Vine al mundo, nadie nunca sabrá por qué, el 14 de abril de 1964 en Rosario, provincia de Santa Fe de la República Argentina, Sudamérica, planeta Tierra. La misma ciudad donde trece meses y un día antes había nacido Rodolfo Páez, más conocido como Fito, el músico, el artista que en el transcurso de 45 años de prolífica carrera le puso un sello identitario a este pueblo grande ya de por sí fuerte de carácter, a tal punto que los nacidos aquí no tenemos otra que ser nombrados como rosarinos aunque vivamos el 80 por ciento de nuestra vida en otra ciudad u otro país.
Con esto quiero decir que Fito, como todos los rosarinos, “es” Rosario de la misma manera que Rosario “es” Fito. Un espejo de dos caras en el que me fui viendo, viviendo, toda mi vida. Un espejo sobre el que también fui construyendo el edificio de mi memoria, mis recuerdos, que se irán conmigo cuando transmigre, quedando aquí durante algún tiempo, en el recuerdo de mis seres queridos, el recuerdo de mí con mis recuerdos.
En esto que digo empecé a pensar al visitar en Ciudad Lavardén, en la Sala de las Miradas, la muestra homenaje a Fito “Recuerdos que no voy a olvidar”, el viernes 8 de setiembre, en el inicio de una noche inolvidable por varios motivos.
La muestra sobre Fito, uno de los hijos dilectos de Rosario (la madre dilecta de los rosarinos), está hecha de ese material sensible que no tiene ningún valor en metálico pero puede significar un preciado tesoro en varios niveles metafóricos, a la vez que un relato de adultos mayores rosarinos destinado principalmente a otros adultos mayores rosarinos sobre un tiempo y un espacio del pasado en el que fue actor principal del imaginario colectivo ciudadano otro adulto mayor rosarino (el Fito jovato de hoy). Un recorrido similar, en su sentido de plan de “rescate”, al que propone Anna Maria Tató en su película Marcello Mastroianni: mi ricordo, si, io mi ricordo (Me acuerdo, sí, yo me acuerdo, que en Argentina se conoció como Yo recuerdo, y también como Recuerdo a Marcello Mastroianni o Sí, ya me acuerdo).
Lo primero que vi al entrar a las 19.15 (la inauguración estaba anunciada a las 19) fue a unos 30 adultos mayores rosarinos desperdigados aquí y allí, mirando lo que se exhibía en las paredes, en las columnas y en unos escaparates vidriados. En un rincón conversaban Javier Armentano, subsecretario de Gestión Cultural de la provincia, Jorge Llonch, ministro provincial del área de la cultura, Horacio Vargas y Sergio Rébori, periodistas y coleccionistas de chucherías en papel (afiches, cartelitos, tickets de entradas, recortes de diarios y revistas, diarios y revistas, libros afines a determinadas temáticas), ambos curadores de la muestra-homenaje.
Lo que primero atrajo mi atención fue el fetiche principal, la joya de la corona de la exhibición, ofrecido a la vista cuidadosamente enmarcado en el centro de la pared más grande, bien destacado: la placa de metal con el número 681 que marcaba la dirección de la casa de Fito en la calle Balcarce, rescatada por un muchacho que justo pasaba por allí cuando demolían el viejo inmueble para construir el edificio que aún se erige allí.
Mirando esa placa detenidamente tuve un flash de conciencia, y pensé “qué pueblo tan pequeño somos que atesoramos un insignificante vestigio material como prueba de nuestra existencia coetánea con Fito Páez, como un comprobante de nuestra existencia ciudadana en un pasado que era luminoso y esplendía con un provechoso porvenir pero todavía no lo sabíamos”. Y ya disparada mi cabeza hacia las rebuscadas cuestiones de los imperativos fetichistas y las necesidades de nutrir la memoria afectiva con naderías y minucias de la arqueología contemporánea, en sus implicancias constitutivas de eso que podemos llamar “rosarinidad”, me asaltó una pregunta plutarquiana: ¿habría en el municipio de Jocotenango, en el departamento Sacatepéquez, Guatemala, una muestra-homenaje similar a esta pero dedicada a Ricardo Arjona, el hijo más pródigo de aquel lugar?
Y ya me estaba cuestionando si podía plantear lo que Plutarco en su obra Vidas paralelas usando el binomio Fito-Arjona, sopesando comparativamente méritos y logros de ambos según griegos y romanos (sacatepequeños y rosarinos), en un mismo campo del arte espectacular (la música popular), con casi la misma edad (Ricardo tiene un año menos que Fito), niveles muy parecidos de “masividad”, éxito comercial y vigencia, habiendo permanecido en la consideración de sus fans iniciales y siendo a menudo “descubiertos” por las nuevas generaciones, ambos muy escuchados en la Argentina desde hace más de 35 años… cuando una voz amplificada a través de un micrófono me sustrajo de ese abismo insondable. Habían comenzado las “palabras inaugurales” a cargo del cuarteto de adultos mayores rosarinos mencionados anteriormente.

Mientras Llonch hacía su propio io mi ricordo de sus días de compinche de Fito, hace más de 40 años, me dediqué, mientras escuchaba atentamente, a mirar los papeles y fotos pegadas en las paredes, al modo familiar, y los papeles impresos, los diarios, las revistas y los libros en los escaparate verticales y horizontales, actividad que me fue llevando al pasado, germinando en mi mente que la exposición estaba hecha a medida de la nonada, los adultos mayores como yo y todos los presentes, y entonces se acercaron a saludarme dos personas que hacía 20 años no veía: primero P, un querido compañero de cuando trabajaba en La Capital, y luego M, la mamá de un muy amigo del preescolar de mi hijo más viejo. Gente de un tiempo que contiene muchos recuerdos que a veces olvido, o dejo en rincones que no suelo visitar, ni evocar. Entonces la sensación de viaje al pasado cobró mayor entidad, forzándome a un análisis del concepto muestral aplicado al montaje de todo lo que se ofrecía, a todas luces un anacronismo: desde el televisor pasando en continuado viejos recitales de Fito, hasta el afiche de bienvenida hecho para la ocasión (obra de Armentano, experimentado dibujante y caricaturista) al mejor estilo de las tapas de la revista Risario (de la cual hay material en exhibición en una marquesina), las fotos de algunos de los muchos y excelentes fotógrafos de la ciudad (Lamas, Guerrero, Dapari y otros más), tomadas en los 80 y 90, pegadas a las paredes, sin marco, o a lo sumo sobre simples bastidores, entre discos, casetes y CDs en simples vitrinas vidriadas, lo mismo que ediciones de diarios rosarinos dedicados al ascendente astro local (por ejemplo, hay una página de La Capital cuando era formato sábana, y sólo se imprimía en blanco y negro, con una nota firmada por Ricardo Luque), y una gran cantidad de “papelitos”: entradas a recitales, afiches, programas. En fin, ínfimos detalles tangibles conservados con cariño, en una idea a contrapelo de las muestras inmersivas y las realidades virtuales tan en boga en la actualidad, que con su fría asepsia se alejan de los sentimientos, la emotividad despreciada por ingenua o inocente.
Pero los oradores seguían hablando, y en su turno también Vargas, Rébori y Armentano hicieron su defensa de la necesidad imperiosa de hacer y compartir “Recuerdos que no voy a olvidar” como una manera de ejercitar el io mi ricordo a nivel comunitario, es decir fortaleciendo los lazos de nuestra comunidad permitiéndonos el abandono en los brazos de la nostalgia dulce, casi enfermiza, de los tiempos idos, la juventud (¡qué tan breve fue!) perdida.
Luego de los cortos discursos, sólo interrumpidos por algunos comentarios de los presentes, que ejercían su derecho a compartir sus propios io mi ricordo en comunidad, en interrupciones que fueron acogidas amable y condescendientemente por los oradores, recorrí un poco más la muestra, hasta sentirme algo agobiado (quizás sobrepasado) por la atmósfera cargada de remembranza con su especificidad melanco. Miré la hora en el móvil y vi que eran apenas las 20.10, y digo apenas porque tenía planeado ir a ver el estreno de la obra Vuela alto, Mamá! en el teatro La Comedia. “Bueno, tengo tiempo de asomarme a la Noche de las Peatonales y comer algo por ahí”, pensé, dirigiéndome a la salida.
Antes de ganar la puerta a la calle noté que a un costado mi ex compañero P. estaba departiendo amistosamente con Llonch, Armentano y Vargas, por lo que me detuve a despedirme con un apretón de manos y a felicitar a los realizadores de la muestra por la ternura que transmitía en su intención, y porque se notaba la cualidad “amorosa” (esa fue la palabra que usé) de la misma. Ellos me agradecieron, muy sonrientes y distendidos, y Llonch me comentó: “¿Viste? Es como dije recién, todo lo que fue importante en la primera parte de la vida de Fito está acá. Todo lo que está en la película está acá”.
Al salir me prendí un pucho y me fui caminado por Mendoza en dirección a Mitre, pensando en que seguramente al decir “película” Llonch se refería a la serie de Netflix, a la biopic de Fito El amor después del amor. “Cosas de adultos mayores. Yo también les digo películas a las series”, me dije, y volví a la línea Arjona-Fito en clave Vidas paralelas, suponiendo que los fans del guatemalteco me podrían decir, en defensa de su pasión: “Fito no le llega ni a los talones a Ricardo”, y que los seguidores de Fito podrían argumentar: “Arjona no existe, sólo lo escuchan los tacheros viejos”. Especulando que para Plutarco el rosarino Fito podría ser considerado griego (más intelectual, más sabedor de música que Arjona) y el sacatepequeño se contaría en el bando de los romanos (partidario de la satisfacción de los gustos del pueblo, defensor de la llana sabiduría de la calle, los derechos a la fácil asimilación de los idearios románticos sin complejidades abtrusas).
Llegué a Mitre y doblé a la derecha, hacia la Noche de las Peatonales. Pasé por enfrente de La Comedia, vi que todo estaba más que tranquilo (eran las 20.20) y seguí por la vereda este, pero antes de llegar a Córdoba me vi formando parte de una multitud en romería hacia el evento, y al llegar a la peatonal me frené en seco: la masa humana era casi impenetrable. Volví sobre mis pasos y me sumergí en el bar Junior, que estaba lleno de familias pero con la barra y sus banquetas libres. Allí me senté y pedí un café y un Choclín, un sandwich, especialidad de la casa, que mi mamá nos pedía (éramos seis hermanos) para compartir uno cada dos, cuando íbamos al centro desde el lejano Fisherton en que vivíamos. Y comiendo el Choclín accedí a una vívida rememoración de aquellos días de 1973 (a mis nueve años) en los que no era consciente de las pequeñas cosas que permanecerían intactas con su potencia, su importancia en mis continentes afectivos.
Salí a la calle, todavía sintiéndome un niño en una ciudad deslumbrante de luces, colores y personas animadas, vi que eran las 20.40 y enfilé hacia el teatro, cantando por lo bajo, distraídamente, como si fuera otro el que cantaba: “El tiempo nos ayuda a olvidar / Y allá, el tiempo que me lleva hacia allá / El tiempo es un efecto fugaz… / Uuhuuhu…”.
(Recuerdos que no voy a olvidar podrá visitarse hasta el 8 de octubre, de lunes a viernes de 10 a 19, y los sábados, domingos y feriados de 15 a 18, en Mendoza 1085. La entrada es gratuita.)
