Entre el domingo 19 y el martes 21 de febrero de este año, 2023, en un rincón de una ciudad enorme llamada Rosario (provincia de Santa Fe, Argentina) más de veinte mil rosarinos volvimos a inventar el Carnaval (porque la fiesta pagana nunca es igual a la anterior, y la próxima será distinta; tal es su esencia) respondiendo a una amable invitación del organizador, el gobierno municipal, que con mucha antelación fue armando una puesta en escena de tres noches entre los enormes eucaliptos de la ex Rural, en el Parque de la Independencia, un predio y un parque que los rosarinos logramos mantener detenidos en el tiempo.
La joda, de carácter netamente popular (éramos la gran mayoría gente de los barrios periféricos, había algunos del centro y nadie, pero nadie, de los habitantes de los barrios country que proliferan entre Fisherton y Roldán), se prolongó el lunes 20 y el martes 21, entre las 20 y las 24.30, minutos más minutos menos. Las tres veladas nocturnas fueron idénticas en su frescor refrescante, lo que ayudó, y mucho, al éxito de la convocatoria, pues veníamos de padecer dos semanas de una ola de calor tan intensa que quedó grabada en la memoria colectiva a nivel traumático.
La cosa fue poco antes, entonces, del Miércoles de Ceniza (el 22), inicio de la Cuaresma y sus ayunos, en una sociedad eminentemente cristiana de una ciudad hecha de descendientes de italianos, españoles y criollos, lo que quiere decir que culturalmente tenemos, los rosarinos, metida bajo la piel la costumbre de celebrar el fin del verano (simbólicamente tiempo de cosecha) como diciendo “se acabó lo que se daba” o “despidamos un año de yugar como bueyes perdiendo el control un poco, volviéndonos locos sin culpas, y dejando que el otro haga lo propio”, porque ya llegan los días de mandarse a guardar y empezar a racionar para pasar el invierno sin mayores sobresaltos.

Los días previos, durante la ola de calor, era común escuchar voces agoreras de los muchos que fueron tomados por el relato mediático instalado desde los medios porteños (los medios de comunicación monopólicos del país) sobre la Rosario Narco, la ciudad en la que la violencia desbordó todos los parámetros, la ciudad donde “ya no se puede vivir”.
“No va a ir nadie, si la gente de noche no sale de la casa”, decían, y también: “¿Festejar qué? ¿Qué la vida no vale nada? ¿Que por un celular te pegan dos tiros? ¿Qué no podemos ni abrir las ventanas que dan a la calle?”.
Esos agoreros, que son multitud en la castigada clase media sobreviviente de la urbe, son los que ven “sicarios” o “motochorros” en cada moto que pasa, en cada carrito de tracción humana que va revisando tachos de basura, y adoctrinados para acovacharse ya desde los tiempos de la Pandemia resienten como una amenaza un inocente convite a celebrar Carnaval, o la posibilidad de concurrir en compañía de otros, sus vecinos, a un espectáculo sencillo y colorido.
El domingo, en el inicio del jolgorio planificado, al acercarme a la puerta de entrada sobre calle Oroño me vinieron a la cabeza estas voces agoreras cuando vi que para ingresar era necesario transitar una fila por un sinuoso sendero-corralito de vallas metálicas custodiado por una docena de policías. Y antes de entrar, al final del sendero-corralito, de a uno éramos minuciosamente cacheados: los hombres por agentes del orden masculinos, las mujeres por agentes del orden femeninos. Igual que para entrar a los estadios de fútbol.
Pero una vez adentro, al empezar a caminar por la callecita central en dirección al minicorsódromo, distante unos cien metros, se abría un panorama acogedor, brillante y de falsa simetría, pues a ambos lados, de arranque, había sendas muestras estáticas de históricos trajes y máscaras de figuras de comparsa: de la Agrupación Sipán, a la derecha, y de varios grupos de la ciudad, a la izquierda, y luego, separadas unos 30 metros una de otra, seis estaciones (tres de cada lado) de maquillaje y pintura de rostros, y entre medio seis personajes (tres de cada lado) característicos, o reconocibles, de la ocasión: una colombina, un malandro “rompecorazones”, un Messi, un rapero con ropajes de siete colores llamado El Carnaval de la Diversidad, un Rey Momo y una Cholita Colla de Carnaval (las mayúsculas, porque así me dijeron los actores que se llamaban sus personajes).
Antes de llegar al llamado Corsódromo (el antiguo rectángulo vallado de arenas de cien por cincuenta metros, original de la Rural, con sus remozadas tribunas de cemento) a la izquierda había varias mesas con sillas dispuestas sobre el césped y con un puesto de DJ, al fondo, que ponía música bailable, y a la derecha el “patio de comidas” circunvalado por siete carritos de comida rápida (uno de ellos, vegano) y una camioneta-barra cervecera. A la entrada de cada uno de esos espacios a cielo abierto con mesas y sillas, en las cuatro pantallas de sendos tótems (prismas verticales) se proyectaba en directo lo que sucedía sobre el escenario central.
En las seis estaciones de maquillaje había largas colas de niños niños y adultos niños esperando su turno, en los ocho puestos de comida había largas colas de niños niños y adultos niños, en todas las mesas había sentadas heterogéneas y diversas familias, y por el camino central iba y venía una multitud abigarrada sin apretujarse, muchos de ellos deteniéndose para sacarse selfies con alguno de los seis icónicos personajes, que tenían en sus manos antifaces y caretas para ofrecer a quien quisiera ocultar su cara.

En todos los semblantes de los adultos niños con niños a cargo, la misma tranquila aquiescencia permisiva, la misma actitud de calma en una suspensión del tiempo de los relojes, mientras con andar cansino se iban acercando a la gran burbuja de luces y sonido, demarcada por parlantes y reflectores, donde una multitud, ahora sí apretujada, de más de cuatro mil almas pugnaba desde las tribunas o de pie por seguir el transcurso hipnotizante de las comparsas, las agrupaciones, los ballets, las baterías.
Y por todo el predio carnavalero, aquí o allí donde hubiera un pequeño espacio libre de personas se armaban batallas infantiles, guerritas de aerosoles de espuma que se podían comprar (y casi todos los adultos niños lo hacían) afuera, cerca del acceso, de manos de oportunos revendedores entremezclados con las fuerzas de seguridad custodias del evento.
Esa fue toda la locura de Carnaval desatada que se repitió las tres noches. Una procesión sosegada y alegre de gente común, laburantes y laburantas del montón, de los cuales más de mil eran integrantes de las comparsas que se fundían en el gentío, antes o después de su presentación, muchos de ellos con el vestuario multicolor, plumífero, como flores iridiscentes en la arboladura de la muchedumbre.
No hubo alegorías sobre la Rosario Narco, las calles de los sicarios, los poderes corrompidos o la violencia de los ricos, ni quejas sobre los padecimientos de los pobres, o cantos con intenciones reivindicativas. La puesta en escena, armada para la integración de todos los participantes (artistas barriales y gentío) en un sinsentido hecho de música de percusiones y bailes ad hoc, no daba lugar para ello. Contempladores y contemplados intercambiaban roles a cada segundo, siendo todos actores en el montaje carnavalero, tomando activa parte de la juntada social off cuevas y guetos, del reencuentro con desconocidos parientes humanos.
En fin, fuimos un montón de gente mansa que disfrutó hasta el cansancio de tres días de Carnaval como forma de manifestar ciertos ejemplos que queremos dar a las infancias y a lo diverso, y a los que compran la idea de monopolizar la violencia. Y que digamos gente mansa no debe leerse como gente amansada, que son conceptos opuestos.

La gente mansa que concurrió al Carnaval de la ex Rural (su nuevo nombre oficial es Predio Ferial del Parque Independencia) conserva su rabia intacta, a diferencia de la gente amansada, que sucumbió al miedo paralizante que impide las relaciones llanas con el otro, los otros. Esa gente que no se arriesga a cambiar Netflix y el delivery por una salida el exterior, mucho menos por un ruidoso e inclasificable Carnaval.
Carnaval Veneziano, Zafiro, Los Herederos, Rekebra, Innova, El Sueño del Rey Momo, Imperio del Sur, Bloco La Pegada, Candombe Hormiga, Fieras Samba Reggae y Ballet del Sipán fueron las agrupaciones que pasaron durante las tres jornadas, y la noche del martes 21, al finalizar la tercera jornada y luego de las actuaciones, se realizó el gran cierre de los festejos con la ceremonia de premiación de las agrupaciones participantes. Así fue comunicado en el portal oficial rosarionoticias.gob.ar: “Un jurado de notables conformado por Griselda Montenegro y Vanina Beltrán en evaluación de danza; Nicolás Cácamo y Lara Anchorena en percusión, y Daniela Ferrero y Simonel Piancatelli en visión global, fueron las personas encargadas de dar el veredicto. El premio Mejor Comparsa fue para: Los Herederos (primer puesto), Innova (segundo) y Rekebra (tercero). En la categoría Mejor Batería el premio fue para: Innova (primer puesto), Rekebra (segundo) y Los Herederos (tercero). También hubo entrega de medallas a Mejor Pareja Real, que se la llevó la comparsa Los Herederos, mientras que la mejor Pareja de Embajadores fue para Innova. En la categoría Mejor Vestuario triunfó El Sueño del Rey Momo. En Destaque de Vestuario Individual y Puesta en Escena, Los Herederos cosecharon una nueva premiación. En categoría mejor Comisión de Frente la ganadora fue Rekebra. También se entregaron menciones y diplomas a todas las agrupaciones participantes.”
El Carnaval que los rosarinos nos inventamos este año no se repetirá, pero quizás pueda tomarse como precedente válido para quienes intenten en el futuro hacer propuestas participativas netamente inclusivas sin cacareos ni aspavientos, apoyando a los que apoyan, retribuyendo a los contribuyentes, convocando a los que convocan a la horizontalidad comunitaria. Así tal vez sea más factible que vuelva a prenderle al mundo sus cascabeles el Carnaval.

Siga el corso
Esa Colombina
puso en sus ojeras
humo de la hoguera
de su corazón…
Aquella marquesa
de la risa loca
se pintó la boca
por besar a un clown.
Cruza del palco hasta el coche
la serpentina
nerviosa y fina;
como un pintoresco broche
sobre la noche
del Carnaval.
Decime quién sos vos,
decime dónde vas,
alegre mascarita
que me gritas al pasar:
—¿Qué hacés? ¿Me conocés?
Adiós… Adiós… Adiós…
¡Yo soy la misteriosa
mujercita que buscás!”
-—¡Sacate el antifaz!
¡Te quiero conocer!
Tus ojos, por el corso,
va buscando mi ansiedad.
¡Tu risa me hace mal!
Mostrate como sos.
¡Detrás de tus desvíos
todo el año es Carnaval!
Con sonora burla
truena la corneta
de una pizpireta
dama de organdí.
Y entre grito y risa,
linda maragata,
jura que la mata
la pasión por mí.
Bajo los chuscos carteles
pasan los fieles
del dios jocundo
y le va prendiendo al mundo
sus cascabeles el Carnaval.
(Letra de Francisco García Jiménez y música de Anselmo Aieta)

