Entre los movimientos nerviosos de los vecinos de Villa Banana, en el oeste rosarino, y la ira contenida de los policías, este mediodía caluroso del miércoles 19 de diciembre de 2001 una persona se anima a cruzar el límite que separa a esas dos facciones. De un lado de Presidente Perón y Lima, la gente con hambre. Del otro, el supermercado y los agentes armados. El cura del barrio, Agustín Amantini, se acerca al jefe del operativo. Le habla del reclamo legítimo de comida, de buscar una salida negociada a la tensión; le pide evitar tanto el saqueo como la represión.
El oficial le pone una mano sobre el hombro y le responde con media sonrisa de sarcasmo.
—Padrecito, sabe lo que tiene que hacer usted, váyase a rezar. Lo que tenemos que hacer con la gente lo sabemos nosotros.
Alarmado, Amantini llama de urgencia al arzobispo de Rosario, monseñor Eduardo Mirás. Le pide su presencia de inmediato. El máximo referente de la Iglesia de la ciudad había comprometido su ayuda ante los curas villeros y cumplió. A los 15 minutos, Mirás baja de un auto particular, entre corridas y disparos. Su figura desentona entre uniformados que arrojan gases lacrimógenos.
La tapa del diario La Capital avisa que el FMI no aprobó el plan económico argentino y arriba de la foto por “La fiebre Bandana” desatada en la ciudad asegura: “Las cajas de alimentos ya están llegando a la gente”. Pero en Villa Banana no hay cajas, ni comida; hay balas.
La situación se descontrola. La periodista Norma López llega en el móvil del canal de cable y se sorprende con imágenes parecidas a lo que vivió días atrás en Travesía y Olivé, en zona norte, y en Las Flores, al sur. Pero la Policía ahora parece no tener freno. Tampoco ve funcionarios políticos para negociar. Le llama la atención que las familias sacan a los chicos de la calle como si hubiese un bombardeo. O una fumigación. En un momento se le nubla la vista, se ahoga y unas manos la agarran y rescatan desde atrás.
—Tomá esto, limpiate, mojate —le dicen unas personas que no conoce y que la sacan de una zona colapsada de gases.
—Flaca, quedate acá, no te vayas —la cuidan.
Norma siente en el cuerpo algo que ya había pensado y hablado con otros movileros de calle. “Acá somos todos laburantes y entre laburantes nos ayudamos”, se dice. Lo que parecen tres bandos (los manifestantes, los policías —más los servicios de inteligencia de civil— y los periodistas) se rompen en una red de solidaridad cruzada cuando la violencia se desata. La trabajadora de prensa de 35 años se recupera y levanta la vista. Los vecinos le muestran los impactos de bala de goma: en las piernas, en las espaldas. Le exhiben también, como denuncia, restos de proyectiles de plomo.
El arzobispo Mirás se va del lugar. Dirá a los periodistas que el país está “absolutamente ingobernable” y “en anarquía”. A los dirigentes sociales Antonio Tesolini y Gustavo Brufman los perdigones le dan en la cara, a uno, y en la espalda, al otro. Con ellos está Gustavo Martínez, el secretario de ATE, que lee una provocación: los agentes inyectan los gases adentro de la villa para que la gente salga. Cree también que le apuntan a todos los que intentan mediar o frenar la represión. No hay margen para frenar esa locura. Alguien bajó la orden, concluye.
Al rato le avisan que en otro punto de la ciudad, en el barrio Las Flores, un policía disparó contra su compañero Claudio Pocho Lepratti quien, como ellos, pedía desde el techo de una escuela que dejaran de tirar. La cacería había empezado.
***
Ese mismo 19 a la tarde, Marcelo Nocetti sale de Rosario hacia Villa Gobernador Gálvez, donde vive. Desde Circunvalación ve un remolino de patrulleros y balazos hacia el barrio Las Flores. Marcelo trabaja en LT8 como conductor. No tiene experiencia de calle pero llama a la radio para avisar lo que está pasando y se ofrece a salir con su auto a recorrer la zona.
A la altura del puente ferroviario, uno de los accesos a esa ciudad vecina, sobre Juan Domingo Perón al 1000, hay movimiento y se baja a ver. Unos muchachos toman un camión jaula. Hacen bajar al chofer y abren la puerta de atrás. Un cebú enorme sale endemoniado y empieza a batallar contra los autos. Con un cuerno levanta un Fiat 128 de un costado. A Marcelo le cuesta reaccionar pero tiene que hacerlo: esa bestia se le acerca.
Se sube al auto y empieza a escapar de una amenaza impensada. Se cree a salvo pero el espejo retrovisor le confirma que aquel momento de realismo mágico está ocurriendo. El cebú galopa por la calle hacia él. Por fin el animal dobla y se va para el lado del río. “Será asado para muchos”, piensa Marcelo y sigue adelante.
Cuando llega al supermercado La Gallega de avenida San Martín, hay otro tipo de corridas. Hombres y mujeres salen con bolsos cargados. La persiana del comercio está abierta unos 50 centímetros y desde el frente, cinco policías gatillan contra la multitud en fuga. Él se acerca hipnotizado por el peligro. Dos milicos vestidos con hombreras y cascos como tortugas ninjas le apuntan con sus Ithacas a la cabeza.
—¿Usted qué hace acá?
—Soy periodista —alcanza a responder Marcelo con el cagazo más grande de su vida.
—Muéstreme la credencial.
—No tengo.
Marcelo sí tiene el teléfono con el que sale al aire por LT 8 pero allá arriba, en las manos levantadas como si fuera un delincuente. Se le acerca otro agente, un morocho petiso y retacón, vestido con ropa común de la fuerza.
—Vos sos como Dios, estás en todos lados.
Es Luis Armando Quiroz, un suboficial que hace guardias en el hospital donde trabaja la mujer de Marcelo y lo reconoce. El policía sonríe mientras gatilla. El periodista de 38 años no entiende del todo la escena ni por qué usan las armas reglamentarias en lugar de las de disuasión.
—¿Las pistolas también llevan balas de goma? —le pregunta.
—A estos negros de mierda si no los paramos con balas de verdad no los paramos con nada —responde Quiroz.
A una cuadra ve un tumulto y corre. Hay una mujer tirada. Aún no sabe que se llama Graciela Acosta. Que tiene 35 años y es madre de siete chicos. Que morirá más tarde por el balazo que acaba de recibir. Pero esos ojos negros gigantes de terror no se le olvidarán jamás.
***
Leonardo Vincenti y Carolina Monje salieron de la redacción del diario El Ciudadano hacia un supermercado de zona sur. Iban a cubrir un saqueo pero cuando llegan al comercio de barrio, sobre calle Ameghino casi 1° de Mayo, no hay nadie. Leo saca la cámara con rollo (aún no trabajan con las digitales) y empieza a hacer algunas fotos para ganar tiempo. Del interior del local aparece un hombre de unos 45 años totalmente sacado.
El joven de 26 hacía dos que había entrado al diario. Le tocó cubrir homicidios y situaciones tensas pero nunca había sentido el temor de un arma que le apunta en la cabeza, como ahora.
—¡Dame el rollo, dame el rollo! —le grita el comerciante que interpreta que están marcando su negocio, que después de las imágenes llegarán los saqueadores.
—¿Qué? No, no te doy nada.
—Dámelo.
Leo sostiene su posición mientras intenta tranquilizarlo. El hombre le manotea la cámara, le arranca un bolsillo del chaleco de fotógrafo y lo amenaza. La hija del comerciante irrumpe y logra frenarlo. Se vuelven adentro. El reportero gráfico se queda temblando y con su compañera periodista que quedó paralizada detrás de él regresan a la redacción. A la noche, él vuelve con su hermano al lugar para buscar a ese tipo. Con las horas, el miedo mutó en bronca y quiere venganza. La hija, otra vez, media: le pide que no le hagan nada.
—Mi papá está muy nervioso, perdón, perdón.
La calle es una hoguera de furias encontradas. Los saqueadores no quieren ser retratados, tampoco los dueños de los negocios; mucho menos la Policía. Cualquiera puede ayudar; cualquiera puede ser un enemigo. En esas horas, pero en la ciudad de Santa Fe, un comerciante mata de un escopetazo a Marcelo Pacini, un chico de 15 años que había ido descalzo hasta el lugar porque le dijeron que iban a entregar bolsones de comida. El dueño del local es un ex militar que enfrenta armado el saqueo. El supermercado se llama “Bienestar”.
***
La redacción de La Capital está dada vuelta. Las secciones borraron sus límites y todos entran y salen al calor de los datos que llegan desde la calle. Claudio Berón trabaja en Región pero este jueves 20 se postula como voluntario para ir a los barrios. Algo estaba pasando en Vía Honda y se va con Marcelo Bustamante, uno de los fotógrafos, a la zona sudoeste de Rosario.
Antes de llegar, en avenida Avellaneda y Amenábar, el caos toma forma de cuadro surrealista. Un grupo de policías lanza gases hacia el interior de la villa, desde la vereda este. Disparan contra blancos que no están claros, al menos para él. No hay supermercados ni almacenes chinos bajo asedio como en otros puntos de la ciudad. Los patrulleros surcan las callecitas internas, se detienen en una casa y salen cargados con motos o bicicletas o alguna heladera. Claudio no entiende si es un saqueo paralelo o si los agentes están detrás de algún grupo que viene de robar en otro lado.
La únicas certezas son la violencia y el descontrol. Cuando los gases cesan y las balas se toman una tregua, Claudio vislumbra un alto el fuego. Deja la seguridad de la avenida y se mete solo en la villa en busca de testimonios. Camina una cuadra, toma un pasillo lateral y dos jóvenes en una casa le cuentan sobre esas horas calientes. Son albañiles que llegaron hace unos años de Chaco y le relatan que la noche anterior la Policía se llevó gente detenida. La razia agravó los ánimos.
Al rato, Claudio sale de la vivienda.
—Chau, suerte.
Lo único que tiene el periodista de 37 años es un grabador negro con caset. Ninguna otra identificación como cronista. Siente un golpe en la espalda. Como si el manubrio helado de una bicicleta se le hubiese clavado en la zona lumbar. No escuchó ninguna detonación ni vio a nadie. Decide preguntarle a los pibes que estaban con él.
—Fíjense qué tengo en la espalda.
—Es un tiro.
A Claudio se le vienen escenas de películas. Intuye que puede desmayarse en cualquier momento y entonces empieza a contar. “Uno, dos, tres, cuatro”; al minuto sigue de pie y conciente.
—¿Y qué bala es?
—Es un 22.
La respuesta lo asusta más. Sabe que ese calibre es traicionero. Rebota y puede generar cualquier tipo de heridas secundarias. Intenta caminar. Puede. Pero la hostilidad de afuera no lo ayuda: los gases y los tiros se reinician.
Aún 20 años después, Claudio seguirá sin explicarse contra quiénes estaban en guerra los agentes del orden. Podría haber uno o dos delincuentes armados en el barrio pero no era la Rosario de las bandas narcocriminales repletas de pistolas y ametralladoras.
Al final, toma una decisión extraña pero que en esa anomia le parece lógica: se saca la camisa blanca y se la ata a su mano izquierda como una forma de llamar la atención y evitar ser baleado (por segunda vez).
Desanda el pasillo, vuelve hacia Avellaneda y ahí está la barricada, la trinchera policial con su guerra fantasma. La imagen de aquel hombre con jean, torso desnudo, sangre chorreando por las piernas y una camisa blanca como una bandera en son de paz emerge del interior de la villa bajo ataque. Uno de los agentes festeja. Dice algo así como “se rinden”. El fotógrafo del diario y otros colegas lo reconocen.
—Pará, no disparen que es periodista.
A Claudio lo suben a un móvil de prensa y lo llevan al viejo Hospital de Emergencias Clemente Álvarez (Heca). Nunca pierde la conciencia. Ve desde la sala a los médicos que corren con sus guardapolvos manchados de rojo, los llantos en los pasillos, el ir y venir de las camillas. Esas horas dementes, y la bala calibre 22 que le queda encapsulada en el músculo psoas, ya no se le irán del cuerpo.
El abismo y las dos ciudades
Claudio Berón fue uno de los 200 heridos que ingresaron a hospitales públicos de Rosario en esos dos días. Sólo en los barrios de la ciudad hubo seis asesinados por la represión de una fuerza heredera de las prácticas de la última dictadura cívico militar. Fue la mayor densidad de violencia por cantidad de habitantes en Argentina. Los muertos en la provincia fueron nueve.
Cuando declaró ante la Comisión Investigadora No Gubernamental de los hechos de diciembre de 2001, el entonces ministro de Gobierno Lorenzo Domínguez aseguró: “A Berón lo baleó gente que no era de la Policía”. Quiso utilizar su caso como una evidencia de que había grupos armados en las calles, una justificación de la masacre.
—Pero la Policía informó que hubo 318 detenidos y sólo dos tuvieron causa por tenencia de armas —le repreguntaron desde la Comisión.
—Ha transcurrido mucho tiempo, ha habido más aporte de evidencias. En ese momento no veíamos las cosas como las estamos viendo ahora. Ahora hay un cuerpo de información mucho mayor —retrocedió el ex ministro.
En ese informe, el propio Domínguez afirmó que el subsecretario de Seguridad y ex Side, Enrique Álvarez, conducía la fuerza. Señaló que Álvarez no respondía ante él sino que se comunicaba de forma directa con el gobernador Carlos Reutemann, quien nunca fue citado a declarar en las causas judiciales.
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Marcelo Nocetti fue testigo del crimen de Graciela Acosta en Villa Gobernador Gálvez. La bala policial que una compañera de Graciela rescató y guardó salió del arma del policía Luis Quiroz, el mismo que reconoció tirar con balas de plomo. Su testimonio fue clave para la causa judicial pero antes de eso el periodista transitó meses de amenazas y angustia en soledad.
“Yo conté en la radio varias veces todo lo que vi. De tanto decirlo al final un fiscal me llamó de oficio. Me quedé guacho solo con mi familia sin ningún de tipo de protección del Estado. Un día dos milicos fueron a buscar a mis hijos mellizos a la casa de mi suegra, que por suerte no se les dio. Tuve llamadas telefónicas en las que me decían: No digas nada, tené cuidado. Otra vez se metieron en mi casa y me cagaron en todas las habitaciones, no se llevaron casi nada, salvo unas zapatillas. Nos tuvimos que mudar”, recuerda.
“Todavía hoy tengo cierta precaución de mirar para todos lados antes de entrar a mi casa. El tipo (por el policía Quiroz, el único sentenciado en la provincia además de Esteban Velázquez, el asesino de Pocho Lepratti) estuvo 11 años en cana. Siempre pensé que podía haber alguna represalia en mi contra y eso me sigue dando vueltas en la cabeza. Es un temor que nunca me soltó y me produce mucha angustia”, dice el hoy periodista de 58 años, con cuatro hijos.
Marcelo no tiene claro si aquel trauma dejó un aprendizaje colectivo: “No sé si nos dejó una enseñanza porque Reutemann fue senador nacional sucesivamente y mantuvo sus fueros hasta que se murió. Tenemos muy poca capacidad de absorción; somo una esponja vieja en donde una noticia tapa la otra. Tampoco sé si haría de nuevo lo que hice. Porque puse en riesgo a toda mi familia. Cierro los ojos y aquello es un película que pasa”.
Para Claudio Berón, “la crisis sirvió para organizar muchas instancias: algunas se fueron perdiendo como las asambleas o el trueque pero quedaron muchas agrupaciones sociales. Fue una bisagra. Ya no podrían darse los saqueos y la represión de nuevo porque se generaron anticuerpos”.
“Pero hay otros caldos de cultivo —aclara el aún periodista en La Capital—. No desde lo colectivo sino desde lo individual, por la precarización, hoy cualquier pibe te balea una casa por 5.000 pesos sin preguntar. Rosario perdió mucho en estos 20 años, la solidaridad con el otro, por ejemplo. Cambió totalmente la configuración social. La ciudad de 2001 no existe más. Antes no había bandas como las de ahora. La gente tiene miedo y está armada”.
***
No hubo un diciembre de 2001 sino muchos. En Rosario fueron sobre todo dos. Mientras las manifestaciones del centro y el Monumento eran con cacerolas y banderas, casi una fiesta de rebeldía cívica, los barrios de la periferia olían a humo y sangre.
Ese contraste asoma en las escenas del muy buen documental “Pedacitos de cristal”, realizado en 2003, entre otros, por Norma López, ex movilera, hoy concejala del Frente de Todos. Desde su oficina en el Palacio Vasallo, Norma recuerda aquellos días y se emociona casi de inmediato. “Para mí fue un click”, reconoce y explica: “El llanto de la mujer que no podía darle de comer al hijo, el del hombre sin trabajo. El salvajismo de los asesinatos por parte de una Policía que ganaba dos mangos con cincuenta y la impunidad después. Es muy fuerte todo lo que pasó”.
“Aún me acuerdo de un carnicero que me pedía por favor que no me vaya. Veníamos de Villa Banana el 19 a la tarde y nos fuimos con Charly López a Avellaneda y Amenábar. Si te vas me revientan el negocio, me decía. Y yo me tenía que ir. Ya era de noche y tenía que volver al canal (Cablevisión)”, cuenta y se vuelve a quebrar.
En esa zona, al día siguiente, balearon a Claudio Berón, que por entonces era su pareja y tenían dos hijos de 10 y de 5 años. Cuando le avisaron a Norma, fue al viejo Heca. Los vidrios de la guardia, por Virasoro y Mitre, habían sido tapados con papeles de diario. Las noticias de ayer ocultaban los heridos que desbordaban las salas e inundaban en el piso.
“En 2001 había un abismo entre la gente y los políticos. Veníamos de la pérdida de derechos laborales con la reforma de la Banelco (las coimas que denunció Hugo Moyano), del ajuste del 13 por ciento a los jubilados de Patricia Bullrich y después el corralito”, reflexiona la edila peronista y admite el “impacto” de volver a ver en el documental la imagen de una bandera colocada sobre la puerta del Concejo. Decía: “Cueva de ladrones”. Al lado, otro mensaje contra el FMI. La antipolítica y la condena al neoliberalismo convivían juntos en aquellas manifestaciones (al igual que el piquete y la cacerola).
“Todavía no terminamos de reflexionar sobre eso —sigue—. Hubo reacciones del Estado, que tuvo que cambiar. Por ejemplo la decisión de no reprimir protestas sociales que tomaron los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina. También surgieron y se modificaron las organizaciones sociales. Pero hay otros roles que no fueron repensados: cómo trabajan los maestros o los policías; hay cosas de fondo que no se revisaron”.
[Fotografía de portada: Héctor Río]
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