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Historias en fuga

La estación espacial soviética Salyut 7 se desintegra sobre el sur de Santa Fe

La madrugada del 7 de febrero de 1991 era fresca en campos de Casilda y en los llanos de la laguna de Melincué; más calurosa, cubría un patio de Capitán Bermúdez, donde naranjos, limoneros y otros cítricos esperaban del Cielo las heladas, todavía lejanas, que pusieran a punto sus frutos. Las tres ciudades estaban abiertas a regalos de la noche. A los fondos de aquel patio extendido de Bermúdez, en un galponcito, Delia Adela Guevara zurcía los últimos hilvanes de una prenda; su oficio llenaba la madrugada, como los naranjos, los limoneros, los pájaros; al amparo de la fronda de esos árboles había una jaula para criar conejos. Pasada la una de la mañana, Delia decidió que su jornada de trabajo había terminado; ordenó telas y tijeras, apagó la lámpara que pendía del cielo raso, cerró la puerta del galponcito y se encaminó hacia la cocina de la casa, edificada en el frente. Debía cruzar el patio. Alzó la vista, percibió el firmamento, vio lo inesperado: una bola de fuego cruzaba el Cielo y se dirigía adonde ella estaba parada (la vivencia le dictó un grito imposible, como en las pesadillas). Enmudecida, miró cómo aquello, imparable, crecía; la bola inflamada perforó la copa de un naranjo y se estrelló sobre el piso de tierra, muy cerca de la jaula de los conejos; de ese cráter se alzó un hongo —desproporcionado para Bermúdez— de cenizas y tierra; los olores que de allí emanaron también fueron exóticos. Salyut quiere decir, en ruso, saludo.

A una experiencia desconcertante suele seguir una secuencia de desatinos; el patio se colmó de tal sucesión: Laura, la hija de la familia, de 14 años, exaltada, saltó de la cama a gritos y corrió al lugar del estruendo; su padre, Victorio Domingo Palazzo, tomó una linterna; diligente y precavido, un vecino llegó para ayudar, revólver en mano: “Esto tiene que haber sido un atentado”, musitó. Victorio y el vecino (aquel con la linterna, éste con el revólver) se arrimaron al enigma, inclinaron sus rostros y, no sin precaución, apuntaron sus orejas hacia el cráter: escucharon ruidos. Algo crepitaba bajo tierra, el sonido les sugirió una chapa enfriándose. Al cabo de unas horas, presas de la cerrazón, Victorio apagó la linterna, el vecino guardó el revólver y todos se fueron a dormir. Antes, quizás para distender, Victorio dirigió un chiste a su esposa Delia: “Eso del Cielo venía a coronarte y justo vos te corriste”. 

Los despertó la policía. En riguroso rol científico, los agentes explicaron a la familia Palazzo que eso caído del Cielo eran despojos de una nave, que esa nave venía de más allá de la atmósfera —describieron aun la atmósfera— y alertaron que lo oculto en el patio desde la madrugada “podía tener radioactividad”. La tarea inmediata de los policías no se correspondió con el anunciado peligro radioactivo: desenterraron un amorfo objeto de metal y se lo llevaron. “Nunca supimos dónde. Tenía las dimensiones de un lavarropas, todo fue en milésimas de segundo; pasó muy cerca del tanque de agua, destrozó la copa de un naranjo y se estrelló en la tierra; el estruendo se escuchó hasta en Granadero Baigorria”, dice el recuerdo de Laura.

La bola de fuego cayó el día 7 de febrero; desde el 10, la vivienda de Urquiza 277 de Capitán Bermúdez comenzó a recibir personas que querían ver, saber, constatar, fotografiar, filmar, husmear. No siempre pedían permiso a la familia: saltaban tapiales vecinos a cualquier hora y caían al asombrado patio para acercarse al cráter. Fue variopinto ese elenco: curiosos de todo el país y del mundo, impostores que exponían credenciales de la NASA, periodistas, falsos periodistas, enviados de Fabio Zerpa, creyentes de la Redención a manos de naves extraterrestres, astrónomos, astrólogos, geólogos, especialistas en energía nuclear… También, camuflados, espías soviéticos: el modesto patio de Bermúdez había recibido el regalo estelar de una parte de la Estación Espacial Internacional Salyut 7 que, desintegrada, cayó aquella noche sobre la Argentina. Nunca se probó si el último gobierno soviético de la historia, el de Mijail Gorbachov, había mandado agentes secretos para recoger las piezas caídas sobre suelo argentino (se las encontró en Córdoba, Entre Ríos, Chubut, Neuquén, entre otros lugares, sobre todo en el sur santafesino).



Como Delia en su patio, el astrónomo y físico cordobés Guillermo Goldes tuvo el privilegio de “ver cómo caía”. Lo que para Delia fue un momento de zozobra cercano a la pesadilla, para Goldes fue de realización. Él estaba haciendo lo de siempre: mirar el Cielo por el telescopio. “Durante la madrugada, una luz extraña me sorprendió. Venía del Cielo, se movía y su resplandor era tan intenso que proyectaba sombras sobre la pared más alejada de la cúpula, a más de veinte metros de distancia. El brillo iba creciendo. Al mirar, quedé atónito. Un enorme enjambre de cuerpos incandescentes surcaba el Cielo. Se desplazaba de oeste a este, en forma casi paralela al horizonte. Miles de fragmentos se desprendían e incineraban en la atmósfera. Cada uno de ellos se apartaba del cuerpo principal, se consumía en llamaradas y finalmente desaparecía de la vista”, escribió tiempo después Goldes en una revista de divulgación científica.

Durante la década de 1960, la Unión Soviética invirtió extraordinarios recursos en el programa Salyut y fue el primer país en construir una estación espacial y ponerla en órbita. La Salyut 1 fue lanzada al espacio el 19 de abril de 1971; siguieron otros nueve lanzamientos; el último, el de la Salyut 7, ocurrió el 19 de abril de 1982. La Salyut 7 tuvo seis expediciones a bordo y pasó a la historia por ser la última de aquel programa; por alojar en 1982 a la primera mujer que realizó una caminata espacial, Svetlana Savitskaya, y por una proeza impar de dos cosmonautas rusos: el 11 de febrero de 1985, tres años después de su lanzamiento, la estación literalmente se apagó; la Unión Soviética envió entonces a dos de sus mejores cosmonautas, Vladimir Dzhanibékov y Víktor Savinij, a una misión rayana con la muerte de ambos. Primero debían encontrar la estación, luego acoplarse a ella con la nave que los transportaba (la Soyuz), finalmente ingresar y repararla. Lo hicieron; trabajaron durante tres meses en un ambiente donde el oxígeno era insuficiente. “Hubo ocasiones en las que uno de nosotros trabajaba con una linterna, mientras el otro abanicaba con lo que tuviera a la mano para disipar el dióxido”, contó luego de años Víktor Savinij a la revista Sputnik. Lo realizado por Vladímir Dzhanibékov y Víktor Savinij en la Salyut 7 es considerado una de las mayores proezas de la era espacial. Regresaron a la Tierra el 26 de septiembre de 1985 (Apuntes de una estación muerta es un memorable libro que dejó escrito Víktor Savinij sobre la experiencia; décadas después, la industria cinematográfica rusa produjo el filme Salyut 7, Héroes del Espacio, estrenado en 2017). 



Aquellas reparaciones no fueron suficientes a futuro; la intensa actividad solar reportada hacia fines de los años 80 y comienzos de los 90 del siglo XX afectó la estación y determinó que ésta disminuyera la altura de su órbita —que ya por entonces era baja, orbitaba a una altitud de 250 kilómetros y daba una vuelta completa a la Tierra en una hora y media—; esto determinaba que su rozamiento con la alta atmósfera la hiciera decaer cada vez más. Los ingenieros soviéticos decidieron abandonar la estación Salyut 7 —ya el programa MIR estaba funcionando—, aunque diseñaron un plan para que su eventual caída fuese sobre el sur del Océano Pacífico. Fracasaron. En su reingreso a la atmósfera, la Salyut 7 —un cilindro metálico de 14 metros de largo y 4 de diámetro, construido de acero y aluminio, con paneles solares de envergadura— estalló en pedazos. El sur santafesino le dio la bienvenida.

Un chacarero de Casilda no supo cómo se había enterrado en su tierra un objeto esférico, perfectamente diseñado, sólido, de unos cuarenta centímetros de diámetro y de una aleación desconocida para él; lo recogió. Buscadores de tesoros que merodeaban la laguna de Melincué hallaron otro, idéntico: eran tanques de un combustible llamado hidracina, que la Salyut 7 transportaba (ambos esféricos, intactos, ahora son guardados con celo en prolijos salones de Casilda y Melincué). La pieza más grande caída en suelo santafesino es la que horadó el patio frutal de Capitán Bermúdez. 

El final de la Sayut 7 —y su caída sobre el sur de Santa Fe— ha merecido lecturas científicas, políticas y astrológicas (éstas dos últimas sugirieron que encriptaba una cifra reveladora de sucesos ocultos o futuros). Esos epílogos complotaron, unos contra otros. Los científicos aseguraron con suficiencia y rigor que, en el siempre complejo reingreso a la atmósfera, la estación espacial sencillamente estalló por estrictas razones físicas. Más cerca del vaticinio que de la observación, analistas políticos razonaron que tal final se correspondió con el desinterés soviético, hacia 1991, respecto de su programa espacial y arriesgaron que la caída fue anuncio de otro derrumbe más grande: el de la propia Unión Soviética (despareció ocho meses después, tras la renuncia de Mijail Gorbachov, el 25 de diciembre de ese año). No con menos insensatez, sin mandato de meditar, los astrólogos corrigieron a los políticos: juzgaron que la casa misma de Bermúdez era un centro energético llamado a concentrar fuerzas de otro orden, ajenas a la comprensión; un hecho reciente no los desmiente: el 9 de diciembre de 2022, inmediatamente después de que Argentina derrotara a Países Bajos en el Mundial de Qatar, Laura Palazzo —aquella niña de 14 años y hoy de 45— volvió a estremecerse con un estruendo que jamás había escuchado. El sonido la transportó a 1991 (“La memoria cree antes de que el conocimiento recuerde. Cree mucho antes de recordar, mucho antes de que el conocimiento se interrogue”, William Faulkner, Luz de Agosto, 1931). La explosión era otro regalo, acaso más celestial que el anterior, a la casa feliz de Bermúdez: un rayo había caído a las puertas de la morada e incendiaba, por dentro, una inmensa palmera de la vereda. Los bomberos trabajaron largo rato para apagar el fuego. El tronco ardía por dentro y la palmera se erigía hacia el Cielo como una gigantesca antorcha, indómita y celebratoria. Un invasivo y pestilente olor a azufre impregnó el paisaje sensorial y siguió alimentando el mito de la casa elegida.


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