El 20 de julio está instituido, vaya a saber por quién, como el Día del Amigo.
Algunos de los que hacemos Suma Política fuimos grandes amigos de Daniel Briguet. Una fraternidad que se forjó al calor de las redacciones de los diarios, en un ambiente tan saturado de sentido como de humo de tabaco. Briguet, que había nacido en Villa Eloísa, Santa Fe, en 1952, falleció en las últimas horas del sábado 10 de abril de este año.
Daniel Briguet se anotaba en el listado de aquellos periodistas que sostenían que los medios de comunicación eran sueños colectivos, una “utopía tecnológica” (de hecho, este era el nombre del seminario extracurricular que durante años dictó en la UNR). Fue inevitable volver a pensar en él cuando, hace casi un año, un puñado de compañeros y amigos empezamos a soñar con hacer Suma Política.
A mediados de 2016, Daniel publicó una sentida reflexión sobre el Día del Amigo. Tenía la costumbre, un vicio saludable para él, de indagar sobre lo imaginario de estas conmemoraciones. La nota fue publicada por El Vecino, la revista de otro amigo, el Turco Galli.
Este 20 de julio, claro está, se repite la celebración. Lucía Briguet, hija de Daniel, nos envió la nota que sigue con su autorización para reeditarla. Y hacerlo es para nosotros, a la vez que un contento, una manera de abrazarlo más allá de lo imposible.

El invierno más largo
Por Daniel Briguet
Un frio sostenido, cielos grises a raudales, y un par de meses de adelanto en el comienzo del invierno, indican que la Naturaleza ha decidido acompañar el ciclo socioeconómico del gobierno en ejercicio y si, en la imaginación de Luis Elías Sojit, “un día peronista” incluía un cielo azul y despejado y un sol radiante, no hay dudas de que la actual estación tiene todo el sello del neoliberalismo en el poder. La ecuación no es difícil de entender: el frío de las mañanas destempladas se traslada a los bolsillos y también a las almas y congela un paisaje de bares semivacíos, gente que, ante la opción, prefiere dormir a salir, y pronosticadores del tiempo cuyo mayor acierto, metafóricamente hablando, es lograr que no caiga nieve ni piedras que vuelvan a abollar los capots de los autos.
—Yo no sé —me dice Carlitos, un diariero del barrio—. La semana pasada Noticias sacó a Cristina en la tapa y vendí todos los ejemplares el mismo día. Esta semana la tapa es de Macri y todavía no vendí una revista.
—Perdón —digo— ¿pero a usted le cabe alguna duda que Cristina vende más que Macri? Macri es un presidente opaco y sin brillo. Salvo que tenga una arritmia o se pierda en el Salón de los Pasos Perdidos, no es noticia. Está para no ser visto. Si lo vieran de verdad, no serían pocos los que saldrían espantados. El handicap de Macri son los presuntos chanchullos de la gestión anterior. Mientras la gente se entretenga con eso, hasta el ajuste más duro puede tener un margen.
Y de allí a la discusión sobre cuánto puede estirarse el cúmulo de escándalos alrededor del universo K, un solo paso. Yo digo, bajo peligro de no ser comprendido, que el lenguaje de las imágenes es elocuente pero equívoco. Lo que muestran, a veces, es lo inverso de lo que ocurre. Y para no correr el riesgo de ser confundido con un kirchnerista resentido, apelo a un ejemplo más cotidiano.
1. ¿Amigos son los amigos?
Sin ir más lejos, el Día del Amigo. Que ahora se celebra el 20 de julio y antes, si mal no recuerdo, coincidía con el aniversario de la llegada del hombre a la Luna. Habrá motivos o yo estoy mal informado. No viene al caso. Hay dos vertientes alrededor de esta festividad que es bien vista por bolicheros, chefs de cocina y demás empresarios del rubro gastronómico (para no hablar de bazares y ventas de regalos al paso). Una dice que esta ciudad es proclive a festejar el Día del Amigo porque es una ciudad rebosante de amistad. De ahí que los encuentros en ámbitos nocturnos o paseos diurnos entre dos conocidos semejan a veces el abrazo de Guayaquil (¿hubo abrazo en Guayaquil?). No importa que se hayan visto una semana antes. El mensaje parece ser: “fíjense qué amigos que somos”. O, según dice mi amiga Sasha: “no hay nada más grande en la vida”. La escucho y pienso que el Planeta Tierra, sin ir más lejos, es más grande, porque cobija a amigos, enemigos y neutrales. Pero me cuido de decírselo.
La otra vertiente teórica es más escéptica. No impugna la amistad, pero cree que es un sentimiento noble y discreto, que se cultiva en la calidez de un boliche a medio llenar, café de por medio, y que es reacio a las tentaciones propuestas por la cultura del consumo. Admite abrazos y muestras de afecto, pero sin propaganda adicional. Tal vez esta modalidad responda a un tiempo anterior, en el que la sensación de intimidad y el pudor no faltaban. Hoy todo debe verse o, al menos, escucharse. De allí alguna “contras” que se acumulan en la columna del Debe de la reunión por el Día del Amigo. A la cabeza de ese listado están los inefables Mariachis, que irrumpen a una hora incierta de la sobremesa y nos aturden con su sonido de cuerdas y trompetas. Hay que decirlo sin ánimo de romper relaciones con la República hermana de México: no hace falta haber visto la comedia con Ben Stiller para saber que los Mariachis son unos pelmas del mejor cuño, capaces de irritar los oídos del propio Pancho Villa en la época de la Revolución.
Todo este bochinche conduce a una forma de relación menos cercana a la amistad que a la camaradería. Cuando se ven esas mesas largas de quince o veinte comensales es difícil pensar que se trate de cantidades equivalentes de amigos genuinos. Es cierto que Roberto Carlos quería tener “un millón”, pero lo suyo debe entenderse como una metáfora de la hermandad universal. Los amigos en cantidad remiten a los sitios de Internet, que acumula vínculos así llamados, aunque los cuerpos estén ausentes. Nada que ver con aquel tipo que hacía entrar diez monedas en un vaso lleno hasta el borde, en la película con Charles Bronson y Alain Delon titulada Adiós al amigo. O con el destinatario de la canción de Moris, baladista entrañable del rock primitivo, todavía conocida en la actualidad como “Mi amigo Pippo”. El nombre del destinatario es Pippo Lernoud, autor él mismo de canciones y director del recordado Expreso Imaginario.
Lo valioso suele venir dosificado y a veces se hace sentir más porque falta, sin indagar en las razones que expliquen esa ausencia. Tal lo sugerido por el flaco Spinetta en “Tema de Pototo”: “la soledad es un amigo que no está/ es su palabra que no ha de llegar igual”. Tan luego en la voz del Flaco cuyo agujero en el Cielo nunca terminaremos de llenar.
2. Aniversario y catarsis
Del mismo modo que ciertas festividades tienden a ocultar lo que debe pasar inadvertido —sin entrar a dirimir si esto es malo o bueno—, hay aniversarios que en su recurrencia y en sus efectos se revelan como la antítesis del duelo que dicen expresar. En el pérfido mes de julio ya es tradicional la fecha que recuerda el cruento atentado al edificio de la AMIA. Lo curioso es que, leyendo las declaraciones en la prensa o los discursos de los actos, da la impresión de que muchos conceptos ya han sido vertidos y si algo se mantiene es un efecto catártico que ya se había insinuado el mismo día de la trágica explosión. Entonces, un aluvión de reporteros, operadores de cámaras y hombres de prensa irrumpieron en el escenario del siniestro mezclándose con los grupos de rescate y provocando un pandemónium que obligó a los encargados del operativo de salvataje a pedir que el periodismo y los curiosos se mantuvieran a prudente distancia del lugar de los hechos.
La transmisión en directo de varios canales de televisión durante la mayor parte de la jornada indujo a pensar que, más que socorrer a las víctimas, lo que se montaba era una ceremonia de catarsis y descarga hacia el público, representante de una sociedad cuya clase dirigente fue incapaz, en los veinte años siguientes, de hacerse cargo efectivo de lo ocurrido y realizar una investigación que esclareciera participaciones y responsabilidades, junto a las complicidades del caso. La catarsis es un efecto común en los medios masivos, en particular en los audiovisuales, ya que da la posibilidad de aliviarse de culpas sin aportar nada a lo que queda por resolver.
Tal como se ha perfilado hasta ahora, el recordatorio del atentado a la AMIA y de sus víctimas resulta, en la práctica, una celebración catártica en cuyo fondo sigue alojado el fantasma de la impunidad.
Esto no tiene que ver con las condiciones climáticas, pero sí con el viento helado que sopló durante años en corredores y subsuelos que fueron escenarios de las más feroces violaciones a los derechos humanos y del terror de Estado, consagrados como norma durante el genocidio del Proceso gracias al dominio excluyente de lo impune o de lo que no tiene pena.
3. En situación de calle
De abrigo largo y gorro que apenas descubre sus orejas, el hombre se para y me mira. Estoy en una ochava, esperando que abra la farmacia, y puedo sentir esa brisa ligera ya afilada que, más arriba, cubre el cielo de nubes y, más abajo, penetra hasta la piel por el menor resquicio. El farmacéutico es un tipo amable y atento, peor remolón a la hora de abrir el negocio. Hábito que se ha extendido por el barrio porque ahora es común que los locales abran a partir de las nueve y no de las ocho, como ocurría antes. El hombre grande, de más de setenta, me sigue mirando y pregunta:
—¿Hace mucho que espera?
—Más de lo que usted imagina —digo, sin ganas de prolongar el diálogo.
—Usted debería usar gorra —insiste, en obvia alusión a la escasa protección de mi cuero cabelludo.
—Tengo, pero perdí la costumbre —replico, con ánimo de cortarla.
Mi réplica logra desconcertarlo por unos segundos, pero vuelve a la carga. Me cuenta que va de aquí para allá, que le gusta leer y que el compañero del Frade le sugirió que, para algunos temas, puede ir a la Biblioteca Argentina. Ahora está leyendo El gigante alemán, que debe narrar las proezas del Cuarto Reich después de la guerra y no es uno de mis temas favoritos. Sólo espero que aparezca el farmacéutico y después, mutis por el foro. Al fin lo veo alejarse en la percepción de que mi onda no era dialogar. Siento algo de culpa porque era un viejo activo (digo bien: viejo y no abuelo, que representa otra cosa, y como tal, enteramente respetable).
Media hora después estoy en otra ochava, la de un Rapipago. El cartel dice “Horario: de nueve a una”, pero el local permanece cerrado a las nueve y media. Alguien me grita desde la otra vereda, donde cae un rayo de sol. Es otro hombre grande, otro viejo, que me dice lo que ya sé. Pienso que se trata de un vecino entibiándose en su sillón de plástico y, cuando al fin llega la chica que atiende, veo que no, que el hombre cruza la calle con el sillón adelante y cada dos o tres pasos, se apoya para reanudar la marcha. El hombre viejo es un usuario que viene a pagar sus impuestos, aunque su condición física apenas le permita caminar.
Y me digo si no estamos en un mundo demasiado loco, en el mejor teatro del absurdo, aún con los atenuantes que una mente ilustrada pueda manejar.
Cuando estoy al lado del hombre viejo que se apoya en un sillón, le pregunto si no tiene a alguien que haga ese trámite por él y me responde con una alusión a su compañera, que a veces viene y, cuando no, viene él. Luego me cuenta que vivió quince años en el desierto. Y que les contaba a los lugareños de allí que había nacido al lado de un río que tenía sesenta kilómetros de ancho. Y cuando los lugareños le replicaban que en realidad se refería al largo, el duplicaba la apuesta diciendo: “De ancho solamente. De largo tiene más de cuatro mil”. Y no lo podían creer.
Tal vez se trate de eso. De poder creer o no. O mejor: de creer o reventar.
El hecho es que, desde péndex, no soporto el maltrato a los chicos y a los viejos. De chico porque era un chico. Y ahora, porque estoy cruzando la frontera de la tercera edad.
Al fin, al día siguiente, caminando por Jujuy, me cruzo con mi amigo Gastón. Y nos damos un abrazo merecido ya que hace mucho que no nos vemos. Él agita unos papeles que lleva en la mano y dice que está en medio de un trámite.
—Ayer fui al hospital, Flaco, y supe lo que es la decadencia de una sociedad.
Yo lo miro con el afecto que me despierta el rostro de Gastón y le digo: “No te calentés. Aunque no funcione bien, en el hospital no te vas a encontrar con un grupo de Mariachis ni con un vendedor de globos amarillos”.
A mi amigo Pelo y a John (a los 50 años de Revólver)

ph: P.C.
Autor
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Músico, periodista y gestor cultural. Licenciado en Comunicación Social por la UNR. Fue editor de las revistas de periodismo cultural Lucera y Vasto Mundo.
