Estas reflexiones me permiten sumarme al debate provocado por la decisión de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, al disponer que la doctora Ana María Figueroa cesara en su cargo de Jueza de la Cámara Federal de Casación Penal por haber cumplido recientemente 75 años.
Por cierto que en los tres poderes del Estado su cumpleaños no ha pasado desapercibido y no precisamente para mandarle un cordial mensaje de felicidad.
Mi análisis se va a limitar a las interpretaciones de las normas constitucionales y las consecuencias que de ello derivan, para darle o quitarle validez a lo actuado. Sin embargo, no se me escapa que detrás de esto hay —como no podría ser de otra manera— motivos políticos que fundamentan y justifican las interpretaciones normativas, para conseguir determinado objetivo estratégicamente perseguido, incluso al margen de toda ética. En mi caso, escribo desde el lugar académico que desde hace años vengo ocupando en distintos ámbitos.
Como se enseña en las facultades de Derecho, el transcurso del tiempo incide en muchas regulaciones normativas. En ocasiones, para dar lugar a las ficciones que dan fundamento al derecho, regulando el ejercicio del poder estatal y también a los límites que la ley le impone. Precisamente en el ámbito de nuestra Constitución nacional hay muchas referencias a plazos, a términos, como por ejemplo ocurre con la duración de los cargos electivos o —lo que aquí interesa— con referencia a la edad de los jueces federales. Precisamente, una característica esencial del sistema republicano lo constituye la periodicidad en el ejercicio de los cargos. Los titulares del Poder Ejecutivo o Legislativo tienen un mandato acotado en el tiempo, lo que no ocurre en el Poder Judicial.
A los jueces federales los nombra el presidente de la Nación en base a una terna vinculante que le remite el Consejo de la Magistratura y teniendo en cuenta su idoneidad, debiendo contar con el acuerdo del Senado (art. 99 inc. 4 CN). Así, el nombrado permanecerá en su cargo mientras “dure su buena conducta” (Art. 110 CN).
No obstante, la situación se modifica cuando se llega a la edad de 75 años, en cuyo caso necesitarán de un nuevo nombramiento y de un nuevo acuerdo del Senado por cinco años más. En efecto, el tercer párrafo del mencionado artículo 99 inc. 4 que regula las prerrogativas del Poder Ejecutivo limita la actuación de un magistrado federal, tal como lo expresé antes. Transcribo textualmente lo que aquí interesa de nuestra Constitución nacional: “Un nuevo nombramiento, precedido de igual acuerdo, será necesario para mantener en el cargo a cualquiera de esos magistrados, una vez que cumplan la edad de setenta y cinco años”.
Este es el marco normativo que debo tener presente para cualquier análisis constitucional que refiera a la duración de los cargos judiciales.
Abordando el caso de la doctora Ana María Figueroa, y sin tener en cuenta precedentes de la Corte, se dieron las siguientes circunstancias:
—En primer lugar, su deseo de querer continuar trabajando en el puesto de magistrada de la Cámara Federal de Casación Penal.
—En segundo término, un Poder Ejecutivo que consideraba de utilidad mantenerla en el cargo y por lo tanto realizó el nombramiento, remitiéndolo al Senado para conseguir el imprescindible acuerdo.
—En último término y para cerrar el debido proceso constitucional, el Senado se reunió, lo trató, y por simple mayoría decidió aceptar su designación por cinco años más.
Pero antes de que el Senado lograra reunirse, demorado por dificultades en obtener el quórum requerido para darle validez a sus sesiones, la Corte Suprema de Justicia resolvió que la doctora Ana María Figueroa habiendo cumplido sus 75 años y no teniendo el nuevo nombramiento en forma, debía “irse a su casa” y dejar el cargo en el alto tribunal penal.
Esta decisión merece nuestra crítica que en breve síntesis trataremos de consignar. La Corte Suprema de Justicia de la Nación no tiene facultades que emanen de la Constitución nacional para hacer lo que hizo. Además, la doctora Figueroa estaba en su despacho legalmente constituida como magistrada, y como tenía 75 años cumplidos, esperaba que terminara el procedimiento ya iniciado para obtener su nuevo nombramiento en forma.
El grave error conceptual de la Corte, que no deja de llamar mi atención, no es sólo exceder su competencia sino interpretar equivocadamente el texto constitucional. La Constitución nacional no dice que los jueces cesan en su cargo el día que cumplen 75 años de edad, sino algo muy distinto. Establece que los que lleguen a esa edad van a necesitar un nuevo nombramiento del PE y un nuevo acuerdo del Senado. Pero llegar a esa edad, implica transcurrir todo el año que separa un cumpleaños del próximo. Quiero significar que la interpretación correcta de este tercer párrafo del inciso 4 de la Constitución nacional, supone que aquel juez o jueza que llegue a cumplir 75 años, no por ello cesa automáticamente en sus funciones. Que tiene todo ese año, para conseguir que el Poder Ejecutivo lo nombre y consiga el acuerdo. Obviamente, el límite temporal lo constituye el día anterior a su cumpleaños 76. De manera que a mi entender el Poder Ejecutivo puede realizar el nombramiento antes o después de cumplidos los 75, y el Senado lo tendrá que tratar apenas consiga quórum para sesionar.
Las conclusiones a las que arribo son fruto de la primera regla interpretativa de una norma, que es la que ofrece el sentido gramatical de sus palabras. Esta interpretación es la razonable, la que haría cualquier persona desde su sentido común. Nombrar a un juez es un proceso complejo, para el que se necesita tiempo. El Poder Ejecutivo tendrá que analizar si el requisito de la idoneidad está presente, sobre todo si hay otros candidatos que entran en competencia.
Como fuere, el único modo en que se puede entender (pero no justificar) la absurda interpretación y desmedida actuación de la Corte, es que la movilizan intereses que superan su misión de custodiar la vigencia de la Constitución nacional. Esto mismo se traslada a la oposición en el Senado que se negaba a formar quórum, y en muchos casos sin ningún pudor, aceptando que no querían que la doctora Figueroa continuara en su cargo. Estas conductas se inscriben en la distinción que alguna vez hiciera Foucault, entre ideologías y patologías. En los enfoques ideológicos, las epistemes obviamente se ven influenciadas por los conceptos que se tiene de la persona, de la sociedad, del Estado, de la política, de la República, etcétera. En cambio, en lo patológico, todo ello se deja de lado y cualquier interpretación es válida siempre que permita cumplir el objetivo político perseguido. Aquí es donde la ética entra en crisis.
Todo lo ocurrido se agrava en estos tiempos de tremenda crisis que afecta a la imagen de un poder judicial devaluado. Cuando se espera que las cúpulas judiciales se comprometan con discursos lógicos, éticos y fundamentalmente abracen con pasión la defensa del estado de derecho, me encuentro con otro episodio más, que lamentablemente, defrauda esa expectativa. Todavía falta saber cómo se destrabará esta situación, donde el conflicto está planteado porque la decisión de la Corte choca abiertamente con el acuerdo senatorial que perfecciona el nombramiento de una magistrada que nunca debió ser molestada en el ejercicio de sus funciones. Quizás, en este último aspecto, se encuentre la explicación de toda una estrategia política que la necesitaba fuera del ámbito jurisdiccional. En ese sentido, es obvio que el objetivo fue cumplido y la actual vicepresidenta de la Nación tendrá que enfrentar en juicio los hechos por los que antes había sido sobreseída.