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Cultura

Apuntes sobre algunos libros que dejó la pandemia

Las puntuales listas de libros, discos o muestras que aparecen en portales y suplementos culturales cada año tienen como fundamento una constatación: transcurrió el tiempo. Los años se terminan, no importa qué hayamos hecho o dejado de hacer, y los rankings anuales, armados al ritmo de las novedades editoriales y según el capricho de los encuestados para la ocasión, más allá del recorte de campo que hagan y de la calidad de sus recomendaciones, cumplen una función fática: nos recuerdan, por si no lo habíamos notado, que durante ese tiempo algo pasó. Por lo menos, se grabaron algunos discos, se publicaron libros.

Los balances culturales que le siguen a acontecimientos socialmente significativos como la pandemia de Covid-19, en cambio, responden a una necesidad distinta y se proponen algo diferente. De hecho, siguen un esquema exactamente inverso al de las listas de fin de año: como es innegable que algo ocurrió, porque el curso natural de nuestras vidas se vio abruptamente modificado, buscan corroborar que el tiempo no se haya detenido. Y entonces, igual a la persona nerviosa que se repite en voz alta “respirá, respirá…” como si no lo estuviera haciendo de cualquier modo, desarrollan el siguiente razonamiento: si se grabaron unos discos y se publicaron libros, necesariamente tienen que haber pasado los días. Aún más: si se siguen publicando libros los días todavía deben seguir su curso, y sea lo que sea que haya ocurrido también va a quedar atrás. 

Por eso no importa tanto qué se editó, importa que se haya editado. Aunque técnicamente sigamos en pandemia y sin saber si el hilo que nos une a los puertos chinos va a volver a tensarse, ahora que terminaron las medidas de distanciamiento y se discute si barbijo sí o barbijo no, se puede mirar atrás con algo de perspectiva. Hubo libros jamás presentados, aparecidos justo antes de que se decretara la cuarentena obligatoria. Aparecieron textos difundidos sobre todo en pdf y hasta publicados exclusivamente en ese formato. Se publicaron obras reunidas y títulos que consolidaron el interés en la obra de escritores y escritoras más o menos jóvenes, como si la reclusión hubiera puesto en valor lo que se tiene frente a lo que se perdió. Salieron, finalmente, libros escritos durante los períodos de cuarentena, que mencionan esa experiencia. Lo que sigue son apuntes de lectura más o menos arbitrarios. Por lo demás, es muy probable que los efectos sociales del covid hayan acelerado algunos fenómenos que ya estaban en curso, como por ejemplo la circulación digital de material, la difusión de audios y videos de lecturas, y sobre todo la producción de obras tecnopoéticas y los encuentros y colaboraciones a distancia entre escritores de distintas partes del país y del mundo. Pero no es este el espacio para ocuparse de eso.


Se vive y se traduce 

En algún momento a principios de abril de 2020, Laura Wittner (Buenos Aires, 1967) tomó el siguiente apunte en su bitácora de traducción: “es lo único, lo mínimo, en lo que me puedo concentrar en esta tercera semana de encierro, de miedo y de tristeza: corregir mi traducción de algo que escribió otra persona”. Lo sabemos porque el fragmento aparece en Se vive y se traduce (Entropía), el libro que la poeta y traductora publicó a comienzos de este 2022. Más adelante anota: “Siempre lamenté que, a diferencia de los novelistas, quienes escribimos poesía no tengamos ‘un lugar al que volver’ (…) Sin embargo ahora, en medio de esta cuarentena vi lo obvio, y qué tardíamente: la traducción es mi novela”. Dos cosas: la perseverancia devocional en el oficio como tabla de flotación, en la primera cita, y, en la segunda, una revelación sobre ese mismo oficio servida por la cámara de presión de la cuarentena. 

Pero estos extractos situados no deben hacer pensar que Se vive y se traduce forma parte de lo que en algún momento llamamos diarios de la pandemia. Por el contrario, el libro de Wittner es más bien un montaje de anotaciones sobre la práctica de la traducción que la poeta fue reuniendo a lo largo de varios años, cruzadas por referencias a su vida en general, en especial a la muerte de su padre, entre las cuales las que atañen a la pandemia no son mayoría. El resultado es un conjunto de fragmentos que registran con igual perspicacia y sensibilidad los aspectos más variados del trabajo como traductora de Wittner, desde sus puntillosas elecciones léxicas hasta el malestar corporal que le producen horas y horas de pantalla, pasando por conversaciones con colegas, jornadas del taller de traducción que coordina y comentarios sobre tal o cual versión de un poema. Se trata de un libro que medita sobre la práctica de la traducción, y que por eso puede interesar en primer lugar a los traductores, pero también, y sobre todo, de un libro que muestra cómo es posible meditar sobre un trabajo amado, y que por lo tanto bien puede interesar a todos aquellos que amen lo que hacen, aunque no sean tantos más que los traductores…

Los poemas de Laura Wittner muchas veces parecen perlas a las que es imposible encontrarles defectos. Para algún tipo de lector, el tipo que disfruta con la contemplación de lo inteligente, bello y bien construido, constituyen pequeños tesoros. Para otros, para los que buscan el flanco débil del poema para irse a vivir en él, aquellos a quienes les interesa sobre todo aquel lugar donde el artificio flaquea apenas para revelar que el texto es parte del mundo y no una decantación sensible de su observación, el mérito de estos poemas puede significar, con el tiempo, también una imposición de distancia. Se vive y se traduce va más allá de estos prejuicios. Sus fragmentos consiguen el efecto de estar escritos sobre la marcha, y causan la sensación de desparpajo, de que de igual modo que son lo que son podrían haber sido cualquier otra cosa. Este libro recupera para la escritura de Wittner el vértigo de lo impredecible y proyecta esta sensación sobre toda su poesía.


Amor total + Pañuelo de mocos

Fernanda Laguna (Hurlingham, 1972) quizás sea la poeta en actividad más influyente entre quienes hoy están escribiendo sus primeros poemas y la más leída entre los críticos jóvenes. En 2020 y 2022 aparecieron dos libros con su firma, ambos por el sello rosarino Iván Rosado: Amor total. Los 90 y el camino del corazón, que reúne una selección de reproducciones de la obra plástica de la artista introducida por una breve autobiografía, y Pañuelo de mocos, un nuevo poemario. Desde hace una década las lecturas de Laguna no hacen sino reproducirse y enriquecerse, y sin embargo su trabajo sigue siendo igual de estimulante, productivo y saludablemente desconcertante. La aparición de estos libros es una buena excusa para preguntarse qué parte de esta obra todavía queda fuera de foco.

Los poemas de Laguna parecen escritos sobre la marcha, sin filtro, están repletos de referencias banales y proyectan un yo susceptible, frágil y sin ninguna certeza sobre un mundo que casi siempre resulta deslumbrante. Quizás por eso en la contratapa de Control o no control, el libro de 2012 que reúne su obra poética hasta ese momento, Alejandro Rubio se pregunta: “¿Fernanda Laguna es boluda?” El interrogante, que gravitó en varias lecturas posteriores de su obra, quizás haya sido tomado de manera por demás literal. Como cualquier pregunta bien formulada, la de Rubio tiene el mérito de poner en evidencia lo que evita nombrar. En este caso, lo contrario de la boludez, es decir, la inteligencia. Así como, de modo ya clásico, nuestra idea sobre la locura decide nuestra idea de la cordura, o el signo negativo de la irresponsabilidad es indispensable para que alguien pueda ser considerado responsable, la boludez no hace sino desnudar lo que la época entiende por inteligencia para dejar al descubierto sus hilos. ¿Frente a qué tipo de inteligencia sería boluda Laguna? Frente a la inteligencia de la seriedad, la de la preocupación moral por la institución artística, la del compromiso mal entendido, que reduce el mundo observable a “lo importante”, la de los juicios estéticos que clausuran lecturas antes de abrirlas. Una noción de inteligencia tonta, que Laguna podría achacar no solo a algunos de sus mayores, sino también a buena parte de sus contemporáneos. Es solamente ante la pacatería de la razón dominante que lo que ella hace podría ser tildado de boludez. Y tal el caso, al descubrir por vaciado la caricatura de la razón, la boludez cambia su valor negativo por uno positivo.

Pero ocurre que Laguna fue un poco más allá, se cuidó bien de no olvidar aquel núcleo de candidez que brilla en sus primeros poemas y resplandece todavía en los últimos publicados, y a la vez, con el correr de los años, cultivó una particular lucidez artística, al punto que hoy ambas cosas, inteligencia y boludez, en ella son una sola. Las referencias y los conocimientos que pone en juego en sus poemas y sus obras —los palitos y las hormiguitas con las que conversa, los ídolos pop que dibuja, como Luis Miguel o Cristian Castro, las menciones a las amigas, la confianza en la autoayuda…— son centrales en su poética, ayudaron a moldear la sensibilidad del cambio de siglo en Argentina y han sido lo suficientemente tenidos en cuenta en las lecturas de su obra. Si se tratara nada más de llevar al papel estos temas y de una actitud de estupidez autoconsciente, Laguna encarnaría la figura de la poeta ingenua. Pero no parece ser exactamente el caso. La suya es una poética proyectiva, que cambia el modo de mirar alrededor y busca generar acciones en consecuencia: el camino del corazón, que reúne lo impulsivo con lo conducente. Por eso, lo que todavía no está tan leído de su obra no es la novedad del mundo representado, que en parte comparte con otrxs poetas y artistas, sino su forma de pensar. Para actuar de una forma nueva, parece decir, a la nueva sensibilidad deberíamos sumarle una nueva inteligencia. Una inteligencia que reniegue de la pacatería y, desde ya, incluya a la boludez. Tomando en cuenta tal actitud quizás pueda volverse desde otra perspectiva sobre sus proyectos de activismo artístico y social, como la creación de Eloísa Cartonera y Belleza y Felicidad Villa Fiorito, centrales, como señaló la crítica Julieta Novelli, en la suma de su obra. Los libros aparecidos en Iván Rosado en 2020 y 2022 son un material indispensable para acercarse a esta artista con una mirada de conjunto.


Paquete de fe

“Creo firmemente, junto a muchas otras personas, que, tal como lo muestra la historia, la literatura siempre nos lanza hacia el futuro para traernos algo que antes no había”, escribe I Acevedo (Tandil, 1983) en uno de los textos de Paquete de fe. Un pdf de cuentos inéditos, subido a Facebook el 4 de mayo de 2020. Y para que esa creencia compartida tenga sustento —avanza implícitamente Acevedo— la escritura tiene que poner a prueba unas ideas, un estilo, una forma… y un soporte. Paquete de fe abre con esta nota: “Hacía un tiempo que pensaba compartirles este PDF con los últimos cuentos que escribí. Un debate reciente acerca de la libre circulación de la literatura en formato PDF a raíz de un espacio coordinado por Selva Di Pasquale me ayudó a terminar de organizar este PDF inédito que les comparto”. La advertencia hace referencia a las discusiones en redes disparadas a partir de la creación el 9 de abril de 2020 de la Biblioteca Virtual, que giraron en torno a los derechos intelectuales y los permisos de las obras compartidas en formato digital. Pero el fondo conceptual de ese debate, en el que de alguna manera intercede con la liberación de Paquete de fe, no representa solamente un interés circunstancial para Acevedo, quizás el escritor argentino vivo que con mayor constancia, énfasis, deliberación y proyección formal puso en cuestión la idea convencional de libro y el sistema cultural organizado a su alrededor. Constancia, porque estas reflexiones atraviesan su obra desde el principio, cuando escribía nada más que entradas en su blog. Énfasis, por frases como por ejemplo la que según uno de los relatos de Paquete de fe le grita a una editora en un audio de WhatsApp: “me chupa un huevo publicar un libro”. Deliberación, porque su “desprecio por esa cultura del libro como objeto de prestigio”, como se ve, es explícita en sus textos y en las opciones que elige para mostrarlos. Y proyección formal porque estas ideas no se detienen en la instancia de la formulación, sino que gravitan programáticamente en su práctica de la escritura y dejan rastros en sus “cuentos”, tal como define a sus escritos mezcla de autoficción, crónica y alegato militante, en un evidente intento por ensanchar las fronteras del género. Sus últimas dos publicaciones, por caso, son compilaciones de textos en gran medida redactados para ser leídos en voz alta en bares, librerías y asambleas, y, como tales, están cruzados por referencias a la coyuntura política y social inmediata, por alusiones a amigos y conocidos, y por marcas del discurso oral. Acevedo imagina una función a la vez social y personal para la prosa, que lo lleva a experimentar con un estilo deliberadamente acelerado, virtuosamente desprolijo, que en su inmediatez no resigna complejidad ni inventiva. Habrá quién piense que la ejecución de ese estilo da resultados desparejos, pero quizás en este caso juzgar el resultado desde parámetros preestablecidos antes de abandonarse a la escritura y las ideas no sea lo más conducente, porque la literatura nos lanza hacia el futuro para mostrarnos algo que antes no había. Un conocido que coordina talleres literarios propuso como lectura en uno de sus grupos los cuentos de Paquete de fe. Uno de los participantes dijo que no podía creer que se pudiera escribir de esa forma y hacer cosas así de buenas.

Acevedo también publicó un diario de la pandemia, que puede leerse acá.


Dinero

Otro de los libros que pudo bajarse de internet durante 2020 fue el poemario Dinero, del paranaense Julián Bejarano (Buenos Aires, 1983), que apareció en formato físico y digital por el sello Slimbook. Dinero inaugura una nueva veta, una más, en la vena poética de Bejarano, que desde A Eda, por su dulzura, editado en Paraná en 2008, publicó más de quince títulos, entre libros y plaquetas. Muy a grandes rasgos, en su producción hasta el momento se podían identificar dos zonas: una en la que la columna vertebral que pone de pie los poemas es la anécdota coloquial mínima, clara, situada, y otra en la que el ritmo, las asociaciones léxicas por significado u homofonía y la plasticidad de las imágenes son los elementos que impulsan el texto hacia adelante. En realidad, más que de zonas, como si de lotear la poesía de Bejarano se tratara, convendría hablar de fuerzas. Dos fuerzas, que, desde ya, en los mejores momentos de su obra se entretejen la una con la otra. Dinero es uno de esos momentos. 

“Mi virtud es saber que soy técnicamente pésimo”, escribió Bejarano en “La política no tiene onda”, un poema de 2013. Entendidas de una forma personal, la política y la técnica poética impulsan los poemas de Dinero. De ahí las dos novedades del poemario. Por un lado, el sustrato referencial ya no es solamente el de la serie autobiográfica. En la tradición de los poemas panorámicos como “La cautiva”, la oda “A los ganados y las mieses” o “El Gualeguay”, que abarcan desde un punto abstracto el conjunto social para pasar al detalle sin solución de continuidad —algo con lo que Bejarano ya había experimentado en Sombra grande (2018)—, varios de los textos de Dinero parecen cantar el lamento productivo de una ciudad y una provincia argentinas. La obra anterior de Bejarano abunda en momentos de un inconsciente político epidérmico en los que la observación trivial da cuenta de una realidad social más amplia, pero hasta antes de Dinero quizás no se había metido tan directamente con el tema clásico de las condiciones de producción, que ahora recupera como tal para la poesía contemporánea. Por otra parte, la propuesta rítmica y semántica de los poemas, de corte lamborghiniano, está basada en la repetición insistente de sintagmas completos, que se reagrupan y resignifican, se suman, y llegan a una resultante poliédrica, un escenario alienante de bloques urbanos, discursivos y mentales, distinto a sus versos anteriores: “Por lo menos tengo esto / otros no tienen nada. // Aunque sea lo menos / lo peor / es algo. // Lo peor / lo menos / es algo. // Los otros / no tienen / nada. // Lo que no es mucho / es algo. // Algo horrible / no es demasiado / no es mucho / lo que no es todo…”

A diferencia de otros poetas de su edad y aun más jóvenes que cantan el entusiasmo, Bejarano está siempre a un paso de lo patético, tentando el fracaso definitivo, que es aquel del que no se es consciente porque no se termina de ver. Sus poemas sobre fiestas son sobre el final de las fiestas. Sus poemas sobre citas son sobre silencios prolongados. Pero no es que quien escribe no alce la voz porque se piensa de vuelta de todo, mirando el espectáculo humano desde arriba. No es precisamente tedio lo que transmiten sus poemas pero tampoco es malditismo la actitud del poeta, porque el desafío que lanza dura un momento y después se confunde en la vulgaridad. El pathos de Bejarano se sustenta en algo así como aceptación activa de su posición en el mundo, en detenerse justo un paso antes de la resignación. Desde la perspectiva que da pararse en ese desfiladero, las cosas más mundanas y los grandes temas se ven de la misma forma y el mismo tamaño. 

(Una adenda: entre todos los títulos aparecidos en formato digital durante la pandemia merecen al menos una mención los dos libros gemelos publicados en simultáneo, y con exactamente el mismo nombre, por Carlos Ríos (Santa Teresita, 1967) en el sello chileno Bulk: Hikikomori argentino. Un hikikomori es aquella persona que voluntariamente se aísla del mundo y se recluye en su cuarto. Ríos se apropia de este fenómeno psicopatológico frecuente en la sociedad japonesa contemporánea y lo pone a funcionar en Argentina, en medio del aislamiento obligatorio. Los dos ebooks, uno protagonizado por la habitante de un edificio en la ciudad, el otro por un gaucho que se encierra en un tinglado, pueden descargarse gratis acá. Y hablando de ebooks: en el primero de los gemelos —aunque no tienen un orden— la protagonista enuncia un programa editorial extremo que bien podría ayudar en igual medida a desestabilizar y consolidar el sistema organizado alrededor del libro físico: “1) publicar un libro por día con la misma editorial; 2) generar un proyecto editorial para cada libro; 3) un libro sin marcas editoriales; 4) como se ha dicho, un libro sobre nada; 5) como quien camina sobre el agua, ir hacia el libro inmaterial”. Y otro fragmento, sobre el tema imposible de esta nota, la necesidad de recuperar el tiempo: “Coser libros me mantiene activa. Cuando junto los pliegos y los ajusto a las tapas que robé a los cartoneros no puedo evitar un pensamiento: son mis días plegándose. Si miro hacia atrás, el día anterior es el de entrada al aislamiento. La cascada de meses ya no ocupa lugar en mi cabeza. (…) Nunca había vivido así, los días borrándose”). 


Rosa

En 2021 Gog & Magog publicó Rosa, la obra reunida de Roberta Iannamico (Bahía Blanca, 1972), otra de las autoras cardinales de la poesía argentina contemporánea. Al leer sus libros todos juntos, da la impresión de que la poesía de Iannamico da por sentado desde el primer verso la complicidad con el lector. De hecho, su libro debut, de 1997, abre sin explicar nada, del siguiente modo: “Vinieron el zorro gris, el zorro blanco y el zorro colorado”. Lo habitual hubiera sido hablar de un zorro, porque uno no lo conoce de antemano, y presentarlo a partir de sus acciones, quizás aclarar de dónde es que viene, etc… pero no: “Vinieron el zorro gris, el zorro blanco y el zorro colorado. / Me olisqueaban Los dedos de Los pies…” Amplificando un poco su proyección, en ese verso, más precisamente en la decisión desenfadada de usar artículos determinados en lugar de indeterminados —“el” en lugar de “un”—, puede leerse una de las constantes de la poética de Iannamico: involucrar al lector en los presupuestos que disparan su escritura y asumir que también él está dentro del poema, lo que en su caso quiere decir tanto dentro como fuera de este mundo. 

Iannamico parece asumir que quien lee o escucha el poema ve las cosas a su alrededor con igual grado de extrañamiento que ella. De ese modo se saltea un paso en la secuencia poética convencional, según la cual se parte de algo establecido para volverlo extraño a partir del tratamiento estético, mediante deformaciones, metáforas, imágenes o acercamientos de realidades lejanas entre sí. En la modalidad clásica, se busca volver asombroso lo familiar, para que quien lee se sorprenda y que por un momento las leyes automáticas que regulan la realidad se vean suspendidas. Pero Iannamico no pretende sorprender al lector, da por sentado desde el vamos que este ya está sorprendido, como lo está ella. El hiato que abre ese gesto de complicidad es una de las claves para leer su obra. A partir de él es posible entender muchos de los recursos expresivos de su poética, que suelen apuntar al mismo resultado: anular la distancia entre el mundo cotidiano y lo maravilloso. Que no es lo mismo que decir volver maravilloso el mundo cotidiano. Un hombre “se sentaba en una silla a mirar el aire”, o sea, a mirar algo que no se puede mirar, y es imposible saber si la ambivalencia de la imagen desestabiliza la idea de aire, la de mirada, o no desestabiliza nada. En una tarde compartida entre madre e hija “el color del parque / a las cinco de la tarde / cuando es invierno / hace sospechar cualquier cosa”. Noelia “estaba juntando / un yuyo seco / y algo se movió / por debajo de la hiedra” pero en lugar de enmudecer “ya me voy / dijo Noelia / ya me voy”.

En los poemas largos reunidos en Rosa este procedimiento llama la atención incluso más. Dantesco (2006), Inés y Pilar (2011) y La música de los pájaros (2011), este último inédito hasta ahora, forman un grupo con peso específico propio dentro de la obra reunida de su autora, con momentos especialmente inspirados. En un texto de más largo aliento, la idea de anular la distancia entre el mundo cotidiano y lo maravilloso se resignifica. En estos casos lo central de la composición no descansa en la iluminación repentina de una imagen puntual, sino en la sugestión de una atmósfera general, sostenida verso a verso. Entre ellos, el más sorprendente, aquel que lleva a pensar “¿cómo lo hace?”, quizás sea Dantesco, de los tres el único que podría ser tildado de realista. A la pregunta de cómo puede ser que estando todo a la vista el misterio permanezca intacto, el poema responde con una observación que desanda el lugar común para enfrentarnos a lo común a secas: “se me ocurrió mirar el sol / (éramos el pasto, el cielo / el sol y yo) / y vi nada menos / que el sol / que no es con puntas / como se lo dibuja / es absolutamente redondo / y todo luz”.


Sumisión

Los libros que se editaron a comienzos de 2020 corrieron con la suerte de que los meses inmediatamente posteriores a su publicación, los de las presentaciones y las reseñas, coincidieran con el período de cuarentena más estricto y desconcertante, lo que volvió inútil cualquier esfuerzo de difusión editorial. Entre ellos se cuenta Sumisión, de Oscar Taborda (Rosario, 1959), que salió por EDUNER, el sello de la Universidad Nacional de Entre Ríos, y cuyo pie de imprenta es de febrero de aquel año. Esa atmósfera de desolada ensoñación, paradójicamente, resultaba propicia aunque no para la difusión sí para la lectura de la novela de Taborda y, por qué no, para la elusiva pero pregnante percepción que deja su obra en general. 

Sumisión cuenta la historia de U, que una tarde de domingo camina hasta un shopping cercano a la pensión donde vive y con las pocas monedas que tiene decide pagar una sesión en “uno de esos cascos con los que se viaja al pasado”. Pero el dispositivo que opera el prodigio, montado de piezas tan complejas como precarias —monitores, hornallas, un cuenco donde nadan pescaditos…—, termina por estropearse. Imposible saber si esto obedece a la casualidad o es que el mecanismo se ve sobrecargado por el estrambótico plan del protagonista, que pretende volver al momento de su nacimiento disfrazado de su madre. El hecho es que el objetivo inicial de U se ve frustrado. Mientras las dependientas de la tienda que alquila los cascos reniegan por solucionar el problema, él experimenta las distorsiones sinápticas ocasionadas por el desperfecto, que convierten lo que debería haber sido un viaje al pasado en una mezcla de huellas psíquicas heterogéneas de dimensiones y funciones desplazadas: en un momento U es un gigante de quince metros de altura, en otro las operarias aprietan unos botones y las nubes del cielo comienzan a moverse como ovejas, de inmediato, él pasa a encarnar a un pastor que debe cuidar de su rebaño, etc. Pero decir que Sumisión cuenta una historia sería simplificar. El libro pasa y no pasa por ahí. Porque la peripecia de ciencia ficción sirve de excusa para desarmar cualquier secuencia narrativa convencional y subsumir todo atisbo de línea argumental bajo capas y capas de escenas digresivas, superpuestas, que no llevan a ninguna parte pero dan como resultado un brumoso masaje mental. Sumisión no está lejos de remedar en la cabeza del lector las sensaciones de U. con el casco tildado. 

El libro, según explica Taborda, se compuso a partir de un método bien simple: escribir cada noche un fragmento de alrededor de 1.000 caracteres y ver qué disparaba este al momento de escribir el siguiente, atendiendo “a la pura invención”. El resultado de ejecutar ese procedimiento durante un tiempo fueron los cien bloquecitos de prosa que conforman la novela. Es una práctica que recuerda a las 20 líneas por día de Harry Mathews, y aunque tiene una proyección formal diferente comparte con aquella algo fundamental. En ambos casos se trata de un procedimiento contra el procedimiento. Frente al postulado de máxima que reza que la invención de un procedimiento debería permitir hacer arte automáticamente, el de Taborda comporta apenas unas intenciones de mínima. Más que un mecanismo que trasciende a quien lo pone en marcha se trata de un plan para justificar la flojera. Una excusa para abandonarse a escribir, sobre un fondo inmotivado que lo es todo. “Sumisión / me picó la vinchuca / de la ficción”, dicen los versos de Martín Gambarotta que según Taborda podrían haber servido de epígrafe a su novela. Pero cuidado, acá la ficción no es el reverso de lo real, sino el reverso de la comunicación. Porque la comunicación, destinada siempre al fracaso y al equívoco, depende de la voluntad de seguir intentándola. Mientras tanto, la ficción depende de su contrario: la sumisión. En este sentido, el epílogo del libro, las desarmantes y divertidas “Siete claves ligeramente autobiográficas” sobre la novela, vendrían a ser un último sabotaje a los intentos por entender y justificar algo, una explicación.

Habría que decir una última cosa sobre la forma enrevesada en la que Taborda se toma la ciencia ficción. Como si lo central del género no fuera el planteo de una invención científica y sus proyecciones sociales, sino al revés: el caldo urbano y social degradado y soporífero que se proyecta en tecnologías inverosímiles. El vector de la ficción de Taborda no apunta al futuro, antes bien todo lo contrario, se superpone con el pasado, en una ucronía provinciana. En el debate en torno de si la ciencia ficción es o no el discurso adecuado para contar la época, Sumisión responde que sí, pero por anacronismo. Esto también, para retomar el hilo de arriba de todo, perdido antes de enhebrarse, es una forma de recordar que los días siguen pasando y no vuelven más. 

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