Sobre los intereses genuinos que mueven a los predicadores de la libertad a negar las crisis socioambientales, y la posibilidad de proteger la vida.
El negacionismo del candidato presidencial Javier Milei resulta la más cabal tergiversación del concepto de libertad que sólo tiene por finalidad promover negocios millonarios para un minúsculo sector y cuyos grandes costos redundarán en claro perjuicio para el ambiente y la vida de nuestras comunidades.
Cuando pone en duda la existencia del cambio climático y el calentamiento global, al decir que “hace 10 o 15 años se discutía que el planeta se iba a congelar y ahora discuten que se calienta, para generar miedo” y acusa que es “otra de las mentiras del socialismo para llevar adelante políticas colectivistas y empobrecedoras” no sólo devela que con su negacionismo “desconoce” procesos históricos respecto de modelos de producción y consumo que van desde la revolución industrial a la posguerra, sino también que encubre la ideología (devastadora) de que, en nombre de la libertad, se avance sin reparos ni cuidado alguno.
Nos encontramos en una crisis ambiental que afectan al planeta, y a nosotros mismos, en tanto fenómenos socioambientales complejos, resultado de un sostenido extractivismo, que van desde la degradación de ecosistemas nativos hasta enfermedades poblacionales, marginalidad y muerte.
A pesar del negacionismo obsceno de Milei, la irracionalidad ecológica de los patrones dominantes de producción y consumo han marcado los límites del crecimiento económico. Una irracionalidad que claramente se pone de manifiesto al observar que el 20% más rico del mundo consume y degrada el 80% de los bienes del planeta. Esta es la síntesis de la principal problemática ambiental, que deriva en una brecha de irrecuperable inequidad, basada en el sobreconsumo.
Este es el proyecto que pretenden potenciar en nombre del avance de las libertades individuales.
Resulta imprescindible promover el desarrollo de una ética de la solidaridad entre las generaciones presentes y futuras por el derecho a un ambiente sano, que comprenda las consecuencias sobre los modelos económicos, productivos, sociales, culturales, y de las políticas públicas y legislaciones con impacto ambiental; los valores éticos de justicia, igualdad e inclusión entre las personas y la naturaleza y reconocer a las personas desde su vínculo con el territorio que habitamos y transformamos, por lo que es indispensable ampliar los saberes socialmente legitimados y sistematizarlos conjuntamente con los saberes interculturales provenientes de otros ámbitos, experiencias, o culturas locales y populares.
Y en ese sentido, es clave deconstruir críticamente los cimientos que sostienen los sistemas educativos que promueven estilos de vida insustentables, desafiando sus dispositivos que reproducen modelos hegemónicos en sus discursos y prácticas que los generan. Solo de este modo estaremos construyendo una educación ambiental constitutiva del cambio social que empodere a las comunidades organizadas mediante herramientas de participación ciudadana, resistencia cultural, resiliencia social y pensamiento crítico, para promover el cuidado integral y de la calidad de vida, prevenir los efectos nocivos que las actividades humanas generan sobre el ambiente y establecer procedimientos adecuados para la reparación de los daños ya ocasionados.
Es un trabajo arduo, que nos exige tomar acciones concretas ya en este sentido, porque no hay plan b para el mundo que habitamos. Si, por el contrario, la definición que se avala es negar estas problemáticas socioambientales, estarán no solo barriendo bajo la alfombra una información vital para tomar decisiones colectivas de transformación en un momento clave, cuando se está agotando el tempo. Negar esta tragedia climática es avalar la irracionalidad de quienes insisten en en profundizar un capitalismo caníbal, que como dice Nancy Fraser, devora el planeta, la democracia y nuestra propia existencia.
Por Claudia Balagué
Diputada provincial. Ministra de Educación de Santa Fe (2012-2019)
