La verdad sobre el asesinato de Armas: mafia en la Justicia, impunidad y olvido


Osvaldo Aguirre
El sábado 8 de febrero de 1986, minutos después del mediodía, un hombre de entre 30 y 40 años que vestía un saco marrón a cuadros y llevaba un ataché de cuero vacuno asesinó de dos disparos al abogado Mario Domingo Armas, diputado provincial por el Partido Demócrata Progresista. El crimen ocurrió en el edificio de cocheras de Paraguay 842, donde la víctima guardaba su auto, y se convirtió en uno de los misterios aparentemente insondables de la historia criminal de Rosario.
Armas fue encontrado al lado de su auto. No parecía un intento de robo: conservaba su billetera y el reloj Rolex que usaba en la muñeca. El asesino lo baleó en el pecho y después en la sien derecha, a corta distancia, la rúbrica de un sicario. Un vecino que guardaba su auto en la misma cochera lo vio ingresar al edificio a pocos pasos de distancia del diputado y dijo que le había llamado la atención porque “tenía una cabellera muy rara”, como si se hubiera puesto una especie de postizo.
El juez de instrucción Ernesto Atilio Pangia quedó a cargo de la investigación. Su posterior ascenso a camarista seguramente no fue un reconocimiento a su intervención en el caso, ya que no logró avances. La pesquisa policial se interesó por la vida privada de Armas, sin ningún resultado. Tampoco se encontraron motivos en su actividad profesional, dedicada a juicios civiles y comerciales.
Hubo un aspecto que quedó al margen de las averiguaciones, como si se diera por supuesto que no podía relacionarse con el crimen: en la Legislatura provincial, Armas integraba la Comisión de Acuerdos de Magistrados, encargada de la designación y del control de la actividad de los jueces. Los investigadores tampoco creyeron que pudiera vincularse con otros episodios posteriores de la época, como los atentados con explosivos contra la casa del juez Ramón Teodoro Ríos (600 gramos de trotyl, el 2 de septiembre de 1986) y el estudio del abogado Rodolfo Monserrat (dos veces, el segundo lo redujo a escombros) y el intento de asesinato de Jorge Omar Majul, ex abogado de la CGT, el Instituto Provincial de la Vivienda y el estudio de Héctor Cerrutti, abogado de la Unión Obrera Metalúrgica y factótum de la candidatura de José María Vernet a la gobernación.
Fue Majul, precisamente, el primero en articular esos episodios en principio desconectados, después de recibir cuatro disparos en la noche del 3 de julio de 1987. Apenas se repuso del ataque citó en su estudio a Mario Lisandro Armas, el hijo mayor del diputado. “Me comentó que a él lo había intentado matar gente de Cerrutti y que él consideraba que el asesinato de mi papá venía por el mismo lado. Me dijo que mi padre, como diputado, era una persona que molestaba a ese estudio jurídico”, declaró Armas en 2017, cuando se reabrió la investigación.
Treinta años atrás, el dato ni siquiera fue incorporado al expediente. El juez Pangia se limitó a los resultados de una pericia balística, según la cual los proyectiles que mataron a Armas —calibre 22— no fueron disparados por el arma utilizada contra Majul.

El padrino y sus ahijados
La situación del Poder Judicial de la provincia era un tema espinoso desde la restauración de la democracia. Ángel D’Ambrosio, en una entrevista con Carlos del Frade, reveló que la cuestión se resolvió durante una reunión en el estudio de Cerrutti, en Dorrego y Cerrito. Miguel Gómez, secretario general de la UOM en Rosario, explicitó las bases del acuerdo, un reparto fundado grosso modo en los resultados de las elecciones provinciales de octubre de 1983: los juzgados de instrucción y los laborales quedarían bajo el control del peronismo, y los civiles y comerciales para el radicalismo.
Así entendida la independencia de la Justicia, “Cerrutti era el dueño de los tribunales a principios de la democracia. El manejo era obvio. Todo se cocinaba en su estudio”, recuerda la diputada provincial Matilde Bruera, entonces recién recibida de abogada.
La influencia del abogado de la UOM se hizo sentir, entre otros manejos, en la designación de Raquel Etchegaray al frente del Juzgado Laboral número 1. “Era el juzgado de Cerrutti, él mismo entraba y se ponía a atender en el despacho de la jueza, que salía a tomar un café”, agrega Bruera.
Un experimentado abogado laboralista recuerda que entonces los juzgados atendían por turnos y que cuando le tocaba al de Echegaray era inútil presentarse, “porque Cerrutti metía todos los expedientes y a las 8.30 del lunes Laboral 1 ya había superado el cupo”.
La X Asamblea Nacional de Abogados, realizada en Rosario antes de las elecciones de octubre de 1983, había planteado la necesidad de reconstruir el Poder Judicial, hasta entonces al servicio de la dictadura militar. “Pedíamos que se pusiera a todos los jueces en comisión y se analizara la trayectoria de cada uno para su confirmación. Eso no se hizo, y en el fuero penal ratificaron a todos menos a Otto Crippa García y [Néstor] Vico Gimena y a Jorge Eldo Juárez en los juzgados de faltas”, dice Bruera. Si bien los jueces desplazados eran los más cuestionados en Tribunales, el criterio para seguir en funciones pareció definirse por la nueva configuración política de la provincia: en síntesis, “el que no estaba vinculado con Cerrutti tenía que irse”.

En los pasillos de Tribunales, donde todo se habla con guiños y sobreentendidos, el abogado de la UOM fue llamado El Padrino. El apodo aludía al poder que le adjudicaban en la designación de jueces y también a personajes de su entorno en la justicia y en la política. “Un personaje siniestro, ostentosamente vinculado a Cerrutti, fue Jorge Martino —recuerda Bruera—. Era un empleado de Tribunales que llegó a ser secretario y que se vanagloriaba de ser agente de inteligencia; llevaba y traía información, había trabajado con Crippa García y fue secretario del Juzgado del Crimen”.
Apodado el Cura por una presunta vocación religiosa, Martino fue nombrado secretario del juzgado de instrucción de Ernesto Martín Navarro, después que éste recibiera la causa por el robo de la documentación de la Conadep en Tribunales, el 8 de octubre de 1984. Como tal, tuvo un rol preponderante en “la desidia, la negligencia y la complicidad [judicial]” con el atentado que organismos de derechos humanos describieron en 2004 en un pormenorizado análisis de la causa.
El estudio de Cerrutti contaba además con los oficios de Raúl Campilongo. Se trataba de un empleado con conocimiento de los trámites judiciales, ya que había trabajado para el abogado Walther Cattáneo entre 1965 y 1979. En abril de ese año ingresó al Ejército como personal civil de inteligencia con las recomendaciones de Jorge Alberto Fariña y de Marino Héctor González, dos de los principales responsables del terrorismo de Estado en el ámbito del II Cuerpo de Ejército. Las funciones del personal civil de la represión suelen quedar en cierta nebulosa; el ex agente Eduardo Costanzo las explicitó en una entrevista con José Maggi: “Nosotros estábamos a disposición de ellos [los mandos del Ejército] como empleados, nosotros nos presentábamos a trabajar y ellos tenían diagramados todo lo que había que hacer, así que salíamos en los autos con ellos a detener a Fulano o a Mengano”.
Después del terrorismo de Estado, donde utilizó el alias Ricardo Campodónico y fue conceptuado como “elemento de gran valor”, Campilongo volvió a recorrer los Tribunales —“era como un secretario”, recuerda Bruera— y con el impulso de la UOM llegó a la función pública como titular de la delegación sur del Instituto Provincial de la Vivienda, un área tan estratégica como la Justicia en la visión de Cerrutti.
En diciembre de 2017, José María Vernet se despegó tanto de Cerrutti como de Campilongo. El ex gobernador había sido contador de la UOM pero dijo que el abogado, fallecido en 2011, “me provocó más de un dolor de cabeza: nunca fue parte de mi gobierno, usaba mi nombre y la oposición se tomaba de eso para criticarme” y recordó al ex agente de inteligencia como “un buche”, palabra que define a los informantes de origen turbio.

Un secreto a voces
Una mañana de enero de 2017, en el bar La Sede, el diputado provincial Carlos del Frade le dijo a Mario Lisandro Armas que tenía información sobre el crimen de su padre: Raúl Campilongo se había reivindicado en público como autor del hecho, según el abogado Fernando Mellado. El Juzgado de Instrucción número 11, a cargo de Delia Paleari, reabrió la investigación.
La fuente de la información era Luis Osvaldo “Pancho” Ghezzi, ex secretario general del gremio de los trabajadores aceiteros y ex dirigente del Partido Justicialista en la provincia. Un calificado testigo de época que vino a exponer, más que una revelación, lo que según dijo había circulado desde un primer momento como un secreto a voces.
“Se habló de que a Armas lo mataron por problemas graves en Tribunales, parece que había tocado algo, iba a presentar en la Cámara algo fuerte”, declaró Ghezzi. La presentación afectaba “a la mafia de fuera del Poder Judicial y se nombraba al Dr. Cerrutti” y refería a “una especie de queja por las designaciones, por algunas sentencias que hubo en el tribunal”. La responsabilidad de Campilongo “era algo que se comentaba en la calle”, pero que llamativamente tardó 32 años en llegar al expediente.
En julio de 1987, Jorge Majul ya había acusado a Campilongo como el autor de los disparos que recibió en Sánchez de Bustamante al 300. Y lo reafirmó en 2017: “Yo lo conocía, tenía trato con él —dijo—. Yo lo vi, estaba tirado en el piso, había sido él”. El abogado atribuyó el ataque a diferencias políticas con Cerrutti en torno al manejo de la justicia, en una coyuntura en que la influencia del padrino comenzaría a ponerse en discusión y entraría en declive a partir del decreto del nuevo gobernador, Víctor Reviglio, para la conformación del Consejo de la Magistratura.
“En los años 90, con la elección de Carlos Reutemann y del menemismo, se corre el eje de poder del peronismo y Cerrutti pierde poder. Los gremios industriales quedan liquidados por la política económica y el peso de la UOM, que antes por ejemplo fijaba la paritaria testigo para el resto de los sindicatos, cayó muchísimo”, analiza el abogado Vildor Garavelli.
La pérdida de influencia de “la calle Cerrutti del estudio Cerrito” —como se decía en broma— quedó simbolizada por la destitución de la jueza Etchegaray, al cabo de un jury impulsado por el gobierno de Reutemann, en mayo de 2002. “El Consejo de la Magistratura impidió que algunos impresentables aspiraran a ser jueces. De todas maneras los años han demostrado que no solucionó gran cosa: el Poder Judicial sigue siendo un poder poco democrático, opaco, donde las cosas se hablan entre pocos y varios miembros de la Corte actual vienen de esa época y del acuerdo entre Reutemann y Usandizaga”, dice Garavelli.
Raúl Campilongo resultó sobreseído en la causa por la balacera contra Majul, y tampoco tuvieron consecuencias judiciales las acusaciones que le hicieron Eduardo Costanzo y Gustavo Bueno, otro ex agente de inteligencia. Los investigadores policiales de la balacera fueron nada menos que Rodolfo Isach —ligado a la represión del Ejército y uno de los principales responsables de los asesinatos en el centro clandestino La Intermedia— y Alberto Vitantonio, también involucrado en el terrorismo de Estado durante la dictadura. Una garantía de impunidad.
Majul sostuvo que esa resolución, así como el misterio que rodeó a los atentados contra el juez Ríos y el abogado Monserrat, tenía una explicación: el lobby del estudio de Cerrutti, un blindaje sin fisuras para acciones mafiosas como aquella que alcanzó a Armas.
El trámite por escrito de los juicios y la rutina burocrática de los Tribunales sellaban los mecanismos de impunidad. “El juicio escrito, prácticamente secreto, era una herramienta muy útil para manejar el poder. No sabías qué pasaba en los expedientes. Te los prestaban un momento en el mostrador de los juzgados, por lo que copiábamos a mano las partes que nos interesaban”, recuerda la diputada Bruera. En el fuero penal, “cuando no querían investigar llenaban las actuaciones de papeles y de oficios, los expedientes crecían pero en realidad no contenían nada de valor”.
La reapertura de la investigación del crimen de Armas permitió reconstruir parte de la trama. El asesino intentó ingresar al estudio que el diputado compartía con su hijo mayor en Córdoba 1438, segundo piso departamento A y desistió al comprobar que la puerta estaba cerrada por dentro. De allí se dirigió a la cochera de Paraguay 842.
Entre los testigos de la segunda etapa se contó Gerardo Rosso, el vecino que se cruzó con Armas y con su asesino en la cochera. Cuando le preguntaron si aún tenía presente el episodio dijo que lo recordaba bien y de hecho dio un testimonio detallado. Según su recuerdo, fue convocado a la Jefatura de Policía de Rosario donde le tomó una declaración el jefe de policía provincial, que en el transcurso del diálogo llamó por teléfono a Vernet para ponerlo al tanto. El gobernador le había prometido a María Inés Morra, la esposa de Armas, el esclarecimiento del crimen.
El 22 de diciembre de 2017 el juzgado recibió una declaración informativa de Campilongo. El ex empleado de Cerrutti atribuyó las acusaciones a una campaña periodística en su contra, dijo que en tanto agente de inteligencia se desempeñó como “operativo” —es decir, personal de procedimientos— y recordó que el estudio jurídico “tenía UOM, Teléfonos y UOCRA, el flujo de gente era tremendo”. Añoró el pasado y presumió de su antigua condición de funcionario: “En esa época el estudio no tenía problemas, nadie tenía problemas […] yo era una persona muy pública, la gente me paraba para pedirme cosas, eran terribles las colas y la gente”, afirmó.
Campilongo —cuyo domicilio en el padrón electoral correspondía al estudio jurídico de Wilfredo Scarpello— se negó a participar en una rueda de reconocimiento ante Rosso y al cabo de la declaración el abogado defensor José Manuel Alcacer —en agosto de 2020 fue acusado por el ministro Marcelo Sain por percibir fondos públicos para defender a policías involucrados en la desaparición de Franco Casco— pidió la prescripción de la causa.
Pese a la prescripción, las actuaciones impulsadas en 2017 por el fiscal Marcelo Vienna tuvieron un resultado para la familia Armas después de años de incertidumbre. “No me cabe ninguna duda de que a mi padre lo asesinó el señor Raúl Campilongo ese 8 de febrero de 1986 —dice Mario Lisandro Armas—. Para mí es una certeza. La justicia de entonces no investigó donde tenía que investigar y se ocupó cosas que no tenían nada que ver con el asesinato”.

Memorias y actos fallidos
Mario Domingo Armas nació en Romang en 1914 y se radicó en Rosario durante la adolescencia. En 1939 se graduó como abogado en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Litoral. Desde muy joven militó en el Partido Demócrata Progresista, por el cual fue elegido senador provincial por el departamento Rosario, en 1973.
Sin romper con su partido, se mantuvo al margen de las relaciones con los militares que llevaron a Alberto Natale a la intendencia de Rosario y fue uno de los pocos abogados rosarinos que defendieron a presos políticos en los años 70 y que acompañaron pronunciamientos de organismos de derechos humanos durante la dictadura. En 1983 resultó electo diputado provincial. A su muerte, su lugar en la Comisión de Acuerdos de la legislatura fue ocupado por el diputado justicialista Oscar Somma.
El 30 de octubre de 2013 la Cámara de Diputados de la provincia celebró los 30 años de democracia con un acto en el que recordó a los senadores y a los diputados provinciales con mandato cumplido en el período 1983-1987. El magnicidio del diputado Mario Domingo Armas no mereció ningún recordatorio en particular. Un silencio que prolongaba al que entonces mantenía la Justicia.
“Atando cabos —recapitula Mario Lisandro Armas—, creo que la presencia de mi padre en la Cámara de Diputados, al frente de la Comisión de Acuerdos para la designación de jueces, era un entorpecimiento para quienes dominaban la justicia, por lo menos en la ciudad de Rosario. De eso no me cabe duda. No sé la causa exacta, habría que preguntárselo a Campilongo”.
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