Palabras que matan, palabras que curan
Por J. E. King
Una vez lo comenté como al pasar durante una de esas conversaciones de café, que arrancan distendidas y a veces, transcurrido un tiempo prudencial pierden precisamente eso, la prudencia, la mesura. Todo por una palabra mal dicha o mal interpretada. El tema hacía referencia al comportamiento inesperado y a la vez incomprensible de algunas representantes del género que tanto nos atrae. Me refería entonces, procurando aportar sanamente una cuota de humor a la sabrosísima introducción de “Eva, o los infortunios del Paraíso”, un ensayo del maestro Ezequiel Koremblit. El autor menciona los riesgos que para el sentido común y el entendimiento pueden derivar del lenguaje preciso. Las palabras hasta son capaces de desnudar ciertas intenciones un tanto engañosas o de pretender inyectar algo de confusión a la dinámica de las significaciones, diría un erudito.
La anécdota apunta a una señora que, habiendo enviudado, contrae enlace con el hermano de su extinto marido. Un amigo va a visitarlos y entre sorbos de una copita de anís como se acostumbraba en tiempos pasados, pregunta a quién corresponde el retrato, en alusión al apuesto joven de una fotografía expuesta en el living. Sin dudarlo, la mujer responde categórica: “Ah, ¿ese retrato? Es de un cuñado mío que falleció”.
El escritor Santiago Kovadloff, al analizar la obra de su amigo Koremblit, sostiene que la historia referida no hace más que demostrar la suerte que las palabras corren cuando las operan quienes saben jugar y hacer equilibrios semánticos aún al borde del abismo. Se mezclan mentiras con promesas. Por ejemplo, cuánto nos han insistido desde la cuna sobre las bondades del mérito. La llamada “meritocracia”, esa que permite que el más tonto de los ricos tenga muchas más posibilidades frente al más inteligente de los pobres. El Papa Francisco, al descorrer el velo, sostuvo que la meneada cuestión pasa por dar a todos las mismas oportunidades de crecimiento y desarrollo. Y así debe ser. Porque las buenas acciones y los buenos pensamientos se pagan tan caro como los pecados. Y no podemos ser felices mientras exista un solo ser que sufra.
Y palabra más, palabra menos, un espejo nos devuelve un día cualquiera la imagen de alguien más junto a nosotros. Si miramos bien nuestras pupilas somnolientas descubrirán que detrás hay muchos más. Silenciosos seres nos observan esperando una respuesta a una pregunta innecesaria. En esta ocasión huelgan las palabras. Son pobres carentes de educación, de salud endeble, mal alimentados y durmiendo donde pueden porque tampoco tienen trabajo y menos una vivienda digna. El día que aprendemos a ver y nos involucramos, además de mirar como de afuera, esa casa en sombras que es el alma se ilumina para alcanzar la verdadera dimensión humana. Aunque hoy algunos “contras” de vello largo, instigados por especuladores y factores de poder, insistan en la búsqueda de un golpe de mercado, antesala de un golpe institucional, que les permita retornar a sus corruptos negocios. Su lema es “cuanto peor, mejor”. Y entonces, por asociación repentina, nunca más acertada la máxima de Koremblit al decir que “Dios creó el mundo por medio de la palabra. Un día, por descuido, se atraganta y tose. Y en ese momento apareció el hombre”.