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J. E. King: Darse cuenta

Darse cuenta



Por J. E. King

Los fundadores de Alcohólicos Anónimos persistieron en beber mientras iban de psicólogo en psiquiatra por todo el mundo. Hasta que dejaron de beber y crearon una de las redes de autoayuda más potente del planeta. Habían tomado conciencia que en la ayuda mutua se podían crear instituciones y técnicas que evitaran beber. Porque las vidas no son logradas o frustradas sino felices e infelices. Ese despertar o darse cuenta demostró que el capital social pone paños fríos a la vulnerabilidad y aumenta su resistencia ante el riesgo de una crisis. Juntos, indudablemente, se puede más. 

Las pandemias han provocado cambios profundos en el curso de la historia de la humanidad. Pero poco aprendimos y hoy asistimos a una locura ególatra que predica con incomprensible lenguaje bélico que tanto terror al virus es por nada. Pero en el sádico juego del sube y baja el índice de contagios te roza, te abraza, como una mancha voraz. Ellos no usan barbijo y como en un cuento de Bocaccio adoran las fiestas privadas y bailar sobre mesas donde nada falta. No quieren saber que en camas de hospitales alguien muere en soledad lejos de todo afecto, excepto el de un enfermero o enfermera ojerosa y un médico terapista que se pregunta por qué no fue carpintero al intentar superar lo que considera un fracaso porque no pudo ganarle otra pulseada a la orgullosa hermana muerte. El médico es dueño de un dolor no conocido ni promocionado porque no es político. Apenas un servidor público, un blanco más que siente que sus esfuerzos fueron inconclusos. Implora al cielo una cuota de poder para salvar otra vida. Una más por lo menos. Le duele la impotencia. Porque no se siente especial aunque lo aplaudan por tevé. Sólo espera que lo consideren un ser humano solidario. Y ruega para que los demás aprendan a reconocer la otra mirada. Una distinta de la propia imagen narcisista en el espejo. La del semejante. Lo consuela su naturaleza optimista al pensar que de este oscuro tiempo saldremos aunque el precio será muy alto. Porque hay errores de comportamiento que deben corregirse drásticamente.  No hay virus ni confinamiento que justifique ataques sin sentido, ese todo vale desleal y fuera de tiempo. Se debería estar preocupado por la vida, la muerte y la unidad en pos de proyectos comunes e inteligentes más que por las marchas y contramarchas internas y las futuras elecciones. Asistimos hace tiempo a la quiebra del patrón de normalidad altruista heredado de las tradiciones comunitarias con que nos criaron.

Y engañosamente se insiste en el imperio del egoísmo como patrón de conducta racional. No es posible lastimar, maltratar a nadie por pensar o actuar diferente. Pero ningún acto delictivo puede quedar oculto. Menos cuando se juega dilapidando la salud ajena. El Estado está obligado a proteger a todos y los expertos insisten en que el aumento de actividades lleva a una mayor infección.

La tragedia del virus no puede aumentar la miseria humana cuando deberíamos prepararnos para emerger un día ayudando a los que más sufren, rescatarlos del olvido y dejen de ser la basura del rincón. Puede que el costo de la recuperación sea tanto o más doloroso que la propia enfermedad. Y ello implicará renovar principios y convicciones democráticas olvidadas. En este momento se entiende la apertura de fábricas porque la economía lo determina así, pero no el café en la calle o el vagar por las calles manifestando sin motivos valederos por el fin de una instancia supeditada a Dios o a la propia naturaleza. La implementación de una lógica más agresiva y activa fortalecerá el sistema de salud. Ellos, los sanitaristas, nuestros respetados héroes cansados, sólo reclaman humildemente terminar con comportamientos erróneos y que los ayuden a cuidar y que los cuiden. No es mucho pedir, ¿no? 



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