Cuando parecía que la gripe aviar sería el problema que ganaría la centralidad del escenario productivo, una protesta chacarera irrumpió para enlodar aún más el terreno. Con las exportaciones de pollo transitoriamente cerradas y un riesgo sobre una producción que concentra el 70 por ciento de su actividad en Buenos Aires y Entre Ríos, la previa del último marzo de Alberto Fernández encontró al campo en las rutas como en 2020.
A la convocatoria de la Federación Agraria se plegaron las otras entidades agropecuarias. El viernes anterior el secretario de Agricultura Juan José Bahillo acompañó al gobernador Omar Perotti en un encuentro con la Confederación de Asociaciones Rurales de Santa Fe (Carsfe). Pero no fue una tregua.
El contexto de la protesta es el de una crisis con pocos antecedentes. Las pérdidas en soja, maíz y trigo, cultivos que acaparan el 90 por ciento de la producción local, podrían dejar un saldo exportador de 36.600 millones en 2023 frente a los 51.600 millones del 2022.
En los primeros meses del año, con el pago de 1.000 millones de importaciones postergados, la disponibilidad de divisas del comercio exterior se retrajo un 62 por ciento respecto a 2022. La merma se explica por la caída de la liquidación de exportaciones del agro.
El reclamo del martes pidió la devolución de las retenciones cobradas en los últimos 24 meses para los productores de hasta mil toneladas de la región con tres años de emergencia. Para Santa Fe, donde el sector representa un 20 por ciento del producto bruto, la caída del 10 por ciento en 2022 se debió a que la provincia fue la más afectada por los recortes de hectáreas de la zona núcleo.
Uno de los focos de la protesta fue el pedido de declaración de emergencia en arrendamientos rurales y la tenencia de tierras no propias, la prohibición de desalojos y el refinanciamiento de pasivos por dos años. La incidencia en los costos de producción es determinante y constituye el nudo que las respuestas gubernamentales no logran desatar.
La revisión y los desafíos
La aprobación de la cuarta revisión del FMI llegó con la flexibilización de las metas de reservas internacionales. La combinación de la guerra y la sequía es el argumento que facilitó el alivio concedido. Pero durante enero el déficit fiscal permitido agotó casi la mitad del límite admitido hasta marzo.
De acuerdo a la presentación del viceministro Gabriel Rubinstein, el costo de la guerra fue de 5 mil millones en la balanza comercial y de 600 mil millones de pesos en la recaudación pública. El país debía finalizar marzo con 5.500 millones de dólares por encima del 2021 en el Banco Central.
El hueco de la seca puede superar los 10 mil millones de dólares en exportaciones y los 725 mil millones de pesos en recaudación por retenciones. Esa es la magnitud de las presiones sobre las metas de 1,9 por ciento del PBI para el déficit fiscal del 2023 y del 0,6 por ciento del PBI para la emisión monetaria.
Las consecuencias llegan a la deuda en pesos, que no es tan inocua. En el cálculo del programa acordado el refinanciamiento necesario es de 130 por ciento mensual. Hasta el momento fue sobrecumplido, pero si aumenta el déficit, las exigencias serán mayores.
Los problemas para el financiamiento siembran dudas en torno a la inflación que se arrima a los tres dígitos interanuales. La alta inflación arraigada en los mecanismos de formación de precios comenzó a carcomer los controles que permitieron la moderación de fin del año pasado.
La bronca inoportuna
La protesta agraria dividió aguas hacia el interior del sector. Los disidentes plantearon que tuvo carácter político y su fin último es una devaluación. La gran mayoría de la población mira con cierta indiferencia. El PBI está a niveles del 2015, pero los salarios corren un 25 por ciento por detrás.
Los magros resultados son una preocupación común de la dirigencia rural y política. Los precios de los productos agroindustriales tuvieron un impacto positivo por la guerra europea, aunque la mayor demanda de divisas para el transporte y la importación de energía y fertilizantes se comió el margen.
En 2022, la economía creció 5,2 por ciento. Es la primera vez en una década que registra valores positivos dos años seguidos. Sin embargo, la actividad terminó diciembre un 1,2 por ciento por debajo del mismo mes del 2021. En los últimos cuatro meses del año hubo caídas sostenidas y ese arrastre condicionará el resultado del 2023.
Buena parte del freno se debe al sector Agricultura, ganadería, caza y silvicultura, que cayó un 18 por ciento. Le siguió la Industria manufacturera, con un 2,1 por ciento. Y después el Comercio mayorista, minorista y reparaciones, con un 1,1 por ciento. El orden de los factores, en este caso, es un fiel retrato de la dinámica del conjunto de la economía cuando tropieza el agro.
La mengua del campo se traduce en menos nafta y consumo regional. En el caso de la agroindustria, un menor volumen de procesamiento de granos implica menos valor agregado y más importaciones de Paraguay o Brasil. Y la caída en la actividad afecta a las industrias, ya comprometidas por las restricciones a las importaciones.
El aporte directo del agro está en torno al 8 por ciento del PBI. A eso se suma la repercusión de la actividad sobre el transporte, cerca del 4 por ciento. En 2009, 2012 y 2018, las sequías restaron entre 1 y 2 puntos del PBI. Los tres años terminaron en recesión y el trimestre con la mayor caída fue el segundo, cuando ingresan las cosechas de maíz y soja.
El gobierno no entiende por qué las medidas de asistencia no alcanzan. La dirigencia rural no transige ni un milímetro en sus reivindicaciones. Y la delicada situación de la Argentina queda en medio de una confrontación que no anuncia beneficios para ninguna de las partes.

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Hace periodismo desde los 16 años. Fue redactor del periódico agrario SURsuelo y trabajó en diversos medios regionales y nacionales. En Instagram: @lpaulinovich.