El 15 de noviembre de 1573 Juan de Garay y su gente dibujaron, sobre la llanura aluvial, una ciudad. La fe era santa y conjugaron ese sentimiento en el nombre que impusieron al sitio. Entre la gente que acompañaba a Garay estaban los franciscanos —que desde hacía tres siglos proclamaban el Evangelio en una tarea tamizada por la epifanía y experiencia de Francisco de Asís—. En aquella vieja Santa Fe los franciscanos construyeron iglesia, convento y colegio; dominio de calchaquíes, mocoretaes y colastinés, esta tierra estaba lejos de ser ámbito de paz. Garay y los franciscanos antepusieron la espada o la cruz frente a los indios que se rebelaron; no siempre resultó. Esta amenaza sobre los nuevos pobladores y sucesivas inundaciones tradujeron aquel presente en una tragedia cíclica. Fue inevitable la migración. La ciudad se trasladó veinte leguas al sur y allí fueron, también, los frailes.
A imagen y semejanza de la cuadrícula que habían trazado en 1573, los migrantes diseñaron otra, idéntica, para la nueva ciudad en esos inhóspitos —no menos que los de antes— terrenos al sur. Los hijos del Serafín de Asís tampoco se demoraron: una vez que obtuvieron la donación de tierras pusieron en marcha templo y convento; en 1653 comenzaron a levantar sus muros, en 1680 lo inauguraron y en 1695 lo concluyeron. En el interior de este Convento San Francisco sucedieron los hechos trágicos, ocurridos hacia 1825, que historia este relato.

Salido de madre, el Paraná cubrió en 1825 casi toda la planta urbana de Santa Fe. Impulsados por cierto espanto, los memoriosos dejaron unos escritos donde confiesan su cautela ante las “tupidas masas flotantes de vegetación” que llegaban desde el río, desprendiéndose a veces de las costas de las islas. Los camalotes debieron ser inmensos, inabarcables a la vista; aquellos escritos exponen el miedo a lo desconocido, sobre todo a lo que traían esas gigantescas y enmarañadas plantas flotantes. La vida en el convento franciscano —que se alzaba en la barranca de un brazo del río— era monacal. Las circunstancias quisieron que en abril del año 1825 ese clima pacífico, también silencioso, fuera alterado: desde un camalote, un yaguareté saltó a tierra firme y en cuestión de minutos descansaba (quizás de un largo viaje) en la huerta del convento; el madero roto de una ventana le permitió, además, ingresar en la sacristía.
La mañana del 18 de abril de 1825 fray Miguel Magallanes se aprestaba a decir misa cuando vio, a través de una ventana de la sacristía, a otro religioso, el Hermano Curami, caído en el piso; presto, corrió en su auxilio. No sin horror contempló que Curami era ya un cadáver, a cuyo lado yacía el jaguar. Los documentos hablan de una valentía impar de Magallanes, que profirió un grito para ahuyentar a la fiera, que se echó hacia atrás para buscar una defensa, que logró rechazar su asalto dos veces. Un tercer intento del animal lo derribó y un zarpazo destrozó su rostro. La agonía del fraile Magallanes fue doliente. Murió ocho días después. Un rugido estremeció al convento, el jaguar volvió a ocultarse.
Un joven aspirante a Hermano, José Pedrazo, se impuso la tarea, tal vez más ganado por la temeridad que por la reflexión, de atrapar al felino. Se acercó a la sacristía y abrió la puerta: el jaguar dio con él antes que él diera con el jaguar. Éste lo abrazó e hincó los colmillos en su cintura. Pedrazo murió a las pocas horas.
Tres muertes. El agua de la inundación era ahora color carmesí. A la altura de la conmoción comunitaria, el alcalde Urbano de Iriondo se puso al frente de un escuadrón de búsqueda con gente armada, la sacristía fue cerrada con llave y por una de sus ventanas fueron introducidos perros rastreadores que —quizás para su propia suerte— no ubicaron a la presa. A las horas, Iriondo y los suyos ingresaron a la sacristía. La pintura que los recibió es luctuosa: un charco de sangre y la cabeza destrozada del último Hermano sacristán ultimado. El jaguar había regresado a la huerta por aquella ventana rota.

Los episodios que se sucedieron en la huerta desde entonces son confusos. Aquellos pocos manuscritos llegados a nuestros días luego de casi dos siglos hablan de una cuadrilla de “algunos de a pie y dos de a caballo”, en un registro “con perros isleros”. Lo cierto es que nadie estuvo en el llano por esas horas; todos estuvieron trepados a paredes y techos. También el alcalde Iriondo se puso a salvo, ubicándose sobre un alto montículo de tierra próximo a la puerta que comunicaba con el claustro. Empero sus recaudos, su suerte estaba en juego.
“¡Aquí está, allá va!”, se oyó. Iriondo también escuchó ese grito; dedujo que el animal estaba en la huerta y corrió a ponerse a salvo en el claustro. Su apresuramiento lo indujo a error: allí justamente esperaba el felino. Alcalde y fiera quedaron cara a cara, el jaguar se sentó y rugió, Iriondo quiso encerrarse pero no pudo asegurar la puerta; escapó campo afuera, perdiendo su sombrero. “Todo fue tan rápido, confuso y sin palabras”, dice uno de los escribas (el que documentó la huida y pérdida del sombrero del alcalde).
Don Juan Galván, ciudadano santafesino, rezagado e ignorante de lo que había acontecido con Iriondo, corrió también a refugiarse en la sacristía (“llegó a todo correr buscando también el amparo del claustro”). No tuvo la misma suerte que el alcalde: en cuanto abrió la puerta, el jaguar lo derribó y lo arrastró hasta la huerta; le destrozó el hombro derecho pero, inexplicablemente, luego quedó enredado en el poncho de su víctima. Y la olvidó… Los cronistas que miraban trazaron una frase sorprendente de lo que ocurrió en el momento preciso en que Galván, milagrosamente, salvó su vida: “Aprovechó la ocasión para hacer fuego un indiecito armado con carabina, pero no dio en el blanco”.
Acaso cansado de tanta muerte inexplicable, el jaguar retornó al claustro del convento y se echó en el piso de la sacristía. Lejos estaban sus islas, al otro lado del río; inalcanzables los camalotes que lo habían convertido en huésped no deseado de una orden religiosa cuyo mito —uno entre tantos— relata, paradójicamente, cierta intimidad entre un hombre santo y una fiera. Intuyendo su última demora, tal vez también herido, el jaguar descansó, tirado en un sitio cuya sacralidad no era más que la profanación de la suya: su tierra. Ajeno a cavilaciones de esta especie y centrado en su trabajo, el paisano Bernardino Rodríguez, trepado al techo de la sacristía, removió unas tejas, encañonó al jaguar y, con certera puntería, disparó.

El Convento San Francisco, en el barrio sur de Santa Fe, atesora centenares de reliquias: la techumbre misma de su iglesia —con maderos de lapacho, algarrobo y quebracho colorado traídos en jangada desde el Paraguay cuando su construcción—; el altar mayor de estilo barroco del siglo XVII llegado desde España para los padres jesuitas y luego adquirido por los franciscanos; el púlpito, también del siglo XVII, con su pátina original. O su inigualable tesoro: la imagen de la Inmaculada de Garay o La Pura y sin Mancha (como se la llamaba siglos atrás) o La Virgen de Garay (como se la conoce ahora), una imagen donada a los franciscanos por doña Gerónima Garay de Contreras, hija del fundador de Santa Fe y viuda de Hernando Arias (Hernandarias).
Junto a estos tesoros, que por cierto refulgen, hay en lo que fue la sacristía dos grandes mesas —cuyo obsequio también es atribuido a la hija de Garay—. Una de estas mesas conserva un desprolijo desgarro en su maciza tapa de madera: dos trazos paralelos la tallan, salvajemente, a lo largo. Son huellas de las garras del jaguar de 1825. Allí vivió y mató, allí templó sus garras. Los franciscanos han querido que ese rasgo pertinaz sea parte del relicario.
Religioso y místico, Francisco de Asís (1182-1226) fue fundador de la orden franciscana. En su largo peregrinaje, en su consagración a la humildad y la sencillez (también a la pobreza), el eremita Francisco tuvo visiones, fue visitado por serafines y prodigó hechos milagrosos. Uno de ellos ocurrió en Gubbio: un temible lobo estaba sembrando terror en el poblado, matando animales y hombres. Francisco salió a su encuentro, a solas con su cruz de madera. Su voz, llamándolo “hermano lobo”, fue suficiente para calmar a la fiera; alimentado por los pobladores, el lobo murió allí, de viejo, según está cifrado en el mito. Siete siglos después, el encuentro entre unos frailes franciscanos santafesinos y un yaguareté no supo de milagros. Lejos de Asís, en el arrabal del mundo, un previsible destino clausuró todo intento mitológico.
Las pinturas de yaguaretés que acompañan este texto fueron realizadas alrededor de 1770 por el sacerdote jesuita Florian Paucke (Gentileza Espacio Santafesino Ediciones)
La imagen del convento de San Francisco es de 1889 y pertenece al fotógrafo santafesino Augusto Lutch (Gentileza Archivo de la Imagen Documental Santafesina)
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Músico, periodista y gestor cultural. Licenciado en Comunicación Social por la UNR. Fue editor de las revistas de periodismo cultural Lucera y Vasto Mundo.
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