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Fotografía: Sebastián Vargas

Cultura

Marcelo Mogetta: una expedición a los 341 clubes de Rosario en bicicleta

Es imposible no reconocerlo mientras se baja de la bicicleta y analiza el mejor lugar para atarla con una cadena, enfundado en su tradicional atuendo negro: gorra, bermudas, remera de Motörhead. Ni hablar de cuando reconoce al cronista que lo está mirando y larga un estruendoso “¿Qué hacés, pibe?”, estirando las vocales con el mismo vozarrón que se le escuchó durante nueve años en “La manzana que pudre el cajón” (Rock & Pop), ocho en “El mañanero” (FM TL 105) y diecisés y contando en “Un tiro al aire” (LT8).

Marcelo Mogetta es tan rosarino como el Monumento Nacional a la Bandera, y su amor por la ciudad se tradujo en un libro titulado Clubes de Rosario en bicicleta, que presenta fotos de los 341 clubes que existen en Rosario. Sí, 341, como el prefijo telefónico de la ciudad. Sin embargo, el periodista toma distancia del gastado y ya exhausto perfil de la rosarinidad turística, un limón al que los principales medios de comunicación y organismos oficiales insisten en exprimir desde hace demasiado tiempo, como si el último disco grabado por artistas locales hubiera sido Tiempos difíciles (1982), como si desde el último libro de cuentos de Fontanarrosa no hubieran aparecido dos generaciones de escritoras y escritores de primer nivel. 

“Creo que desde los medios hegemónicos u oficiales y desde el Estado se vive haciendo una constante apelación a reivindicar lugares comunes. Particularmente, me tiene sin cuidado; mi interés pasa por auscultar qué se cuece bajo la tierra, escarbar en los mundos subterráneos de la cultura. En lo personal, la llamada trova rosarina me aburría soberanamente; yo a esa edad escuchaba rock y otras bandas de la ciudad. Al bar de Santa Fe y Sarmiento no voy porque te cobran hasta el final de obra de las pirámides de Egipto. La canción es la misma, por no decir la única para algunos medios. Para mí existieron y existen muchas otras canciones que me interesa destacar y que suenen, más allá de festivales oficiales”, explica Mogetta.

Las imágenes que integran el libro —editado por el autor— se asientan en dos coordenadas temporales, las de la ciudad que fue y las de la actual: aquella vieja Rosario que todavía pervive en las manchas de humedad del frente del Club Social y Deportivo Sol Naciente, en el extremo sur de la ciudad, en la que hinchas de Ñuls y Central viajaban juntos en colectivo para ir a ver el clásico, y la actual, cosida por las balaceras y el humo tóxico que provocan criminales a los que el poder político protege.  

Un club es un lugar donde se practican deportes y un punto de encuentro barrial donde se tejen lazos comunitarios en fiestas de carnaval y kermeses; es, también, un salvavidas para pibes y pibas que cuelgan del último peldaño de la escala social. En la siguiente charla con Suma Política, Mogetta, además de brindar detalles sobre su libro y afirmar su amor por el rock, ofrece algunas pistas más sobre las funciones que cumplen estas organizaciones. 

—¿Por qué decidiste hacer un libro con imágenes de los clubes de la ciudad?

—Siempre tuve la incógnita de saber cuántos clubes hay en Rosario. En plena pandemia, y para poner las neuronas en movimiento, me puse a trabajar. Quería saber, en esta etapa adulta de mi vida, qué había sido de algunos clubes a los que fui en mi infancia y adolescencia. En algunos jugué a la pelota, en otros fui a despedidas de soltero y a recitales. Yo pasé por Rowing, Horizonte, Nueva Aurora. Había empezado a hacer, años atrás, una lista a máquina. Si pasaba con el colectivo por la puerta de algún club, lo anotaba en una libreta y, cuando llegaba a mi casa, pasaba la información a una lista mecanografiada. Las instituciones cumplen un rol importantísimo en la vida social de la ciudad, en la contención de los pibes y las pibas más vulnerables. Son una alternativa válida a la realidad tremenda que estamos viviendo. 

—¿Cómo fuiste trazando la cartografía?

—A la planilla que tenía, le sumé el Google Maps. Todos esos puntitos rojos que aparecían en la pantalla me ayudaron a organizarme. Empecé por zonas: primero, la Sexta y luego Tablada; después, zona norte, y así lo fui armando, zona por zona. Muchos clubes no aparecen en el Google Maps, pero fue una herramienta que me ayudó mucho en el comienzo. Y para los clubes que no aparecían, apelé a mi memoria. Me preguntaba: ¿estará todavía el club Impulso, de La Florida, al que iba de chico? Y sí, ahí está, con sus canchas de bochas y venta de pollos al frente. Así fui armando la lista, cincuenta clubes por zona, más o menos. Iba con la bici y sacaba una foto del frente del club con la bici apoyada en la puerta. Había días que pedaleaba cincuenta kilómetros, y cuando llegaba a mi casa, anotaba la información que había juntado. No quise dejar ninguno afuera. Era fácil hacer un catálogo por barrio, pero quién soy yo para decir que el centro no es un barrio. Así hubiera dejado afuera a Rosario Central, porque tiene la sede en calle Mitre, o a Sportivo América, porque está en Tucumán al 2100. ¿Están todos? Sí, todos los clubes y agrupaciones infantiles de la ciudad, como Arfi (Asociación Regional de Fútbol infantil) y Ardyti (Asociación Rosarina Deportiva y Turismo Infantil). Fueron tres meses y mil kilómetros de pedaleo, tengo el dato exacto porque cuando me subía a la bici prendía el GPS.



—Recién mencionaste la importancia que tienen los clubes en la contención de chicos y chicas en los barrios más castigados. Son instituciones en las que pibes como Di María o Messi jugaron sus primeros partidos. 

—En los últimos diez años, muchos clubes fueron recuperados por los pibes del barrio. Ejemplos: El Luchador, Federal, Juventud Unida. La década menemista fue una catástrofe para los clubes, y luego el asunto se repitió en los cuatro años de macrismo, cuando muchos clubes no podían pagar la luz. El Club Unión Central, conocido como La Carpita, al que yo iba a jugar al fútbol, en Junín e Iguazú, fue uno de ellos. Está en una zona brava, entrá si querés, salí si podés. Y hoy es una institución recuperada por el barrio. Al Nueva Aurora lo dejaron bellísimo. En otros clubes no pasó lo mismo y hoy son cotos de caza para especuladores inmobiliarios. Algunos son búnkeres que maneja la cana para vender falopa, y otros están en pie porque ahí todavía vive la familia del último bufetero. Jeremías Salvo, de la Red de Clubes, trabaja muy bien porque asesora instituciones en el tema legal para que puedan acogerse a los beneficios que les da el Estado.

—De lo que decís se desprende que existe una conexión entre los clubes de barrio para encontrar soluciones a problemas compartidos. 

—Sí, porque los problemas que enfrentaron fueron los mismos, y eso hizo que instituciones que quizás mantienen una rivalidad deportiva, se sentaran a pensar cómo enfrentar una realidad tremenda. La unión hace la fuerza. En la Sexta tenés clubes importantes, como Atalaya y Sportmen. Y hay otros más chicos como Arizona, en la Siberia. Y de la crisis salieron todos juntos. Todo depende de la manera en la que el barrio se carga al hombro el rescate de una institución con problemas. Y cuando aparecen los pibes y las pibas de treinta años, la cosa mejora. Un ejemplo de esto es el club El Luchador, cuyo presidente es Marcos Migoni, del grupo Farolitos. Ese pibe es una locomotora. 

—Al margen de la violencia que traen el narcotráfico y la exclusión social, hay otra clase de violencia que se extendió por la ciudad en las últimas décadas, ligada a la llamada cultura del aguante. Basta con ver las pintadas en las zonas del Coloso y del Gigante.

—Los medios de comunicación tienen una cuota de responsabilidad en eso. No te olvides que el principal canal de deportes del país emitía un programa que legitimaba las barrabravas. 

—Te referís al nefasto “El Aguante”, de TyC Sports.

—Exacto. Cantar desde la tribuna que se va a matar a un rival porque se lo ve como un enemigo habla de una sociedad fragmentada, porque en muchos casos eso se ha hecho realidad. Eso no va conmigo. Soy futbolero, de Ñubel y del Sala, y tendremos rivales, jamás enemigos. Años atrás, el rock también se empezó a contaminar con esa cultura del aguante. Yo no quiero que se muera nadie, como se cantaba antes en los recitales. Si un artista no me gusta, no lo escucho y punto. Afortunadamente, el rock ha dejado atrás esa futbolización y hoy conviven muchos estilos y artistas en los festivales.

—Los clubes de barrio tienen un capítulo aparte en la historia de la música popular argentina. 

—Exacto. Algunos clubes tenían escenarios de material donde tocaban las orquestas típicas que iban a ver nuestros padres. Yo no vi orquestas típicas, pero sí fui a muchos recitales de rock y heavy metal. Me acuerdo de uno en la Asociación Japonesa, donde Horcas tocó por primera vez en Rosario, en el 91 o 92. En el Club Atlanta también se hacían recitales. En Unión y Progreso tocó V8, y no me acuerdo si en Atlanta vi a Ciempiés. El problema era que la mayoría de esos recitales terminaban a los sillazos. 

—Siempre fuiste un tipo del rock, del palo. 

—El rock fue la trinchera que me permitió cobijarme con pibes que escuchaban lo mismo que yo, pasando noches interminables escuchando los discos hasta del lado de canto: a Deep Purple y Black Sabbath los triturábamos, Pink Floyd me llegó gracias a mis amigos mayores. La bisagra fue la primera vez que me llevaron a ver a Pappo en vivo, con Juan Rodríguez en batería y Alejandro Medina en bajo, en Carcarañá. Eso marcó un antes y un después en mi bagaje musical, en ese momento me dije: Esto es lo mío, esta es la música que me identifica y la gente con la que me siento cómoda… Esa es la música que me sigue gustando y sigo descubriendo hasta ahora, la música que me moviliza y me mantiene vivo. El rock siempre fue y será el combustible que alimente el motor de mi camino en la vida. Yo soy un clásico y mis gustos musicales no pueden soslayar una férrea línea de 4 en el fondo: Pappo, Spinetta, Charly y Gieco. Insuperables, inmortales. Vox Dei, Manal, Pescado Rabioso, El Reloj, La Renga y Divididos jamás dejan de sonar en mis programas de radio. Pero volviendo a los recitales de rock en los clubes: eso tenía fecha de vencimiento porque siempre terminaban a las trompadas. Hoy la fecha de vencimiento pasa por otro lado, por las clausuras de la Municipalidad.

—La política de tolerancia cero con los espacios culturales comenzó en 2013, cuando se creó la Secretaría de Control y Convivencia. 

—Yo tengo claro que desde hace algunos años hay una pauperización cultural en Rosario digitada por el Estado, más allá de los nombres que pasen por los cargos. Entonces, unos pibes reviven un club, lo ponen en regla, consiguen todos los papeles necesarios para hacer un recital, y la Municipalidad lo clausura porque se quejó una vecina. Vivimos en una sociedad muy intolerante a las manifestaciones culturales.


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