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Fotografías: Cecilia Córdoba
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Exclusiva Suma Política

Carlos Varela, el abogado que defendió a barras y narcos: “Tuve la virtud de ser un domador de fieras”

En la sala de reuniones no se aprecia ninguna de las colecciones de publicaciones jurídicas que suelen decorar los estudios de abogados. El único libro está sobre la mesa: El infinito en un junco, un ensayo de la escritora española Irene Vallejo sobre la invención de los libros en el mundo antiguo. “No te lo presto porque lo estoy leyendo”, dice Carlos Varela.

No se trata de otra persona. El abogado de la familia Cantero, de Luis Medina, de Esteban Alvarado, de Andrés “Pillín” Bracamonte y de otras celebridades de la crónica policial rosarina es también un lector culto, devoto de Borges y de los escritores clásicos, y él mismo escribe. Pero también a diferencia de tanto abogado y de tanto juez con ínfulas literarias, Varela no presume al respecto: “Fontanarrosa decía que tenía dos problemas para jugar al fútbol, la pierna derecha y la pierna izquierda. Es lo que me pasa a mí con la escritura”, bromea.

En más de una ocasión atendió simultáneamente a jefes de bandas que eran enemigos a muerte. Varela sostiene que los referentes de organizaciones criminales son también empresarios, que lo que hacen en realidad es negociar y para eso se necesita un abogado. Con treinta años en la profesión, en el último tiempo cambió el perfil y se alejó de las causas de narcotráfico. En su espejo retrovisor aparece un tipo de delincuente hoy anacrónico, el ladrón de bancos y blindados, con los que hizo sus primeras armas en la profesión, como Sergio “Frío” Rodríguez o Javier “Pata” Benedetti, uno de los muertos en el trágico asalto a la sucursal Ramallo del Banco Nación, en 1999.

—¿Cómo se articulan las lecturas con la profesión?

—Borges cuenta en una entrevista que una vez estaba escribiendo un cuento sobre una persona y que esta persona se le acerca y le dice: “Te quiero aclarar algo, yo he matado a algunas personas pero nunca le robé a nadie”. El hecho de robar le parecía más grave que un homicidio… (piensa) Tengo que ser auto referencial, con el riesgo de quedar en ridículo. La diferencia es quién aguanta la presión y por cuánto tiempo. A mí no me resultó tan difícil soportar la presión en un mundo híper violento y que es todavía más violento desde el surgimiento del narcotráfico en Rosario. Comencé con robos. De hecho, te conocí en una nota por un robo (se vuelve a la fotógrafa). Hemos ido a robar un par de bancos juntos, él manejaba el auto (se ríe). Había mucho más romanticismo, pero la droga atravesó todo. Me cuestionaba cómo algunos colegas quedaron en el camino o dejaron el trabajo penal al poco tiempo de comenzar y yo siempre trato de hacer un análisis, soy bastante curioso sobre mí mismo y todavía no tengo demasiadas respuestas respecto de eso pero por lo menos me formulo las preguntas. ¿Por qué soporté la presión? Cuando venís del campo —y yo vengo del campo, de Rufino— tenés contacto con armas de fuego, con la caza, un acostumbramiento a la violencia, desde muy chico. Cuando nacieron mis hijos saqué las armas que tenía en mi casa, por el pánico de que hubiera un accidente; en el campo te regalaban las armas, cuando tenía 13 o 14 años mi padre me dijo: “Tomá, acá tenés una pistola 45, andá a probarla”. Y en los pueblos también tenés contacto con la violencia física, te agarrás a trompadas. Pasado el tiempo, el mundo de la violencia me vuelve a encontrar recibido de abogado. Y puedo tolerar la presión que dimana de ese mundo: un arma no me va a asustar, un tipo que me amenaza no me va a asustar, o es menos posible que me asuste. No digo que sea mejor o peor sino que es una característica derivada de la experiencia. Con mi primo, con quien ingresamos, éramos casi gauchos en la Facultad de Derecho. Éramos borgeanos.

—¿En qué año te recibiste y cómo fueron tus inicios en la profesión?

—Me recibí en 1993, en tres años y cinco meses. Pero antes tuve una vida bastante divertida durante tres o cuatro años. Era una sociedad que no estaba atravesada por la violencia a la que está expuesto hoy un pibe de 20 años. Todo eso que hacía, estar hasta altas horas de la noche, ir a un boliche, ir al billar, ir al bar Central, al Arlequín de calle Corrientes, toda esa vida nocturna hoy no se puede hacer. El primer trabajo viene de un amigo que confía en mí y me da las carpetas de una inmobiliaria. Yo no sabía ni siquiera cómo se mandaba una carta documento. Empecé a ir a los Tribunales. Había una chica que trabajaba en casa y tenía un problema con su hijo, que se llamaba Marcelo y era de la barra brava de Central. Marcelo era amigo a su vez de Andrés Bracamonte, que entonces era muy chico. En la barra de Central estaban el Chapero (Juan Carlos Bustos), los Chaperitos (Juan Alberto y César Bustos), Daniel Paz, el que matan…

—Sergio “el Cabezón” Enriotti.

—Sí. Borges dice que tenemos un destino prefijado pero que Dios acecha en los intervalos. Yo me permito agregar, desde mi lugar mínimo, que Dios o el Diablo acechan en los intervalos. Hay encrucijadas donde si no tomás las decisiones correctas, si no tenés suerte, tu vida sigue rumbos totalmente diferentes. Yo tuve mucha suerte, mucha suerte. Mi padre me decía que el tipo que no creía en la suerte era un soberbio hijo de puta. Ahí lo aprendí. Me pongo en Viejo Vizcacha, pero no hay otra manera de hablar en un reportaje intimista. Vi al lado mío a tipos más capaces que yo, pero que tuvieron menos suerte.

—¿Pero en qué consistió la suerte para vos, cómo se manifestó?

—Me tocaron oportunidades que aproveché. Pude tener un mínimo de capacidad, pero también las oportunidades. Hay gente a la que no se le presentan las oportunidades. O al revés, se le presentan problemas difíciles de sortear. Yo tuve privilegios enormes. En esa época de juventud tuve que enfrentar a mi padre, y mi padre en vez de recriminarme por esa vida nocturna que yo tenía me dijo: “Bueno, hasta acá llegaste; empezá a estudiar, quiero que te recibas y no que hagas lo mismo que yo, lo único que te voy a pedir es que no te pongas a trabajar porque si no no terminás más. ¿Tenés algo más para decirme? Porque tengo que ir a laburar”. Y se fue. Me quedé llorando. Mi papá tenía camiones, era un laburante. Eso me mató. Me puse a estudiar fuerte. Yo quería que mi papá me viese recibido, y por suerte me vio, pude darle alguna mínima alegría. Que en una encrucijada trascendental haya tenido ese acompañamiento es un privilegio.

—¿Cómo fueron, entonces, los primeros casos?

—Los cuatro grupos de la barra de Central buscaban a alguien que pudiera pivotear porque tenían diferencias, y aparezco yo con 27, 28 años. Se mantuvo bastante calmo hasta que por una cuestión casi natural prevaleció Andrés. ¿Te acordás de la película Forrest Gump? Tom Hanks era medio discapacitado pero aparecía en todos lados. Bueno, ese soy yo (se ríe, y se dirige a la fotógrafa). Todo lo que hayas leído sobre lo que pasó en estos últimos veinte años en Rosario pasó por este abogado. De verdad: los Monos, (Esteban) Alvarado, (Luis) Medina, Pillín, Pimpi (Roberto Camino), Eduardo López. 

—¿Cómo podés representar a gente peleada entre sí?

—Porque en realidad no están peleados. Son empresarios. No hay manera de mantener a un grupo de tipos pasionales, si lo querés decir así, o a quinientos salvajes, si lo preferís de esa manera, sin verticalidad. Después que matan a Roberto ocurren entre 25 y 30 muertes en la barra de Ñuls. Eso en Central no ocurre, porque hay verticalidad. En Central nunca hay problemas. En mi oficina se reunían el jefe de policía y estos muchachos. Se repartían entradas y no había confrontación. Así funcionó muchos años. Podés hacer una crítica, pensar que no tengo noción de lo que estoy contando. Pero sí, tengo noción. Hay cosas que son necesarias, aunque el mundo no las tolera. Pero si no existiese eso que resulta intolerable en términos éticos o morales el mundo sería peor y la materialización de la violencia no sería un mero esbozo sino algo concreto. ¿Cómo puede ser que se reúna el jefe de policía con estos tipos, cuando debería perseguirlos? Bueno, hay que pacificar. Parece cinismo lo que estoy diciendo, y quizás lo sea. Lo que sé es que a veces es mejor la concordia que la beligerancia total.

A propósito de ética, en un momento se habló de abogados rosarinos que cobraban honorarios manchados en sangre.

—Sí. “Honorarios maculados”. Hay una gran hipocresía. Los abogados de grupos que dirimen cuestiones económicas y civiles y terminan siendo socios en la mentira y en el robo, en concursos fraguados, son vistos con un nivel de tolerancia que los penalistas no tenemos. Por regla general el penalista actúa a partir de un hecho pretérito, no del futuro, no de pensar en cómo hacer un concurso para defraudar a los acreedores. Pero como la violencia es rechazada, y sobre todo en sociedades como la rosarina, se identifica a los abogados con las personas que defienden. El tema de los “honorarios maculados” surgió en Rosario como consecuencia del descubrimiento de organizaciones criminales. En Buenos Aires, los abogados penalistas desfilan por los programas de televisión, por diarios y por revistas, y son poco menos que entronizados. En Rosario, quizá porque la violencia está más expuesta, son rechazados. Hay muchos colegas que merecen alguna crítica, pero este es un trabajo como cualquier otro. Y si hilamos fino, el dinero que deriva de ilícitos también compra departamentos, compra dólares, compra vehículos, paga publicidades en medios de comunicación. Se mira la mácula de la violencia, no la de la estafa ni la de la evasión impositiva. Un abogado que defiende a un conglomerado de propietarios o a cerealistas que evaden impuestos son señores. Y nadie, pero nadie, los critica. Se supone que son abogados serios, pueden ir a la Bolsa de Comercio o a los mejores restaurantes de la ciudad y nadie les dice nada. Hay momentos en que elegís y otros en que no podés elegir. Podés decir, por ejemplo, que no defendés a acusados por delitos sexuales contra menores. Pero cuando decís eso estás tácitamente atacando al colega que los defiende. Y en un mundo híper capitalista como en el que vivimos yo puedo elegir, pero a lo mejor otro abogado que recién se recibe lo tiene que hacer.


Fotografías: Cecilia Córdoba

—Decís que tus clientes en realidad no se pelean y son empresarios que negocian entre sí. ¿Cómo se explica la violencia en Rosario, entonces?

—Cuando éramos jóvenes la droga no era violencia. Esto se lo discuto a cualquiera. A los ladrones de bancos y blindados no les importaba vender droga. El vendedor de droga era mal visto en las cárceles, era un quiosquero que vendía cocaína o porro, estaba en el último escalón con los violadores. Hasta el año 2012, el vendedor de droga carecía de violencia, era como un estafador. Pero pasa el tiempo. Pasa que los bancos no se pueden robar tan fácil, pasa que los blindados no transportan tanta plata. Ya no hay robos de blindados, pero supongamos que mañana una banda roba 165 millones de pesos a un transporte. ¿Qué te parece, saldría en la tapa de los grandes diarios?

Sí.

—Bueno, son 500 mil dólares. El que vende droga lo gana en un mes. Aparte son 500 mil dólares divididos entre diez tipos, que a lo mejor tienen que enfrentarse a tiros con los custodios, que pueden matar o morir. El datero se lleva 100 mil, quedan 40 mil para cada uno de los asaltantes. Una plata que a lo mejor se gastan en quince días. Los viejos ladrones que protegían a los vendedores de droga como un hobby empiezan a migrar. Los que no terminaron presos o muertos, se dan cuenta de que los vendedores de droga están creciendo, que compran propiedades y vehículos. Ir a un robo es poner en juego la vida o arriesgarse a terminar con una prisión perpetua. A los que venden drogas no los detiene nadie. El cóctel mortal, el desembarco del narcotráfico en Rosario, es la combinación de plata, armas y tipos violentos. ¿Sabés qué es la plata? No es manejar 100, 200, 500 mil dólares. Plata es flujo. Los ladrones que conocimos en los años 90 eran ladrones de botines, pero robaban uno o dos botines por año. Estos tipos son una empresa superavitaria que tiene plata, plata, plata. ¿Y qué pasa cuando dejaste trabajar a esos cuatro, cinco tipos que migraron de la violencia total, del robo a bancos, a la droga, y durante seis, siete meses, tuvieron 20, 30 mil dólares de ganancia diarios cada uno? Pasa que se hacen ricos y horadan cualquier control, pasa que se transforman en una organización criminal. Eso sucedió en Rosario. El flujo de plata es el que perfora los controles del Estado. Todavía no te respondí la pregunta: ¿por qué se da la violencia en esos grupos? Se empiezan a superponer los puestos de venta, empiezan las disputas territoriales derivadas de aquello tan viejo como el egoísmo. Un tigre puede ser muy lindo e inofensivo cuando es cachorro pero cuando crece te devora. Es un depredador, no un animal que se pueda domesticar ni que se conforme con comer una parte de la carne. No, quiere todo.

—¿Cómo trabaja un abogado en esa situación?

—Tenés que hacer un equilibrio. Como el que cuida a los tigres, hay que demostrar que uno no tiene miedo pero tampoco pasarse de la raya. He tenido la virtud de ser un domador de fieras. Pero ese va a ser el título de la nota (se ríe).

—En el juicio a Alvarado se reabrieron historias que parecieron cerradas con el juicio a Los Monos.

—Eso fue una gran trampa.

—La investigación de la División Judiciales…

—Una banda de delincuentes.

—¿Es cierto, como dijo Ramón Machuca, que los policías de Judiciales les ofrecieron comprar la causa?

—Hubo un grupo de policías que cometieron todo tipo de tropelías amparadas por la jurisdicción, por el juez a cargo. En esa disputa territorial que mencioné, surgió un poder paralelo al del Estado. Estos grupos empezaron a disputarle el monopolio de la violencia al Estado. Ese Estado paralelo tiene reglas propias y trasciende al radio de los bulevares. Empezaron a morir personas totalmente desvinculadas del negocio de la droga y del mundo del delito. Estos tipos (los policías de Judiciales) no dudaron en violar todos los artículos del Código Penal, pero supuestamente tenían por objetivo el bien común. Los medios fueron tolerados socialmente por un fin que parecía justo. Fue algo parecido a lo que pasó en 1975, 1976, cuando mucha gente pedía por los militares. La clase media miró a un costado cuando los militares secuestraron, torturaron e hicieron desaparecer a muchas personas y después, cuando se denunciaron las violaciones a los derechos humanos, tuvo una reacción de rechazo. Ese ánimo pendular es propio de la clase media argentina. Los policías de Judiciales —Romero, Quevertoque, etcétera— no trabajaban para un bien común. Era una impostación. La realidad era que trabajaban para Esteban Alvarado y eliminaron a un grupo enemigo utilizando los resortes legales del Estado. Quedó evidenciado en el juicio contra Alvarado. Pablo Báncora transcribió las comunicaciones telefónicas (de Los Monos) pero no las traducía de manera literal: lo que transcribió fueron las interpretaciones que él hizo de las escuchas. Eso fue lo que legitimó el juicio. La legitimidad es otra cosa que la legalidad. Para dar un ejemplo, dejando de lado simpatías políticas: Cristina Fernández de Kirchner tiene millones de personas que la quieren y que no aceptan que pueda haber cometido una conducta ilícita, justamente porque la quieren y porque ella tiene legitimidad, tiene consenso. Del mismo modo un tipo que cometió un ilícito, que no tiene consenso social, puede ser inocente del delito por el que se lo acusa.

—¿Eso sucedió con los Cantero?

—Es medio tramposa la pregunta. Saquemos los nombres propios. Alguien puede haber cometido delitos y tener una persecución en su contra, no son cosas excluyentes. ¿Si hubo una persecución contra una organización? Es lo que tiene que hacer el Estado. El tema es si el Estado prueba las acusaciones y ver qué medios utiliza. Hay reglas: no podés meterte en una casa sin una orden de allanamiento, no podés interceptar una conversación telefónica sin la orden de un juez. La gente piensa muchas veces que es más importante averiguar lo que pasó que respetar las reglas. Pero averiguar lo que pasó a como dé lugar es la materialización de que el fin justifica los medios. El mundo judicial es un mundo de cristales en el que cualquiera opina; está bien que así sea, porque esos hechos tienen repercusiones sociales. Un gobernador, un legislador, no se guía necesariamente por la legalidad: se guía por la legitimidad, por el consenso, depende del voto de la gente. Ese tipo va a alimentar el monstruo. La legalidad tiene un tiempo que no es el de la política. La política trabaja con la emergencia: la política se mueve con los tiempos del periodismo. Un gobernador que dijera, ante un detenido por narcotráfico, “hay que respetar las garantías individuales, todavía no sabemos si es responsable, hay que recibir su declaración, no me voy a meter en lo que hace el juez”, ¿cuánto dura en el cargo? Lo primero que se va a pensar es que está metido en la droga. Hay una pauperización de los reflejos éticos y morales, y los reclamos son cada vez mayores. La violencia estatal no funciona como respuesta a un delito transversal como el narcotráfico. No se pueden bajar los índices delictivos cuando no hay contención social a los que terminan acusados por esos delitos. ¿Cómo previene el Estado una conducta delictiva? Con la amenaza de la prisión. La norma puede ser efectiva con vos, por ejemplo, que a lo mejor querés ir a comer con tus amigos esta noche y no caer preso. A la persona que no tiene para comer ni para vestirse, que está muerta socialmente, ¿cómo la puede contener la amenaza de la prisión, por qué se portaría bien? El Estado ha perdido el rumbo de su función social.

—El año que pasó hubo condenas contra Alvarado, Lelio Ungaro, Alan Funes, Olga Medina, Claudio Mansilla y otras figuras notables del mundo narco. ¿Qué efectos pueden tener esas condenas sobre el fenómeno?

—El problema es social. No lo van a corregir con condenas. La violencia represiva contra la violencia delictiva es tirar nafta al fuego. Pero no hay ningún criminal en ningún lugar del mundo que haya enfrentado al Estado y haya salido victorioso. Cuando el Estado te pone en la mira se acabó. La otra vez, por un tema en boga, de lavado, dos empresarios siguieron el consejo que les di y otro no, porque había que pagar una multa. Nos encontramos en Augustus y me pregunta: “¿Qué puede pasar si peleamos la causa?” Entonces le contesté: “¿Qué va a pasar si peleamos contra toda la evidencia? No lo sé. Lo que sé es que si las cosas salen mal yo me voy a ir con mi mujer a tomar un vino y vos te vas a ir a la cárcel”. “Pero tenemos muchos recursos”, dice. “Sí, pero el fiscal tiene los inagotables recursos del Estado. Tu plata no vale en esta situación, sos menos poderoso que el fiscal”. La historia terminó con esta persona presa. El criminal que no afloja es como el adicto al juego que no puede dejar de ir al casino hasta que pierde todo. Conocí casos de personas que se enriquecieron a partir de cero y que siguieron en el delito y terminaron por tropezar. Cuando son noticia, pierden el poder. “Los que cometemos delitos no salimos en el diario”, me dijo una vez Sergio Rodríguez, “el Frío”, ladrón de bancos y de blindados, un icono del delito. 

—Con treinta años de experiencia, ¿sentís la presión del principio?

—Sí. En una indagatoria le preguntaron a Ariel Cantero, el Viejo, si estaba separado de Celestina Contreras. “Un día me fui yendo —contestó—, me fui yendo, me fui yendo, hasta que me fui del todo”. Bueno, yo hice algo parecido con los casos que atiendo. El tema es que me atrae. Es como si un boxeador se quejara de que le pegan en la cara.


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