La duda: ¿regresar o quedarme acá? Miedo no es. Vine de vacaciones, me quedé anclado por medidas restrictivas y después me convertí en refugiado. Y sí, siento una gran desconfianza. Veo borroso al padre Estado protector. Con buenas intenciones pero desdibujado a veces por un apocalipsis más. Unos los hubo provenientes de vaya a saber de dónde ni por qué, según registra la historia del mundo, y de los otros, peores, creados por el hombre. La utopía fue sepultada por la distopía. Y si la utopía para algunos nunca existió, vivimos para reforzar esa opinión de un mundo distópico donde las elites poderosas al extremo esclavizan a la humanidad con la ciencia y tecnología a su servicio.
Pobreza masiva, hambre por doquier, contaminación, cambio climático, eugenesia de la cultura. A fuerza de acostumbramiento, los sin nombre ni voz se dejan llevar por mensajes insidiosos que sólo conducen al totalitarismo. Y cuando gobiernos elegidos libremente por el pueblo procuran soluciones, tropiezan con mil piedras y cataratas de mentiras que distorsionan la realidad. El repetido hasta el cansancio: no sé de qué se trata pero me opongo de quienes se disfrazan de revolucionarios y libertarios. Lo de los unos y los otros se perpetúa. Ardua fue la batalla del cielo contra el demonio, pero tuvo un final. ¿Lo tuvo? A medias supongo, porque es eterna.
Recuerdo la ciudad que dejé hace casi dos años para descansar. Vacaciones en un pueblito costero de anchas playas y muelle de pesca que fuera de temporada te hace sentir Pedro Páramo y que se hicieron interminables. Aunque el aire con aroma de flores y pinos es limpio, mucho, la vestimenta es más que sencilla y se puede andar sin peligro en bicicleta y dejarla horas apoyada contra un eucaliptus sin cadenas ni candados. Por cierto, le cabe todas las de la ley. Pueblo chico, infierno grande. Pero son chismes, sólo eso. Aunque abundan.
Lejos distaba entonces mi propia ciudad de ser un paraíso. Patadas, tiros y líos, Invasión narco cada vez más marcada. Pero siguiendo los titulares de los medios de comunicación y de incomunicación, hoy es un infierno. Volver. De la sartén al fuego. Rosario semeja una ciudad de sangre y virus. Rostros de triste abatimiento se esconden antes del atardecer. Cautela y prudencia de ayer se convirtieron en indisimulable terror. La angustia es ahora el vestigio de la libertad, como dijo el pensador danés Kierkegaard.
Recordar la vida anterior a esta pandemia es difícil. Un día el mundo se detuvo como en un relato de ciencia ficción. No más besos ni abrazos espontáneos. Nada de caminar de noche por la Fluvial y escuchar las campanadas de la boya que se agita en el río. Adiós a la última copa de madrugada, a leer un libro junto a la ventana del café mientras los noctámbulos pasan y nos ven como pescaditos rojos nadando en una pecera de agua bendita. Andar de madrugada con sigilo y ojos en la nuca y esperar el ómnibus de los pasajeros somnolientos o un taxi si fue día de cobro. Nunca se está solo en Rosario. Es siempre uno y la ciudad. Volver a empezar, queda mucho por andar, dice la canción. O esa otra que nos recuerda que siempre se vuelve a los viejos sitios donde se amó la vida. Ya tengo media valija armada. Y uno de estos días cambiaré la bruma del invierno tan temido que llega y el penetrante rumor del mar, por esas calles vacías. Por esas veredas que extrañan las suelas de mis zapatos.

