“Yo vivo mi sueño hace mucho tiempo”, dice Ástor Zapata (el Negro Ástor para sus conocidos), mientras hunde su mirada en la ventana del bar que da a la Avenida. La Avenida es Pellegrini. Responde así sin titubear, con sencillez, una consulta sobre sus aspiraciones, sobre lo que ansía. Hacedor de canciones, Ástor Zapata (31, rosarino) subió a interpretarlas hace un año al escenario del Teatro Empleados de Comercio, por una iniciativa del Octeto Rosarino, grupo que escribió arreglos musicales propios para temas suyos y otros de Jorge Fandermole, con la participación de ambos en el espectáculo.
Algunos de los que asistieron esa noche salieron del teatro con la sensación de haber respirado un aire renovado: en la percepción de esos pocos o muchos, las canciones de Ástor, con raíces en todos lados, pero a la vez parecidas sólo a sí mismas, venían a inundar, como tantas otras en el curso de los años, el paisaje urbano de Rosario, resignificándolo, saturándolo de nuevo sentido, haciéndolo otra vez real.
Ástor recuerda: “La experiencia con el Octeto fue extraordinaria. Fue mi primera vez en un teatro. Cuando Marcos Huerta me lo propuso tuve gran alegría. Días después regresaron él y Tomás Bozzano y seleccionaron unos temas míos para arreglarlos; cuando me dijeron que la fecha iba a ser compartida con Fánder, tuve un poco de miedo… Aprecio mucho la obra de Fánder. Fue una avalancha de emociones, y el miedo fue porque no sabía si iba a estar a la altura de las circunstancias”.
¿Pero qué tenía de particular esa noche, además de que las canciones de Astor aparecían sumergidas en un contexto de jazz y otras músicas? Lo singular fue que Astor estaba ese día en un escenario, algo un poco más elevado respecto del nivel del suelo. Es que lo suyo es, a diario, la calle. La calle le devuelve un horizonte: su mirada, cuando canta, está al mismo nivel que aquellas de quienes están escuchando.
Sobre las veredas de Avenida Pellegrini, entre Buenos Aires y España, caminándola de este a oeste, con un horario de salida y uno aproximado de llegada, más otras precisiones vagas respecto de estar en la puerta de tal o cual bar en determinado momento, el Negro Ástor canta y pasea su arte. “La Pellegrinación” se llama ese espectáculo, que él hace junto a su compañero de ruta, otro músico, Julián Andino.
Medita el Negro Ástor sobre “La Pellegrinación”, sorbe un poco de café y musita: “Son unas horas en las cuales presentamos un espectáculo para que la gente se ablande, se relaje y pueda disfrutar lo que hacemos, sin compromisos, más allá de que pueda o no colaborar económicamente. Por eso nuestro espectáculo tiene algunos chascarrillos, para aflojar. A veces no alcanza con la canción para aflojar ese portal que encierra a la gente…”.
Siempre susurrando, va más allá, o más dentro suyo, mucho más adentro, con su cavilación: “La Pellegrinación no es sólo las canciones que tocamos”.
—¿Ah, no? ¿Y qué es entonces?
—Es también un momento largo durante el cual socializamos con toda la gente que está ahí. Toda esa zona de Pellegrini es un ecosistema: los mozos, los que limpian la vereda, los floristas, los empleados de negocios, los trapitos que cuidan coches… Nosotros cantamos y damos una mano a toda esa gente, ¿entendés? Y ellos a nosotros. Somos parte de ese todo… Una noche íbamos apurados, porque teníamos que hacer el circuito y estábamos un poco atrasados. Pero un trapito nos paró y nos pidió que volviéramos a tocar la canción que un día había escuchado de nosotros (la canción era “Quizás, Quizás”). Nos detuvimos y se la volvimos a tocar. Esas demoras son también una parte de nuestro laburo…
Ástor Zapata arrancó haciendo canciones con su guitarra a los 19 años y hace “cinco o seis”, dice él, que toma más en serio su trabajo en la calle, aunque la seriedad a la que refiere parece haber estado desde siempre en su corazón. “No sé por qué, pero pienso que arranqué tarde, hubiese querido que mi familia me mandara a una escuela artística como la Nigelia Soria”, dice, y se le ilumina la cara al recordar aquello que no fue posible.
Sin embargo, cuando se le pregunta qué desea de aquí en más en torno a su arte, exhibe plenitud: “Yo vivo mi sueño hace mucho tiempo. Soy feliz por hacer lo que quiero”.
—Que la gente te aplauda o no, ¿te da igual?
—No dependo de los halagos, que me dejarían así de chiquitito (gesticula). Tampoco de que la gente me diga si le gusta o no lo que hago. Sí me interesan las devoluciones sinceras. Se trata de poder compartir y laburar mejor, y no por la plata. Soy un tipo austero. Soy artista, para mí con que alcance para pagar el alquiler y una muda de ropa, ya está.
Las canciones de Ástor están hechas con material diverso: aires del Uruguay, giros spinetteanos, aromas del folclore norteño. Con esos fantasmales retazos arma, a tientas o a sabiendas, según el momento, su obra singular. “Lo mío es re visceral. Aprendí más haciendo que estudiando”, comenta, y vuelve a poner sobre la mesa un puñado de convicciones: “No creo en la fama ni en el estatus. Uno viene escapando de todos los males de la aprobación: la escuela, que te pone un pie encima y te dice lo que está bien o está mal y es todo premio o castigo; la familia, los mandatos. Si la cosa no fuese así, nuestra sociedad sería distinta”.
Piensa bastante para mencionar los afluentes que alimentan sus composiciones y sorprende con los primeros: Alfredo Ábalos y Armando Tejada Gómez (“mi viejo ama el folclore, también es músico, toca la guitarra y canta”, apunta). Cita a los Aca Seca, a Carlos Aguirre. “Saliendo del folclore, el Flaco (Spinetta), él supo tocar la fibra de muchas cosas importantes, y también Charly. Después te diría que tengo un equipo de preferidos en los uruguayos: Hugo Fattoruso, Eduardo Mateo, Fernando Cabrera y un grande para mí, El Príncipe, Gustavo Pena”.
—Si te pregunto de qué hablan tus canciones, ¿qué decís?
—No sé de qué hablan mis canciones, ese es mi sello. Por ahí hay algo subliminal, no explícito. Me gusta hablar de nuestro paso por aquí. Con los años vas atando cabos, te vas frustrando y te vas realizando, tristezas y contentos. Vas dándote cuenta… El tiempo, el paso por aquí, te da la posibilidad de aprender. Abordo todo eso. Hay una memoria emotiva de la nostalgia. Creo que mis canciones van sintetizando, sin saberlo, algunos procesos: algo que quedó de la niñez, de otro tiempo. Como si cada canción fuera el cierre de algo… Y el amor, claro, predomina el amor, las compañeras, las parejas que tuve.
Cae la tarde. Ástor posa otra vez su mirada en el ventanal que da a la Avenida. Pellegrini ya no está desierta como al comienzo de la pandemia, pero la cuarentena diezmó su paleta de colores, quitó brillo al espectro variopinto de su ecosistema. Lejos de las ofertas virtuales, peregrino de su arte, el Negro Ástor sueña con caminar. Y cantarle a la Avenida. Cuando los días grises digan adiós.
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Músico, periodista y gestor cultural. Licenciado en Comunicación Social por la UNR. Fue editor de las revistas de periodismo cultural Lucera y Vasto Mundo.
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