La pandemia desató una tragedia colectiva e impuso una cercanía personal lacerante, insoslayable. No es algo que pasa en otro lugar, no se puede pensar “uhhh, mirá lo que pasa en China”, porque pasa acá a la vuelta, en toda la ciudad, y en la que, de pronto, se abatió un paisaje fantasmagórico: las calles vacías de autos, motos y bicicletas, y las veredas vacías de personas que atendían las demandas de la vida diaria, y lo más impactante: todo se cubrió de silencio, un silencio aturdidor que llenó escuelas, bancos, las peatonales, los bares (¡los bares!).
Desandados ya casi cinco meses, la vida atropella al miedo y a las restricciones (necesarias, desde ya) y como una primavera anticipada, brota en la costa, los parques y la calle recreativa, bares y restaurantes, se suceden los encuentros y se le saca lustre a los más queridos afectos, las relaciones son valoradas en su justa dimensión, opacada antes por una especie de rutina oficializada de la familia, o los grupos.
Lógico, algunos se pasaron al verano sin escalas y contribuyeron a acelerar la curva de contagios. Aprendieron de la peor forma desde varios costados que no es posible ahora compartir el mate, los vasos, las botellas de cerveza o andar a los abrazos y los besos. Pero el grueso de los vecinos adoptaron el uso de barbijos a rajatabla antes de que fuese obligatorio por disposición del Ejecutivo municipal.
Todavía existen discrepancias respecto de la distancia social porque cada uno tiene un metro diferente para medirla. Y sin embargo, en la costa, la gente usó los círculos pintados en el pasto como si fuesen pétalos de una flor adoptando perfectamente la idea de una separación saludable.
En plena subida de la curva de contagios no está para tener una visión superadora, u optimista de la cuestión. Pero tampoco se puede vivir inundado en llanto permanente por la certeza de que todo ser vivo, al final, habrá de morir. Es necesario, más que nunca, buscar en estos días, tan tristes como fríos, una caricia cálida del Sol que llene otra vez las escuelas de los gritos, chillidos y carcajadas de los chicos que corren y saltan en los recreos, que pueble de conversaciones a los bares y que sus veredas se llenen de mesas, que en las peatonales no reine el silencio, que todos los comercios levanten sus persianas, que en las iglesias se escuchen los rezos de los fieles, que las plazas se tapicen de chicos y padres, perros que corren y pibes que jueguen a la pelota esquivando a los vendedores de churros con sus cornetas y los puestitos de pochoclo y manzana caramelizada.
Y, sí, viejo. Alguna vez la mala se va a terminar.