La cárcel está en orden en la provincia de Santa Fe, o así parece, y no se debe exclusivamente al endurecimiento de las condiciones de detención de los presos de alto perfil. Tampoco es un logro de los últimos meses sino el resultado de un proceso extendido en las últimas tres décadas. Pero la actividad de las iglesias evangélicas pentecostales resalta en el contexto actual como un factor de pacificación dentro del mundo de extrema violencia que se despliega detrás de las rejas.
Como parte del balance de sus primeros seis meses de gestión, el gobernador Maximiliano Pullaro destacó que “el trabajo de los pastores ha sido fundamental”. El pastor y diputado provincial Walter Ghione celebró la declaración como un reconocimiento y como el fin de prejuicios que persistieron mucho tiempo sobre la acción evangélica pentecostal en las cárceles.
El reconocimiento no son solamente palabras: la ley orgánica del Servicio Penitenciario de la provincia sancionada el 18 de diciembre de 2023 elimina las capellanías de las cárceles y en su artículo 102 autoriza el ingreso “a los ministros pertenecientes a instituciones religiosas reconocidas e inscriptas en el Registro Nacional de Cultos” y no solamente a los de la religión oficial. Los sacerdotes católicos ya no reciben un sueldo del Estado provincial ni disponen exclusivamente de las oficinas y los sitios en que podían asistir a los detenidos. Según expone Mauricio Manchado en su libro La redención del castigo. El evangelismo y la construcción del orden en las prisiones contemporáneas, los pastores evangélicos comenzaron a visitar las cárceles de la provincia a mediados de los años 80. Ingresaban con las visitas familiares y eran resistidos y maltratados por los guardias, pero la prédica se extendió y a principios de los 2000 organizaron el primer pabellón iglesia en la cárcel de Coronda. “Hoy son una pieza fundamental para el gobierno de las prisiones santafesinas”, dice Manchado, doctor en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Rosario e investigador del Conicet.

En esta historia hay un hito. Fue el 11 de abril de 2005, cuando un grupo de presos del pabellón 7 de Coronda atravesó el ala norte de la cárcel, ingresó al pabellón 11 y asesinó a catorce detenidos. En la masacre de Coronda, como se llamó al episodio, los referentes evangélicos impidieron que la violencia se extendiera al resto de los pabellones y restituyeron la seguridad en la prisión.
La masacre de Coronda descubrió el espacio en el que intervienen las iglesias pentecostales: su territorio comienza allí donde el Estado se repliega y el Servicio Penitenciario delega parte de sus funciones. Las puertas de las cárceles santafesinas se abrieron desde entonces sin reservas para los pastores evangélicos. En la cárcel de Coronda, 11 pabellones son evangélicos sobre un total de 26; en Las Flores, 6 pabellones y una planta (dos módulos), sobre 10, son evangélicos; en la Unidad 3 de Rosario, dos de diez pabellones son evangélicos y reúnen casi a la tercera parte de los presos; en la Unidad 6 de Francia al 4800, 7 de 11 pabellones son evangélicos; en la Unidad 16, de Pérez, uno de cuatro; en la Unidad de 11 de Piñero, siete de veinticuatro. Los evangélicos conquistaron las cárceles.

Un régimen penal y espiritual
En el año 2018 una delegación del Comité Nacional para la Prevención de la Tortura (CNPT) visitó la cárcel de Piñero y solicitó hablar con delegados de los presos. El vocero del pabellón 6 norte, uno de los evangélicos, “nos contó historias de la vida carcelaria”, anotaron los visitantes en su informe, y destacaron las normas y las reservas ante la inspección: “Lo principal a remarcar es el sistema de penas internas que controla el jefe del pabellón, quien administra los castigos de acuerdo a lo que considera que corresponde. Estos castigos pueden ir desde el encierro en las celdas, la negativa a utilizar o poseer televisor y la expulsión del pabellón. No fue posible recabar mucha información por los recaudos tomados para evitar entrevistas con los demás internos, pero quedó evidenciada una connivencia del Servicio Penitenciario con estos delegados de la Iglesia evangelista”.
Mauricio Manchado llama “dispositivo religioso evangélico pentecostal” al sistema de pabellones religiosos que cogobierna las cárceles de la provincia. Los presos evangélicos recuperan prohibiciones que la prisión establece en sus reglamentos y que el Servicio Penitenciario de Santa Fe no puede garantizar: está prohibido fumar y consumir estupefacientes y alcohol; está prohibido agredir a otros detenidos; está prohibido insultar; las autoridades deben ser tratadas con respeto, “desde el guardia hasta el director de la cárcel”, puntualiza Manchado. Otras normas surgen de circunstancias conocidas: está prohibido tener teléfonos celulares; está prohibido escuchar música mundana, como los evangélicos consideran a la cumbia. Los presos tienen el deber de participar en las actividades religiosas (pactos, estudios y cultos), que comienzan a las 7 y se desarrollan casi en forma ininterrumpida durante el transcurso de la jornada hasta las 19.
Los pabellones iglesia se organizan en estructuras jerárquicas. La escala incluye al siervo (a cargo del pabellón y de los rituales religiosos), consiervo, líderes de mesas, asistentes de líderes y ovejas. “El pastor externo tiene una incidencia relativa desde el momento en que se constituye el pabellón —explica Mauricio Manchado—. Lo que hace es otorgar roles a algunos detenidos, no a cualquiera, en un momento inicial; cuando la estructura está armada los movimientos internos dependen de los propios presos y los pastores externos son figuras de consulta”.
El responsable del pabellón se reserva el derecho de admisión de otros presos. “El poder de los pabellones iglesia es una cuestión muy compleja —señala Santiago Bereciartua, de la cátedra de Criminología de la Facultad de Derecho—. ¿Cómo puede ser que un preso determine quiénes ingresan a un pabellón cuando se supone que la autoridad es el Servicio Penitenciario? El tema es que esos presos garantizan la seguridad interna de los pabellones. Para que la prisión no se desmadre se buscan consensos con los delegados. Es lógico que si el Servicio Penitenciario les delega una función, ellos planteen requisitos para el ingreso de los presos. Y en ese sentido los pabellones evangélicos, en particular, tienen mucho poder de decisión”.
El pastor Eduardo Rivello fue el primero en ingresar a una cárcel, en 1986, y hoy su iglesia Cristo Vive está vinculada con pabellones en Coronda, Las Flores y las dos cárceles de Rosario. El pastor Oscar Jesús Sensini siguió sus pasos a partir de 1988 y su congregación, Redil de Cristo, organizó pabellones en Coronda y las dos cárceles de Rosario con fama de ser los más estrictos en la aplicación de las normas.
Manchado destaca que el crecimiento de los pabellones evangélicos es un fenómeno particular de las provincias de Buenos Aires y Santa Fe. Su función como reguladores de la conflictividad interna de la cárcel comenzó a ser valorada por los gobiernos del Frente Progresista, al punto de ofrecer a los pastores los pabellones que creyeran necesarios ante la inauguración de las Unidades Penales 6 y 16, entre 2014 y 2015.
“La tarea puede tener múltiples interpretaciones —afirma Manchado—. Es un aporte a la seguridad de la cárcel, porque los niveles de conflictividad interna bajan contundentemente. Pero también uno puede preguntarse por cuáles son las condiciones de esa pacificación, porque también hay violencias justificadas bajo el lenguaje religioso”. Así lo expuso un preso en una entrevista: “Si Dios se aguantó ser crucificado, como no voy a aguantar la cachetada de un guardia”.
Un santo y su leyenda negra
“Veíamos que en los lugares vulnerables donde se cometían los delitos había una justificación de la violencia a través del mal, muchos ritos de macumba y honor a San La Muerte y cómo se encomendaban al demonio”, dijo el gobernador Pullaro, como parte del reconocimiento a la acción de los evangélicos en las cárceles.
En la historia reciente de la provincia, el culto a San La Muerte aparece como un complemento llamativo pero muy ocasional de la violencia narco. Walter Daniel Abregú, organizador de una red de narcomenudeo, tenía en su casa de barrio Godoy un altar a San La Muerte con joyas de oro a manera de ofrenda; a Emanuel Pelatti, detenido en marzo por otro caso de microtráfico, le dicen Emanuel San La Muerte; en un domicilio de Sorrento al 1200, allanado en abril, había otros tres santuarios. Un caso espeluznante, pero desvinculado de bandas criminales, fue el que se juzgó en Rufino y terminó en octubre de 2023 con la condena a prisión perpetua de Carlos Emanuel Lucero por el homicidio de Juan Marcos Correa de la localidad de Amenábar; el homicida extrajo el corazón y decapitó a la víctima en lo que la fiscalía atribuyó a una ofrenda al santo que suele ser representado por un esqueleto.
Sin embargo, la asociación de San La Muerte con la violencia y con el mundo narco parece una expresión marginal y acotada a Rosario. El culto proviene de la tradición guaraní, está vigente en el noreste del país, Paraguay y Brasil y cada 15 de agosto congrega a sus fieles en Empedrado, Corrientes, y en ciudades de Chaco donde recibe procesiones, ofrendas y rezos. Lejos de su leyenda negra, se entiende que San La Muerte ayuda a los perseguidos y a los enfermos, asiste a los moribundos y favorece a los devotos en el amor, la salud y la fortuna.
“En las cárceles santafesinas no hay cultos a San La Muerte —afirma Manchado—. Puede haber presos que tengan un tatuaje, pero ningún ritual. En realidad, como también el Gauchito Gil, es una forma de religiosidad que los evangélicos consideran una antítesis de sus prácticas”.
Según la leyenda, el Gauchito Gil fue víctima de una persecución injusta de la Justicia de su tiempo, fines del siglo XIX; esta irregularidad explica y justifica su comportamiento al margen de la ley. Para los evangélicos, sin embargo, es un mal ejemplo. Todavía peor sería San La Muerte; sus readaptaciones al ambiente narco resaltan poderes milagrosos que servirían para resguardarse de la policía y de los enemigos (los amuletos con su figura protegerían de las balas, por ejemplo).
El Diablo es tan importante como Dios en los relatos de los presos que narran sus conversiones a la fe. El Diablo es el mal camino que los llevó a la cárcel, el conjunto de los vicios y las malas compañías, el espíritu maligno que habitaba esos hombres que ya no son, que murieron para que en su lugar nacieran los servidores de Dios. Si Dios se define por la bondad, el Diablo es polisémico, escurridizo, imprevisible: “puede asociarse al consumo de drogas, a costumbres tumberas como proveerse de facas, a los peligros del exterior cuando se recupera la libertad, a los vínculos familiares o barriales ligados con la violencia”, agrega Manchado.
La salida de la cárcel pone a prueba la conversión religiosa. Dentro de la prisión, estar convertido es el requisito básico para permanecer dentro de un pabellón iglesia. Si los deberes y las rutinas son exigentes, pertenecer tiene si no privilegios por lo menos beneficios que no reciben los pabellones comunes. Para empezar, estar en un pabellón evangélico asegura una calificación buena en conducta, uno de los ítems que evalúa el Servicio Penitenciario en los presos; y también incide en el concepto, la evolución del detenido en el cumplimiento de la pena.
Alto y bajo perfil
La contrafigura de los presos hermanitos —como se llama a los evangélicos— son los presos de alto perfil. Estos detenidos, los que “la van a pasar peor” según la advertencia del gobernador, parecen ahora replegados, sin la exposición pública que alcanzaron a través de amenazas y balaceras. Pero son una población considerable y hasta necesaria para que el Servicio Penitenciario justifique su política de mano dura: en marzo, las cárceles de la provincia tenían 513 presos de alto perfil, 54 del nivel 1, 226 del nivel 2 y 233 del nivel 3, y la mayoría (327) estaban en la cárcel de Piñero.
El cartel, la fama que rodea al preso de alto perfil, tiene vigencia en la calle pero no en la prisión. “¿Para qué lo usarían dentro de la cárcel si estando aislados ya no tienen interacción con otros presos? —se pregunta Santiago Bereciartua— En Piñero, por lo menos, los de alto perfil están dentro de sus pabellones sin contacto con otros presos. Hacia el interior, el cartel no vale de mucho”.
Así como los pastores eran rechazados por guardias y funcionarios —“no sabíamos cómo articular el trabajo con los gobiernos”, según Walter Ghione—, los presos convertidos estaban en uno de los escalones más bajos de la valoración tumbera. La situación se revierte también en este plano, según Manchado: “antes los llamaban focas, despectivamente, porque se la pasaban aplaudiendo; ahora tienen prestigio”.
Tanto cambiaron las cosas en las cárceles santafesinas que sectores del catolicismo se quejan de no recibir la misma bienvenida que los pastores evangélicos. Durante el gobierno de Omar Perotti hubo un intento —frustrado por el rumbo errático de la política penitenciaria y por la pandemia— de importación de un modelo brasilero que pregona la humanización de las cárceles. Las prácticas del modelo Apac, como se lo llama por las siglas de Asociación de Protección y Asistencia al Condenado, tienen su origen en el catolicismo, detalla Manchado; en 2022 hubo una visita del director de Relaciones Internacionales de la Fraternidad que promueve el modelo, y desde fines del año del pasado “hay una queja insistente de la pastoral carcelaria respecto a que no les dejan hacer lo mismo que le permiten a los evangélicos”.
Del margen del sistema los evangélicos pasaron entonces al statu quo. Mauricio Manchado sostiene que hay condiciones “para un nuevo crecimiento” de las iglesias pentecostales; entre ellas, la exclusión de los capellanes católicos. El fenómeno es religioso y es político: “los evangélicos construyen una territorialidad que excede a la cárcel y comprende a las familias de los detenidos, vinculadas con las iglesias en los barrios; mostrar este trabajo es una buena herramienta de negociación con el poder político”, destaca el autor de La redención del castigo (publicado por UNR Editora).
Las estadísticas indican una reducción impactante de los homicidios en la provincia en apenas medio año de gestión. El control sobre los establecimientos penitenciarios constituye un factor determinante en el fenómeno. No es competencia exclusiva de los funcionarios ni de los guardias: las cárceles santafesinas están en manos de Dios.

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