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Política

Miedo al delito: “Toda la evidencia dice que vamos a estar cada vez más asustados”

Desde principios de marzo, cuando se desató la saga de asesinatos de trabajadores, el miedo a la violencia narco produce efectos en la vida cotidiana de Rosario: medidas de fuerza del transporte público, cierre de centros de salud, suspensión de clases. Las calles se vacían y la amenaza se cierne como una sombra difusa y a la vez omnipresente sobre la ciudad, capaz de concretarse en cualquier momento y en cualquier lugar según el imaginario social. “Lo que se vive es un miedo mucho más intenso, un miedo que paraliza antes que provocar una conducta defensiva”, analiza Gabriel Kessler.

Doctor en Sociología, investigador del Conicet y profesor de la Universidad Nacional de San Martín y de la Universidad Nacional de La Plata, Gabriel Kessler es autor de numerosos libros y en particular de El sentimiento de inseguridad. Sociología del temor al delito (2009), una investigación sobre los factores del miedo, la controversia entre políticas punitivas y democráticas y el papel de los medios de comunicación como factores asociados al aumento del delito. Una década después, el problema es todavía más actual y uno de sus focos se encuentra en Rosario, “donde el narcotráfico exaspera la aleatoriedad del crimen”.

El miedo al delito genera hace tiempo estrategias preventivas en la población: evitar ciertos lugares, ciertas horas, salir a la calle sin el celular o sin billetera, hacer acuerdos entre vecinos, etcétera. ¿El problema narco marca una inflexión nueva en ese contexto?

—Sí. Las encuestas muestran que, en general y en América Latina, el temor es al delito desorganizado y al narcotráfico. El delito desorganizado provoca el temor de que cualquier evento pequeño, como un hurto, puede terminar en un homicidio o en algo más fuerte porque los que cometen esos hechos no tienen un manejo racional de la violencia. Con el narcotráfico el temor estaba más ligado a las zonas por las cuales no se podía transitar. En relación a Rosario, el narcotráfico extrema la idea de aleatoriedad del crimen. Algo propio del sentimiento de inseguridad en Argentina es la presunción de peligrosidad: cada signo, cada persona, pueden ser vistas como peligrosas, pero hay que saber decodificar. Lo que se vive en Rosario tiene la idea del terror, que es un miedo mucho más intenso, un miedo que paraliza antes que provocar una conducta defensiva que a veces, en su justa medida para llamarlo de algún modo, es racional para saber qué recaudos tomar. Esta es una emoción mucho más intensa donde no hay ninguna posibilidad de prever nada. El temor aumenta con mucha racionalidad, porque la probabilidad del daño es baja pero el riesgo es enorme.

¿Qué factores convergen en la generación y en la propagación del temor al delito?

—Hay una cuestión ligada a la persistencia del delito en las grandes ciudades argentinas. Tenemos varias décadas con tasas de victimización altas. Tradicionalmente esa victimización alta se combinó con bajas tasas de homicidios. La probabilidad de que un delito común terminara en un homicidio era baja, pero eso no quiere decir que no generara temor: justamente la particularidad del delito urbano en la Argentina es la aleatoriedad, la idea de que le puede pasar a cualquiera, y eso genera una base de temor fuerte. Además, algo positivo de la sociedad es que tiene una baja tolerancia hacia la violencia, es una sociedad donde la vida del otro importa y donde no se normaliza el delito. Hay una gimnasia de vivir en ciudades donde la victimización es alta pero no es algo que se naturalice. Ese contexto que viene desde los 90 en Argentina es un caldo para que el nivel de crispación, de temor y de bronca sea alto, no solo en Rosario. Con las particularidades de cada país, el delito es además junto con el tema económico la preocupación central en América Latina.

A propósito del tema económico, ¿cómo juega la coyuntura en el miedo a la inseguridad?

—La crisis es un contexto donde aumentan los crímenes y una crisis como la actual hace estimar que puede haber un aumento fuerte en ese sentido. Al mismo tiempo hay un aumento visible de personas que están en la calle sin recursos, y eso también genera temor. Las calles se transforman en lugares que se ven como peligrosos y además, lamentablemente, cuando hay marginalidad fuerte en la calle disminuye la empatía y se tiende a ver al otro como una presencia amenazante. Cuando hay crisis en general la preocupación por el delito parece menor en las encuestas que la preocupación por la cuestión económica, pero está presente.



—Las rutinas de producción periodística y los mecanismos de las redes sociales fragmentan y dispersan la información en adelantos, noticias en desarrollo, publicaciones en cascada. ¿Es lo que mantiene vivo al miedo?

—La noticia del delito es hoy un sinfín. Todo el tiempo recibimos esa noticia, por los canales, por cadenas de WhatsApp donde recomiendan cuidarse, por algo que miramos en el colectivo o en el celular. Hay mayor noticia incidental, no es que yo me quiero informar deliberadamente sino que la noticia me llega y además por medio de las redes sociales estoy más sujeto a eventos negativos todo el tiempo, eventos que se van superponiendo. Para no ver la noticia del delito, tengo que hacer un trabajo activo de alejamiento. La lógica del temor es por otra parte una lógica expansiva: tengo miedo por la situación económica pero también por el delito, me pregunto qué hago con mi vida y así. Tenemos más información sobre eventos negativos cercanos, recomendaciones para cuidarnos por algo que pasa cerca, más rumores y más gente que comparte sus experiencias negativas. En la época donde predominaban la televisión y los diarios en papel había un sentimiento de seguridad por comparación, como decir “esto pasa en Buenos Aires, qué bien que estamos acá”. Ahora eso ya no sucede y otro factor que se ve es la nacionalización de las campañas: un tema se instala más allá de que a nivel local pueda haber gobernadores de otro signo que a nivel nacional, y no solamente pasa con el delito. El temor es como el amor o el odio, no funciona full time pero toda la evidencia dice que vamos a estar cada vez más asustados.

—Algunos periodistas de televisión se presentaron delante de cámara con chalecos antibala y otros denunciaron al aire presuntas amenazas que recibían en el momento. ¿El periodismo busca precisamente eso, es decir, confirmar el prejuicio sobre el peligro en Rosario?

—La sobreactuación es una forma de protagonismo, como decir “estamos en peligro nosotros también”. Hace mucho que se insiste sobre la necesidad de que haya guías de buenas prácticas periodísticas, preparación de los periodistas que cubren noticias de crímenes, coordinación entre medios y autoridades no para regular sino para tener una responsabilidad compartida. Es decir, una reflexividad de los medios sobre su lugar en la construcción de la realidad. Hubo intentos, capacitaciones, manuales de Unesco sobre cómo tratar crímenes, iniciativas de algunos medios en Colombia y en Brasil y un punto de eclosión que fue un acuerdo entre Televisa con el gobierno de Enrique Peña Nieto en México para no mostrar imágenes de cuerpos colgando. Eso se mezcló con la cuestión más política y hubo acusaciones sobre un intento de regulación de los medios. Una vez que el delito entra dentro de la polarización no hay salida: es una mercancía política, si por ejemplo estás contra el gobierno vas a mostrar mucho crimen.

El punitivismo, los ideales de mano dura, ¿apaciguan la incertidumbre o realimentan el miedo al delito?

—Durante un tiempo lo apaciguan y dan una sensación de control. Las políticas de mano dura que hubo a principios de este siglo en América Central durante un tiempo generaron popularidad pero después los delitos se hicieron más violentos. El punitivismo propone una solución rápida donde no la hay; acalla el temor en el corto plazo pero no resuelve el problema.

—En ese contexto, ¿la definición de narcoterrorismo es un reciclaje del viejo discurso de la mano dura o dice algo nuevo?

—Es algo nuevo. Están intentando pasar un límite que es el de la militarización de la seguridad. Argentina, Uruguay y Chile son los países que tienen regulada la no intervención de los militares en la seguridad interior en relación al terrorismo de Estado. En el resto de América Latina, la militarización es la forma casi habitual de la gestión de la seguridad. La experiencia es tajante en cuanto al fracaso que implica en ese sentido y sobre todo a las muertes. Los militares no están preparados para la disuasión del delito urbano. Hay además factores internos políticos sobre qué lugar darle a los militares en la democracia. En casi toda América Latina, salvo en Argentina, hubo una carrera armamentista. Ahí se juega otra cuestión de geopolítica que parece conspiracionista pero no lo es: cuando el eje de Estados Unidos se mueve a Medio Oriente después de 2001, el Comando Sur con sede en Florida pone mucho énfasis en la relación entre terrorismo y narcotráfico. Ahí hay un cambio de estrategia del ejército norteamericano para su propia supervivencia. Empieza a haber dinero, agregadurías militares, apoyo a la estrategia del general Óscar Naranjo en Colombia. Se crea un contexto de oferta de atención y dinero y un relato sobre el lugar de los militares, hay un fracaso de las formas tradicionales de gestión de la seguridad y legislaciones que permiten la militarización. Ese trípode generó lo que tenemos hoy en América Latina.

—De parte del gobierno y de algunos sectores de la sociedad se insiste con dar participación a las Fuerzas Armadas. ¿Qué se espera de los militares que no puedan hacer las fuerzas de seguridad que hoy tienen mayores atribuciones y garantías de impunidad con el protocolo que anunció Patricia Bullrich?

—Cuando se empezó a discutir si la militarización de la seguridad era un riesgo para la democracia, un estudioso de la intervención norteamericana en América Latina, David Pion-Berlin, mostró que en países con territorios complejos y catástrofes hidro ecológicas, como en América Central y Perú, los militares son los que tienen capacidad de llegada para atender esas situaciones. La pregunta, decía Berlin, es si eso es una buena manera de que los militares tengan un lugar en la sociedad cuando esperamos que no haya más guerras con otros países o bien si es un riesgo por el poder de veto o el control sobre la democracia que pueden ejercer. En América Latina no solo la derecha sino también la izquierda recurrió a los militares porque la policía se empezó a revelar contra los gobiernos, por ejemplo en Ecuador, en Bolivia —para evitar la secesión del Oriente durante la presidencia de Evo Morales— y ni que hablar Venezuela.

—Los estados de conmoción pública se reiteran por lo menos desde el caso Blumberg y tienen efectos en políticas y en la legislación. ¿Qué efectos puede producir en ese sentido el problema narco?

—Cada momento de conmoción pública es una oportunidad para avanzar con leyes más duras. Está documentado en el caso Blumberg: las leyes que se sancionaron no eran nuevas, pero hasta ese momento no tenían emprendedores que las impulsaran en la Legislatura; los actores más punitivos aprovecharon la oportunidad y mostraron, en alianza con periodistas, que aquellas eran las leyes necesarias. De hecho un periodista muy conocido mostró una imagen de los diputados que habían votado en contra del endurecimiento de las leyes, diciendo que estaban a favor de los asesinos. Argentina tiene sin embargo una alianza anti punitivista fuerte. Por ejemplo, el caso de Carolina Piparo, cuando muere su hijo en el asalto a un banco en La Plata, no tuvo la salida punitiva clásica. Hubo un intento en ese sentido, con la idea de prohibir que dos personas pudieran ir en la misma moto, lo que era imposible. Pero la resolución fue diferente, fue el momento en que se prohibió el uso del celular en el banco, se pusieron mamparas en las cajas y se hicieron modificaciones en la arquitectura bancaria de toda la Argentina. Los crímenes son momentos de crisis en la definición sociológica: las herramientas que teníamos hasta ahora no nos sirven para solucionar los problemas. Con un gobierno de ultraderecha y el progresismo considerado casi una mala palabra, sin duda se va a dar rienda suelta al punitivismo. Tenemos un presidente que en vez de hablar del dengue habla de ese tema. Con el tremendo asesinato del playero en Rosario se vuelve ahora a un debate viejísimo sobre la baja de imputabilidad. El número de delitos violentos que cometen menores es muy bajo, por lo que el efecto de esa ley sería mínimo. Si hoy un menor de 16 o 17 años comete un delito cuando cumple 18 no queda en libertad sino que pasa a la Justicia ordinaria. La idea de que al menor que comete un delito no le pasa nada está instalada hace décadas y no se logra modificarla por más que no sea así. Es un tema de toda América Latina: en Uruguay, durante el gobierno del Frente Amplio, casi gana un referéndum por la baja de la edad de imputabilidad.

—Otra imagen muy instalada es la puerta giratoria, a pesar del incremento sostenido de la población encarcelada durante la última década. ¿Por qué persisten esas ideas falsas?

—En temas donde hay situaciones valóricas muy fuertes es difícil convencer al otro aún con información verdadera. Con la vacuna contra el Covid las ideas de que la vacuna no era efectiva disminuyeron mucho por la comunicación verídica de enunciadores respetables. Con los temas de seguridad es difícil, pero cuando uno mira cómo se mueve el punitivismo dentro de la sociedad argentina lo que se observa es un polo antipunitivo fuerte, que comprende más o menos un tercio de la población, y otro polo punitivo también fuerte y con otro tercio. Donde se juega todo es en el medio, con los que no van a estar a favor de la pena de muerte ni por el punitivismo fuerte pero pueden fluctuar de acuerdo a los momentos. Por ejemplo en el caso Blumberg aumentó el punitivismo y también durante la crisis del campo, en el área metropolitana. Lo que vimos por encuestas antes del triunfo de Milei es que había aumentado el punitivismo y algo sorprendente es que muchos jóvenes de 16 a 25 años engrosaron ese polo.

—¿Hay entonces un contexto favorable para la militarización de la seguridad?

—Más propicio que antes sí, sin duda.

—Otro lugar común, en general para avalar la mano dura, consiste en decir que en las cuestiones de seguridad no hay ideología, como si se tratara de problemas naturales.

—(Se ríe) ¡Claro que hay ideología! Si tenés un diagnóstico de la seguridad como una cuestión ligada a la prevención social, vas a poner el foco en ese punto, si pensás que es un problema de los individuos no te va a importar la prevención social. Lo que sí es cierto es que a los sectores progresistas nos cuesta tomar el tema. Y también hay ideología en un tema central, que está fuera de lo que se discute en el espacio público, que es cómo trabaja la policía. No solamente ideología en términos de izquierda y derecha sino en las formas de negociación de la policía para regular los mercados ilegales. Pero tampoco se puede armar un debate sobre el tema, porque es algo ilegítimo.


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