El 25 de julio pasado me anunciaron mi fallecimiento. Una mujer rubia, con tono distante, aséptico, fue la encargada de comunicarme la noticia. No se le advertía congoja ni sorpresa. Como si ofrecer el pésame a terceros formase parte de sus habituales tareas. O rituales. El dato, lo admito, me había pasado inadvertido hasta ese momento. Juro que no había indicios que me sugirieran que ese final fatídico me había llegado, aunque tampoco es que me había detenido en los días previos a chequear si atravesaba paredes o podía volar entre la gente.
Con el ronroneo burocrático de quienes se pasan el día enredados en una espiral de trámites administrativos, la empleada de la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) me dijo: “Acá figura fallecido”. Atiné a consultar, buscando estirar la agonía con una suerte de maniobra de primeros auxilios administrativa, si estaba realmente segura. “¿Se fijó bien?”, planteé.
—Repítame su documento —me pidió mirándome de soslayo, con fastidio, obligada frente a mi impertinencia a ratificar algo de lo que sí, estaba segura.
—Sí, acá está fallecido —insistió satisfecha porque el sistema le ratificaba su diagnóstico inicial.
—Debe haber un error —sugerí, aunque sus argumentos parecían cada vez más sólidos. A fin de cuenta, el sistema es el sistema.
Mi insistencia interesó a una mujer mayor, una especie de supervisora que hasta ese momento se mostraba totalmente ajena al trámite. El dato del fallecimiento pareció llamar su atención. Y era atendible. ¿Quién no se sumaría a una conversación cuando se presenta un contribuyente que está fallecido, pero al que se le da por salir a la calle, presentarse a hacer un trámite y cuestionar a la base de datos de la AFIP?
La supervisora dejó la tarea que ocupaba su tiempo —mirar con desgano el movimiento del salón—, dirigió la mirada hacia la computadora, los lentes bien encajados, la pera en punta, los ojos empequeñecidos para intentar hacer foco en la pantalla. Miró el dato, me observó detenidamente, frunció los labios como denotando cierta sorpresa y evitó entrometerse con el diagnóstico. Si su compañera, la rubia, informaba de un fallecimiento, no había nada que hacer. Por mucho que lo lamentara el difunto.
—¿Pero cómo puede ser? Si estoy acá —aclaré como si hiciera falta. Estaba ya enredado en una situación absurda. Eran las 9.05 de una mañana fría, pero soleada. Un buen día para morir, como se titula una de las películas de Bruce Willis.
Ahora sólo me habitaban dudas. ¿Cuándo fallecí? ¿Cómo sucedió? ¿Por qué nadie, en mi entorno, me lo dijo antes? Esa última pregunta me impactó. De pronto, en ese instante, advertí por qué, en casa, hablaba y nadie parecía escucharme desde hacía un largo tiempo. Era eso: estaba fallecido. La AFIP, quizás, tenía razón.
***
Antes de ese 25 de julio lúgubre, en el que tributé mi vida a la AFIP en una especie de sacrificio recaudatorio, batallé durante más de dos meses para inscribirme como monotributista. Un trámite sencillo, pedestre, según me dijeron. Una formalidad vacua. Se me acumularon trabajos sin cobrar, tareas y servicios sin facturar. El bolsillo se fue retrayendo. Los ahorros agonizaban. Era cuestión de días para que le extendieran a mi cuenta bancaria el certificado de defunción. Me urgía facturar porque me apretaban los compromisos.
Inicié el trámite con una contadora. Una amiga entrañable que de ninguna manera quería cobrar honorarios por sus servicios, pero que no podía ocuparse —como era lógico— a tiempo pleno con mis asuntos. Una suerte de asesora a distancia a la que le pedí, el 20 de mayo, iniciar el trámite para inscribirme en el monotributo.
Me solicitó CUIT, mi mail y un dato que le reclamaba la AFIP y que me llamó la atención: el nombre de la compañía telefónica que utilizaba. ¿Para qué querrían ese dato? Quizás, especulo ahora, para que San Pedro o el demonio se comunicaran previamente conmigo en caso de tener que informarme alguna novedad luctuosa.
Pasé ese filtro sin problemas y me informó que tenía una deuda de 8.020,23 pesos. Ahora que lo pienso, ¿serían acreencias por una parcela? Concluí, sin embargo, que aquello era una viejo resabio de otro momento en el que realicé esporádicamente trabajos como monotributista, en 2013.
Todo parecía estar bien, pero no. El 6 de junio me pidieron impuestos a mi nombre para validar el domicilio. No lo sabía en ese momento, pero era el pasaje directo al purgatorio.
“Ayer hicimos la presentación para regularizar el domicilio. Cuando AFIP dé el okey podemos hacer el alta del monotributo”, me comentó mi amiga. Era ya 14 de junio. Los días pasaban y, mis cuentas agonizaban.
El texto presentado a la repartición pública decía: “Atento a encontrarme con estado erróneo del domicilio, confirmo el informado en el Sistema Registral, por lo que solicito la modificación de tal situación”. AFIP respondió que se habían “subsanado” tales inconvenientes.
El trámite, aun con sus demoras, estaba más vivo que nunca. O eso pensé con un entusiasmo inconveniente para este tipo de cuestiones. Como en el fútbol, nunca hay que dar por asegurado un resultado antes de que finalicen los partidos. Mucho menos cuando la AFIP está enfrente. Un rival lleno de recursos y mañas.
El 27 de junio me comentaron que se habían cargado las modificaciones de mi domicilio pero que no se aprobaba el alta del monotributo. Una notificación de rechazo me pedía que “ratificara o rectificara” mi dirección.
Mi amiga me hablaba de una situación a la que definió como “un misterio” (¿se habrá enterado de mi fallecimiento y no tuvo el coraje de informármelo?) y me explicó que si no se corregía el error no era posible avanzar.
Días más tarde me sugirió que fuera yo mismo a la sede de la AFIP, en la calle Alvear. Fui sin turno y el guardia me tranquilizó: me aseguró que él me haría pasar igual. Debí advertir en ese gesto amable, profundamente humano, que despertaba algo de lástima en ese hombre. Quizás él sí podía ver gente muerta, como el pequeño de “Sexto sentido”, la única película que protagoniza Willis donde disparan una sola vez y el actor se muere. Tantos tiros que no le acertaron en la saga de “Duro de Matar” y con uno, en “Sexto Sentido” lo mandaron a jugar en otra quinta. Paradojas de Hollywood y de la perturbación mental de un guionista, que se dio el gusto de lograr lo que otros no: liquidar a Bruce.
Cuando el guardia de seguridad me pidió que pase, con una sonrisa resplandeciente y amable, debí sospechar que me dirigía al patíbulo. Allí me atendió la mujer rubia. El recinto era antiguo, cargado con piezas de mármol. Semejante a las zonas elegantes de algunos cementerios. Allí me informó lo de mi fallecimiento. Impertérrita, después de regodearse con la confirmación del dato, me derivó para que hablara con un compañero. Quizás era el encargado de disponer de mi destino final. Me dijo sencillamente que, como en el Juego de la Oca, había retrocedido varios casilleros y que el trámite del domicilio trabado debía reiniciarse. Seguramente estaba pagando por mis pecados del pasado. Viejas culpas no saldadas. AFIP siempre tiene algo para cobrarte.
Advertido de que mi amiga no podría ocuparse del asunto, y que era conveniente buscar a alguien con influencias poderosas —no debe ser sencillo resucitar a un contribuyente—, el 2 de agosto contacté a una profesional que me recomendaron. Debe ser gente oscura la que me sugirió su nombre, ya que confiaban a ciegas en sus contactos, saberes y poderes. “Andá a verla”, me marcaron seguros de lo que hacían. Seis días más tarde esta contadora completó los trámites y me pasó la documentación pertinente para tributar: credenciales, formularios, constancias y hasta un instructivo para facturar. Anhelante, perturbado de alegría, al recibir esos mensajes sentí que tocaba el cielo con las manos —quizás estaba justamente allí— y una voz que me decía: “Levántate y tributa”.
El domingo 13 de agosto confeccioné mi primera factura. Me sentí más vivo que nunca.