llevaba al golpe de marzo de 1976. En el verano de 1975, Baravalle, Miguel Alejandro Domínguez —“el Cabezón”, ex dirigente de la JUP en Ciencias Económicas que había sido enviado a la ciudad de Córdoba— y Martini compartieron unos días en las sierras de Córdoba, a bordo de un Citroën verde. “Decíamos que eran las últimas vacaciones que íbamos a tener en la vida. Lo decíamos en joda y en serio, conscientes de que se venía la noche”, recuerda Martini.
La noche cayó antes del golpe militar, con la intervención ordenada por el gobierno de Isabel Perón en Villa Constitución y los atentados de las Tres A en Rosario. Domínguez fue detenido en Córdoba el 3 de febrero de 1975 y pasó por distintos penales hasta ser trasladado a los “pabellones de la muerte” de la Unidad Penal 9 de La Plata, donde desapareció el 2 de febrero de 1978. “El 17 de abril de 1975 policías de civil me detuvieron en Sarmiento y Santa Fe durante un acto relámpago —sigue Martini—. Ese día Pinochet se encontraba con Isabel Perón y estaba el conflicto de Villa Constitución con una represión importante sobre los metalúrgicos. Estuve tres días desaparecido en la comisaría 2ª y quedé a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, sin causa, primero en la alcaidía de la ex Jefatura de Policía y después en la cárcel de Coronda”.
Martini no volvió a ver a Baravalle. Pero las peripecias del ex compañero llegaron a la prisión: una versión de que había abandonado la militancia, antes del golpe militar; la detención por el grupo de tareas de Agustín Feced, el 28 de junio de 1976; las acusaciones de colaborar con los represores.

Sin respuesta
Baravalle se preguntó en su carta cuál era el límite humano ante la tortura. El interrogante es retórico: no presupone una negación sino la imposibilidad de la respuesta, y responde al criterio de las organizaciones armadas, para el cual el límite era la muerte. La organización Montoneros fijó en principio un plazo de veinticuatro horas para que el detenido se mantuviera en silencio; después, ante la evidencia de que resultaba imposible soportar ese tiempo, distribuyó pastillas de cianuro para que ningún militante fuera detenido con vida. “¿Se ha pensado lo que significa como proceso de desgaste y subestimación el sentirse “traidor en potencia”? Para negarse a la posible traición, el militante se transforma en suicida constante. (…) Entre traidor y suicida, ningún lugar para la vida”, planteó Héctor Schmucler en un texto publicado por la revista mexicana Controversia, donde adelantó tempranamente (1980) cuestiones que recién serían debatidas con el comienzo del nuevo siglo.
Los términos de Schmucler condensan el recorrido trágico de Baravalle: de la traición al suicidio. Pero esos son justamente los lugares de donde su historia debería ser rescatada, si se comparte su advertencia respecto a que de lo contrario alguien celebrará, “los verdaderos culpables”. A propósito de la discusión sobre los ex detenidos acusados de colaboracionismo, el abogado Rodolfo Yanzon, de la Liga Argentina por los Derechos Humanos, señaló justamente que “uno de los objetivos más perversos de los centros clandestinos de detención fue volver a la víctima contra sus compañeros, dividirlos, fomentar entre ellos la desconfianza”.
En su libro Poder y desaparición, Pilar Calveiro analiza la experiencia de los detenidos-desaparecidos en la Escuela de Mecánica de la Armada y describe diversas actitudes ante la tortura: algunos detenidos pudieron ocultar la información que poseían y aportaron “datos falsos que pudieran pasar por verdaderos”; otros brindaron información útil pero no todo lo que sabían ni lo más importante, lo que generó más secuestros, pero pasada la presión recuperaron las nociones de solidaridad y compromiso; “otros no se detuvieron en cuanto empezaron a dar información” y si se traslada la distinción al Pozo de Rosario ese habría sido el caso de Baravalle, según numerosos testimonios.

El 29 de agosto de 1984 Baravalle hizo una extensa declaración ante el juez Julio Kesuani. El juez impulsaba un hábeas corpus presentado el año anterior por María Sol Pérez, secuestrada en 1976 y vista por última vez con vida en enero de 1977 en el centro clandestino de la ex Jefatura de Policía. Baravalle detalló las torturas que padeció en el centro clandestino “hasta que no aguanto más el dolor físico”; había dejado la militancia pero se mantenía en contacto con compañeros, y de hecho al día siguiente tenía una cita de control, y ese dato, el primero según su testimonio, condujo a la captura de Angel Ruani, “mi responsable en ese momento”.
Los tormentos continuaron: “La policía se da cuenta que en ese momento estoy totalmente quebrado. Yo realmente estaba muy quebrado, aterrado por el dolor físico”, declaró Baravalle. Dijo además que los represores lo forzaron a presenciar interrogatorios de otros detenidos “para saber ellos si decían la verdad”. Y anticipó lo que escribiría en su carta: “Pese a todo, yo soy una víctima y no un victimario”.
“El Pollo estaba desvinculado de la militancia cuando cae detenido. A pesar de eso soporta la tortura y después…”. Guillermo Martini deja en suspenso la frase y continúa: “Tanto en la cárcel como en los centros clandestinos los represores aplicaron un sistema de destrucción física y moral sobre los detenidos-desaparecidos, la desestructuración de las víctimas como personas. Cuando eso pasa dejás de ser el que sos, pasás a ser otro. El caso del Pollo queda englobado claramente en ese marco”.
Esclavo de la represión
El escenario de la historia fue una heladería de la avenida Pellegrini, a principios de 1977. Un militante de la JUP estaba en el lugar cuando vio ingresar a una patota policial, de la que forma parte Baravalle, y se dio por perdido.
Baravalle distinguió a su ex compañero, se acercó a la mesa y lo abrazó.
—¿Qué hacés, cómo andás? —le preguntó.
El militante apenas había balbuceado una respuesta cuando se interpuso un miembro de la patota
—¿Quién es? —dijo.
—Un boludo, nada que ver —contestó Baravalle, y el grupo de tareas siguió su camino.
El episodio significa dos comportamientos antitéticos. Por un lado muestra que Baravalle salvó vidas; esa actitud no lo absuelve de las complicidades que le atribuyeron pero expone la complejidad del caso y la necesidad de evitar los maniqueísmos. Por otro lo descubre en un punto sin retorno para la militancia, en el acto de salir a la calle para marcar compañeros; y sin retorno tampoco para la posteridad, porque el que identificaba militantes después se niega a identificar represores para que sean llevados a la justicia.
“Había una política de contener y recuperar al militante que se quebraba y daba una dirección y un nombre. Pero salir a marcar compañeros trazaba una grieta, ese tipo de actitudes no estaba en discusión”, dice Martini.
La historia del militante en la heladería de avenida Pellegrini incluye otro dato: se sintió perdido porque corría el rumor de que Baravalle aportaba información para los represores. En sus declaraciones para la causa Feced I varios ex detenidos-desaparecidos coincidieron al respecto: antes de ser detenidos, aun sin conocerlo, estaban al tanto de que “colaboraba con la patota de Feced”.
Las acusaciones contra Baravalle tomaron estado público desde fines de la dictadura: delató a militantes a los que conocía; participó en interrogatorios y en operativos; golpeó a detenidos, aunque él negó este cargo. También hubo testimonios sobre los extremos de degradación a los que llegó el trabajo esclavo que le impusieron los represores y parece difícil distinguir una línea que separe la orden de limpiar una sala de tortura de la de presenciar un interrogatorio. Menos difundidos fueron otros actos y gestos que sin llegar a aliviar ningún sufrimiento pudieron responder a la terrible incertidumbre de las víctimas al informarles la muerte de un familiar o incluso desafiar la lógica destructiva del centro clandestino, por ejemplo cuando a escondidas de los represores facilitó que Elías Carranza le diera un abrazo a Analía Minetti, cuyos restos fueron identificados en 2015 en un solar gratuito del cementerio La Piedad.
“No me atrevo a juzgar esa cosa tan cruda y en cierta medida estoy de acuerdo con el planteo que hizo en su momento la Procuración General de la Nación, el concepto de que el que entró como víctima a un centro clandestino salió como víctima —afirma Martini—. Sí me hace ruido que el Pollo se haya negado al requerimiento de compañeros de identificar a represores y de ser testigo en los juicios”. En la carta de despedida, Baravalle desconoce ese reclamo: “No sé lo que ellos creen que yo sepa”. Silvia Labayru, detenida-desaparecida en la Esma, sentaría un ejemplo contrario al presentarse como querellante y testigo en las causas por delitos de lesa humanidad cometidos en ese centro clandestino.
Pilar Calveiro señala que también hubo personas que negociaron su captura y se prestaron a trabajar para las fuerzas de seguridad: “Llegaron a los campos de concentración con maletas y jamás les tocaron un pelo”, escribió en Poder y desaparición, y lo ejemplificó con el caso de Máximo Nicoletti y María Emilia Peuriot en la Esma. Este no fue el caso de Baravalle, y sin embargo para sus acusadores aportar información habría sido una decisión libre y consciente, una opción que pudo haber evitado. “La palabra colaborar implica un acto de voluntad. En un campo no hay espacio para decir que no, uno está en estado de indefensión absoluta y de esclavitud”, dijo Eduardo Pinchevsky al declarar en el juicio por delitos de lesa humanidad en el centro clandestino de La Perla, en 2014.
Baravalle quedó en libertad en octubre de 1977 con su pareja, Graciela Porta. En 1979 afrontó un juicio de Montoneros en España, del que subsiste un mea culpa de transmisión oral, sin respaldo en documentos: “No canté más porque era al pedo, y no canté menos porque me mataban”. En 2008, cuando Interpol llamó a la puerta de su casa en Biella, acababa de jubilarse después de trabajar como director de un supermercado. Su muerte fue una escapatoria y a la vez una nueva inscripción de la historia. La tragedia permanece suspendida en esa encrucijada.
