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Sociedad

Un buen actor con un teléfono, los viejos cuentos del tío y los que trajo el covid

Un buen actor con un teléfono, los viejos cuentos del tío y los que trajo el covid



Osvaldo Aguirre


Esa noche el hijo dormía fuera de casa, y una madre se queda preocupada. A la madrugada, cuando el teléfono de línea empezó a sonar, Laura pensó que podía pasar algo si llamaban a esa hora. Sus temores quedaron plenamente confirmados apenas atendió el aparato: “Escuché la voz de un chico llorando, diciéndome que me iba a pasar con otra persona y que lo habían agarrado. Esa otra persona me explicó que tenían a mi hijo secuestrado y que yo tenía que llevar una cantidad de dinero a cierto lugar”.

Se trataba de un falso secuestro: “Me descompensé y me puse muy nerviosa. Pero mi marido se dio cuenta de que yo les había dado el nombre de mi hijo y que lo habían empezado a usar a partir de ese momento, como si tuvieran la información. Lo ubicó con el celular y entonces nos dimos cuenta de que todo era una trampa”, agrega Laura, periodista y escritora.

Los falsos secuestros como el de la llamada a Laura son menos frecuentes desde que la abundancia de casos les dio publicidad, pero no dejan de producirse. Las estafas telefónicas tienen además nuevas modalidades donde convergen antiguos cuentos del tío que son reciclados —el ofrecimiento de un supuesto premio a la víctima— con pretextos que apuntan a obtener información reservada —un “error” en una transferencia de dinero— para proceder al saqueo de cuentas bancarias.

Analizadas fuera del contexto en que se producen, las estafas parecen increíbles y llaman la atención por la credulidad de los perjudicados. Pero estos delitos suelen tener como víctimas a personas vulnerables —en su mayoría, como se vio el año pasado, adultos mayores aislados de sus familiares por la cuarentena— y no se explican por una simple cuestión de ingenuidad sino por el miedo generalizado al delito y la preocupación por la inseguridad, los fantasmas de la historia reciente (el corralito bancario que confiscó los depósitos durante el gobierno de Fernando De la Rúa) y la expansión de la virtualidad en la vida cotidiana, factores en los que encuentran condiciones de posibilidad y de verosimilitud.



El costo de la llamada


En el primer semestre de 2020, solo en Rosario, fueron denunciadas 158 estafas telefónicas ante el Servicio de Emergencias 911. Los delincuentes son en principio difíciles de perseguir, porque no tienen un rostro, en la mayoría de los casos evitan el contacto presencial con las víctimas y utilizan teléfonos que registran con nombres falsos y de los que se desprenden.

Diego Miguel, de 33 años, fue condenado en julio de 2020 a cinco años de prisión como organizador de una asociación ilícita dedicada a las estafas telefónicas. Como resultado de una investigación de la fiscal María Laura Urquiza, también resultaron condenados como integrantes de la banda Andrés, Pablo y Marcelo Jesús Traico, Roberto Sebastián Miguel, Adolfo Miguel Juan, Yanero Demetrio Costiche y Roberto Iancovich. En total debieron pagar 11.744.300 pesos en concepto de reparación, aunque el monto estimado de sus ganancias por 22 estafas fue más del doble.

La banda, cuyos miembros pertenecían a la comunidad gitana de Rosario y Córdoba, cometió estafas en Santa Fe, San Justo y San Javier con el cuento de que el dinero guardado quedaría fuera de circulación o que el gobierno nacional iba a instalar un corralito para los depósitos como el que precedió a la devaluación de 2002. Se hacían pasar por familiares o empleados bancarios y trataban de que las víctimas no cortaran la comunicación hasta el momento de entregar el dinero.

Diego Roberto Traico, de 29 años, aceptó por su parte una condena en juicio abreviado por 42 hechos cometidos con las mismas modalidades entre abril y junio (34 cuentos del tío y 8 secuestros virtuales). Traico y sus cómplices elegían teléfonos fijos al azar, en páginas web, y utilizaban celulares a los que le colocaban un chip con una línea prepaga que había sido registrada con datos falsos.

Con esa excusa, entre otros casos, entre el 13 y el 14 de mayo convencieron a una mujer de 83 años para que les entregara 67 mil dólares que tenía en su cuenta bancaria, además de joyas y alhajas, en España al 1100, y el 1 de junio le sacaron 100 mil dólares y 120 mil pesos a un hombre de 93, en Pasaje Juan Álvarez al 1500. Traico era el que hacía los llamados: se hizo pasar por un sobrino —con tanta habilidad como para empezar la conversación como si fuera un llamado común— y dijo que enviaría a “un muchacho de confianza” para retirar la plata. Lo condenaron a tres años de prisión en suspenso y a indemnizar a las víctimas por un total de 2 millones de pesos.

Otro miembro de la comunidad gitana, Rubén Daniel Miguel, de 36 años, había sido condenado en 2018 por estafas contra dos ancianas, a las que con dos cómplices llevó a las mutuales de los clubes Juventud Unida de Humboldt y Alma Juniors de Esperanza para que retiraran sus ahorros. No les dejaron un centavo.

El Organismo de Investigaciones y el Ministerio Público de la Acusación identificaron en octubre a otra banda que cometió al menos 21 estafas entre 2018 y 2020. Estaba compuesta por tres presos de la cárcel de Río Cuarto y cinco familiares y allegados.

Los llamados prometían un beneficio de la Ansés cuyo trámite debía hacerse en un cajero automático y eran realizados por los presos, mientras sus cómplices —madres y parejas— se encargaban de conseguir cuentas bancarias y chips telefónicos y de recaudar el botín. Las víctimas transferían el dinero de sus cuentas o las claves para operar por homebanking.

La banda fue imputada el 30 de octubre. Apenas dos días después una mujer de 78 años entregó 65 mil pesos, dólares y joyas a delincuentes que la contactaron por teléfono y la llevaron a dos bancos, en Santa Fe al 1200 y Mendoza al 4800, con el cuento del dinero que saldría de circulación. Las estafas telefónicas no sólo continúan sino que tienen una nueva modalidad.


Cantos de sirenas


Los cuentos del tío pueden encontrarse en las crónicas policiales por lo menos desde fines del siglo XIX, cuando José S. Álvarez, Fray Mocho, prevenía a los lectores de Caras y Caretas con crónicas de intención pedagógica. La mayoría son ya impracticables, como aquel de los estafadores que decían tener la máquina de fabricar billetes (uno de estos artefactos se exhibe en el Museo de la Policía Federal Argentina, en la ciudad de Buenos Aires). Otros resultarían increíbles —el cuento del que recibe una herencia o gana la lotería pero no puede cobrar el dinero— pero el mecanismo es parecido al que se utiliza en la actualidad: un engaño que cumple con fantasías arraigadas en las personas (la de recibir un premio, un beneficio, un golpe de suerte que resuelve mágicamente los problemas económicos) y los predispone para caer en la trampa.



Las estafas movilizan además temores profundos y cuestiones de actualidad, como la reparación histórica a los jubilados o la incertidumbre económica. La idea generalizada acerca de que los delitos pueden ocurrir en cualquier lugar y a cualquier hora, que todos estamos expuestos y no hay sitio seguro, contribuye a la verosimilitud de alguien que habla de un secuestro. Como si el llamado fuera el cumplimiento de una pesadilla esperada.

Los falsos secuestros comenzaron a difundirse como una réplica de los secuestros express que se sucedieron a partir de la crisis de 2001. “Yo casi caigo —recuerda Leonardo, profesor universitario—. Llamaron a mi casa diciendo que tenían a mi hermano, que vivía en Buenos Aires, y hasta me pasaron con él: “Hola, hermano, tengo miedo”, me decía, llorando. Tenía que comprar tarjetas y dejar el teléfono abierto. Estaba pisando la vereda cuando me di cuenta de que él jamás me diría “hermano”.

Edgardo, abogado, recuerda que a su madre le dijeron que él había sufrido un accidente de tránsito. La desconfianza fue el recurso para desarmar el engaño: la mujer preguntó qué auto era, ante lo que el estafador acertó a mencionar un Volkswagen y después el color del vehículo; en este caso la respuesta fue equivocada y la comunicación terminó con un insulto.

En la pandemia las estafas telefónicas proliferan como consecuencia de la nueva normalidad en que los trámites comerciales y bancarios y las actividades financieras ya no se hacen necesariamente de manera presencial. A diferencia de los falsos secuestros, donde los secuestradores confunden a las víctimas mediante el terror, en la nueva modalidad imitan el estilo reposado y la jerga técnica de los empleados administrativos.

El 26 de octubre, una vecina de la zona norte de Rosario cayó así con el cuento —novedoso— de que había ganado un concurso en un supermercado. El 10 de noviembre, un hombre dijo ser empleado del Nuevo Banco de Santa Fe y se ofreció para ayudar a una docente para resolver un problema con el home banking. El 12 de noviembre, una mujer de Soldini recibió un llamado en que le avisaban que supuestamente había ganado un subsidio por 400 mil pesos.

Los pretextos pueden variar pero el objetivo es el mismo: ganar la confianza del otro y obtener las claves bancarias para vaciar las cuentas —o apropiarse de la mayor cantidad de dinero posible— y obtener créditos cuyos montos son derivados a otros fondos. Con el mismo fin, los estafadores se comunican también con personas que ponen bienes en venta a través de redes sociales y simulan ser compradores que pagaron de más, por lo que reclaman una devolución. La expansión de la virtualidad suma obstáculos para los usuarios sin experiencia en operaciones online y en el manejo de las aplicaciones bancarias, como ocurrió con la docente rosarina, cuya consulta en el Instagram del Nuevo Banco de Santa Fe, donde dejó su número de celular, fue el anzuelo con el que un estafador sacó un crédito a su nombre por más de 400 mil pesos.



Una película de terror


Si los cuentos del tío se hacen a la luz del día —en el horario bancario—, los falsos secuestros suelen intentarse de noche para tomar por sorpresa a las víctimas. La hora en que recibió el llamado, dice Laura, fue determinante para que la historia del falso secuestro de su hijo le resultara convincente. “Pero sobre todo por la ‘excelente’ interpretación de un adolescente llorando, porque me dijo mamá y porque mi hijo no estaba en casa”, recuerda.

Los estafadores son actores consumados, capaces de sugestionar a sus oyentes y convencerlos de que están hablando con sus familiares directos. Incluso cuando están en la propia casa, como le pasó a Daniela, docente: “Escuché la voz de un joven que me decía ‘Mamá, ayudame, me tienen secuestrado’. Como mi hijo estaba en casa, enseguida reaccioné y corté, pero me quedé con el miedo”.

La representación incluye con frecuencia la simulación de ruidos y voces de fondo y la impostación de voces de la policía que también suenas creíbles, como le pasó a Brian, músico, cuando vivía en La Matanza. “Mi familia había salido al Parque de la Costa, y yo me quedé en casa porque ese día ensayaba con mi banda. Antes del ensayo, recibí y acepté un llamado por cobrar. Me habló un hombre que dijo que era policía, que estaban investigando un posible secuestro, y describió la camioneta de mi familia con detalles, incluso el color. Cuando les dije que podría ser mi familia, cambió la voz a una mucho más informal y me empezó a insultar”. Pasado el suceso, le quedaron sospechas de la propia policía, “más que nada por la descripción tan precisa de la camioneta y porque mi familia nunca salía de la zona donde vivíamos”.

El llamado introduce de golpe a la víctima en una situación de angustia y estrés de la que es difícil salir, como le sucedió a Verónica, empleada: “Mi hija vive con su novio. Me llamaron a las 4 de la mañana y se hicieron pasar por ella. Te juro que esa persona lloraba y suplicaba igual que ella”, cuenta. Entregó sus ahorros —4 mil dólares— pero la pesadilla continuó, aun después de saber que su hija estaba fuera de peligro. “A las 6 —agrega— volvieron a llamar para decirme que eran de la policía y necesitaban saber cuánta plata había dado porque habían capturado a unos tipos por un secuestro virtual: se habían robado entre ellos”.

No precisan más que las propias palabras para producir la confusión y lograr que la víctima, sin darse cuenta, aporte la información que necesitan: nombres de familiares, datos de sus ahorros, claves bancarias. Como en las películas de terror, el teléfono puede cargarse de suspenso si comienza a sonar en medio de la noche. Después de un segundo intento de estafa, Laura tomó una decisión que no lamenta: “A partir de ese momento dejamos de tener teléfono de línea. Para lo único que servía era para que nos intentaran vender cosas o para recibir ese tipo de llamados”.



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